Recuerdo cuando era pequeño, en La Zarza, las peleas de gallos en las calles para adueñarse del muladar donde escarbaban las gallinas buscando alimento, porque para ellas también eran tiempos de posguerra. El vencedor para demostrar que era el dueño y señor del lugar solía lanzar tres cantos al viento. Ignoro por qué tres. Supongo que uno sería para anunciarlo al resto de gallos, el segundo para que la cohorte de gallina se dieran por enteradas y el tercero para que los vecinos lo tomaran en cuenta. Era el ganador. De ahí proviene quizás el dicho: ”creerse un gallito”
La política española me recuerda mucho aquellas peleas. Puede que siempre haya sido así; lo que ocurre es que antes invadía menos los medios de comunicación, que a la postre, son para los políticos lo que Sancho a Don Quijote. Decia pelea de gallos, aunque también podría parecerse a un combate de boxeo, amañado, trucado, o sea con tongo. Los púgiles, amagan, fingen recibir golpes, pero no se dan de veras, el combate se ganará a los puntos y se repartirán la bolsa. Después los medios de comunicación intentarán sacar tajada porque de eso se trata. Durante el combate, abajo en torno al ring, los espectadores, viven los golpes fingidos y, excitados los azuzan voceando o emulando con sus brazos un golpe o un gancho a la mandíbula. Nadie quiere perder la apuesta y quiere que su preferido gane. Hay que ganar. Terminado el combate unos habrán ganado su apuesta y otros la habrán perdido.
En la politica española ocurre algo parecido. De un tiempo a esta parte los medios de comunicación (radio, televisión, periódicos) se hacen gran eco de los debates entre dirigentes políticos (partido que gobierna y el de la oposición) Como en el boxeo, los partidarios de uno u otro están ya animados por los medios que no cejan con su publicidad. Cada cual apostará por el suyo, porque lo que se trata es de pertenecer a uno u otro, esperando que gane el suyo. Siempre en términos de ganar, es lo que importa.
Al día siguiente los medios anunciarán en grandes titulares al ganador que suele ser el que más medios de difusión tiene a su alcance. Y es lo que queda del debate: quien ganó. ¿Pizarro o Solbes? ¿ Zapatero o Rajoy? ¿Rajoy o Salgado? Y así. El resto, el contenido, se difuminará en el discurrir del día a dia. Estos debates anunciados a bombo y platillo ¿sirven para cambiar algo? ¿Alguno obligó al otro a cambiar o a rectificar en sus propuestas, en sus planteamientos para que el currito de a pie vea mejorar su situación? ¿sirvió para mejorar algo? Pasados unos días ya nadie se acordará del fondo del debate; solo quedará lo que los medios se empeñan y quieren transmitir que es: quien ganó. Ganar, ganar es el valor supremo.
Los tuyos, los míos. Ganar parece ser la consigna en debates estériles, porque todo sigue igual: en Barcelona se seguirá temiendo las largas sequías porque el agua escaseará, cada día son más los indigentes que duermen en la calle, los comedores de Cáritas no dan abasto, el paro hace estragos. Pero el espectáculo sigue para ver quien será el ganador mañana, y pasado mañana, ya en el hemiciclo del Congreso, anfiteatro distinguido; en un plató de televisión con los contrincantes en liza, en un mitin en una plaza de toros o en cualquier lugar.
Si los gobernantes romanos, los de verdad, los de hace dos mil años volvieran, podrían exclamarse con toda naturalidad: “¡coño, Augusto, como se parece esto a nuestro circo! “ En versión moderna, claro. Félix
La política española me recuerda mucho aquellas peleas. Puede que siempre haya sido así; lo que ocurre es que antes invadía menos los medios de comunicación, que a la postre, son para los políticos lo que Sancho a Don Quijote. Decia pelea de gallos, aunque también podría parecerse a un combate de boxeo, amañado, trucado, o sea con tongo. Los púgiles, amagan, fingen recibir golpes, pero no se dan de veras, el combate se ganará a los puntos y se repartirán la bolsa. Después los medios de comunicación intentarán sacar tajada porque de eso se trata. Durante el combate, abajo en torno al ring, los espectadores, viven los golpes fingidos y, excitados los azuzan voceando o emulando con sus brazos un golpe o un gancho a la mandíbula. Nadie quiere perder la apuesta y quiere que su preferido gane. Hay que ganar. Terminado el combate unos habrán ganado su apuesta y otros la habrán perdido.
En la politica española ocurre algo parecido. De un tiempo a esta parte los medios de comunicación (radio, televisión, periódicos) se hacen gran eco de los debates entre dirigentes políticos (partido que gobierna y el de la oposición) Como en el boxeo, los partidarios de uno u otro están ya animados por los medios que no cejan con su publicidad. Cada cual apostará por el suyo, porque lo que se trata es de pertenecer a uno u otro, esperando que gane el suyo. Siempre en términos de ganar, es lo que importa.
Al día siguiente los medios anunciarán en grandes titulares al ganador que suele ser el que más medios de difusión tiene a su alcance. Y es lo que queda del debate: quien ganó. ¿Pizarro o Solbes? ¿ Zapatero o Rajoy? ¿Rajoy o Salgado? Y así. El resto, el contenido, se difuminará en el discurrir del día a dia. Estos debates anunciados a bombo y platillo ¿sirven para cambiar algo? ¿Alguno obligó al otro a cambiar o a rectificar en sus propuestas, en sus planteamientos para que el currito de a pie vea mejorar su situación? ¿sirvió para mejorar algo? Pasados unos días ya nadie se acordará del fondo del debate; solo quedará lo que los medios se empeñan y quieren transmitir que es: quien ganó. Ganar, ganar es el valor supremo.
Los tuyos, los míos. Ganar parece ser la consigna en debates estériles, porque todo sigue igual: en Barcelona se seguirá temiendo las largas sequías porque el agua escaseará, cada día son más los indigentes que duermen en la calle, los comedores de Cáritas no dan abasto, el paro hace estragos. Pero el espectáculo sigue para ver quien será el ganador mañana, y pasado mañana, ya en el hemiciclo del Congreso, anfiteatro distinguido; en un plató de televisión con los contrincantes en liza, en un mitin en una plaza de toros o en cualquier lugar.
Si los gobernantes romanos, los de verdad, los de hace dos mil años volvieran, podrían exclamarse con toda naturalidad: “¡coño, Augusto, como se parece esto a nuestro circo! “ En versión moderna, claro. Félix