18 febrero 2010

Viajes de un emigrante (segunda parte)


Poco tiempo llevaba en Suiza con mi patrón recién entrenado, cuando decidí poner fin a mi contrato, ya que el trabajo que realizaba, además de no interesarme nada, requería un gran esfuerzo físico y mi cuerpo con mis escasos sesenta kilos, no podía soportar tamaño sacrificio. Ya había trabajado en España de mecánico, de ebanista, incluso amasando el pan y arrancando escobas con mi abuelo y sabia lo que era sudar la gota gorda, pero esto era muy distinto. Esperaba ansioso el momento propicio para fugarme. Un buen día, mi patrón me entregó diez francos para acudir a Berna para regularizar mi situación respecto a la asistencia sanitaria y darme de alta en el Consulado de España. Fue entonces cuando cogi el maletón y aprovechando su ausencia momentánea, anduve raudo los doscientos metros que conducían a la estación.
Subí al tren mirando para todos lados asegurándome que mi jefe no trajinaba por los alrededores. Comenzaba en aquel instante una auténtica fuga pues a partir de ese momento me encontraba en situación irregular y la policía podía dar conmigo en cualquier momento con las consiguientes consecuencias (retención, expulsión, obligarme a reembolsar todos los gastos del viaje desde España…) El tren avanzaba hacia Berna y atrás iba quedando el sueño suizo donde otros triunfarian pero no yo.Por mi mente desfilaba la película de aquellos dias: los madrugones a las cinco y media, la ardua tarea, las comidas con su sabor ligeramente dulzón que nunca había degustado, acompañadas de jarras con leche, chocolate, te, rara vez agua y nunca vino. Me resultaba curioso las cinco o seis comidas:vaso de leche o chocolate a las seis ,desayuno a las nueve, colación a las once, comida a las doce y media, merienda a las tres y cena a las seis y media. Puedo decir que hambre no pasé.

Llegué a Berna hacia las dos de la tarde. No tenia muy claro hacia donde dirigirme. Volver a casa seria un fracaso. En Suiza, por el desconocimiento de las lenguas y mi situación irregular estaba descartado, entonces pensé que mi hermana, un año mayor que yo, que trabajaba desde hacia tres años en Paris, podría ayudarme. Me acerqué a la ventanilla para sacar el billete pero no había forma de hacerme entender.
Bajé a una especie de recinto como una mini plaza que comunicaba con todos los andenes, por donde circulaban los pasajeros. Habia un trasiego donde se escuchaban multitud de lenguas, también español. De repente vi a una señora con un brazalete con la bandera española. Me presenté y le pregunté si me podía ayudar. Sí, para eso estamos, dijo. ¿Dónde trabaja? En la construcción, dije. Era mentira, pero me salió tan natural que se lo creyó. Me sorprendí a mi mismo, pues no solía mentir y menos a una persona adulta. Digo esto porque es cierto, pues desde pequeño, como un cristiano de los de verdad, que son los menos, aplicaba a rajatabla las amonestaciones del cura cuando recordaba machaconamente que para no ir al infierno había que ser bueno, no decir palabrotas, ni robar, ni mentir a los mayores y mas cosas, si no, te esperaba el infierno, y nadie mejor que yo conocía el infierno que veía casi todos los días.
Si, el infierno era el horno de mi abuelo donde cabían setenta hogazas, y cuando lo calentaba permanecía absorto viendo a través de la puerta arder las escobas y los troncos cubriendo de llamas que flotaban como un mar de olas bravas en el interior. Me imaginaba soportando aquel horrible suplicio, a prostitutas y gentes de mal vivir que decían eran las que llenaban el infierno. Estaba seguro que nadie en mi pueblo era tan buen cristiano como yo, ni siquiera el cura. He intentado deshacerme de esto pero aun hoy me cuesta mentir, y se me nota cuando lo hago por necesidad. He incidido en esto porque lo creo importante aunque no lo parezca.
Así que la señora en cuestión, de unos treinta años, era simpática y agradable a la vista.Nos acercamos a la ventanilla par sacar el billete.
Para Paris, le dije.
Tras intercambiar unas palabras con la expendedora se volvió hacia mi para decirme que no tenia suficiente dinero. Me quedé casi sin respiración.
El cielo se me había caído encima. No sabia como reaccionar.Estuve a punto de echarme a llorar. Desconcertado y tras un largo silencio, me preguntó por dos veces. ¿Qué hacemos?
Pregúntele si hay algún tren más barato, de segunda o tercera, aunque no sea directo, no me importa lo que haya que esperar, que sea más barato y que me alcance el dinero. Le había entregado todo el dinero que tenia, y de nuevo empezó a hablar con la vendedora. La charla duró un rato.
Al final, con una sonrisa y una expresión feliz me dijo: he conseguido un billete y le sobra esto. Por momentos pensé que pudo añadir de su bolsillo lo que faltaba para el billete.Se veía que era una persona buena.
Feliz como si me hubiera tocado el gordo de la lotería, con mi billete en mano, compré una botella de agua una bolsa de patatas fritas y me dirigí hacia el anden acompañado de la amable señora. En nuestra conversación yo no le daba ninguna pista que pudiera delatar mi fuga,o sea, que mentía continuamente, cosa que odio.
No sé como pude salir de aquel atolladero. Nos despedimos, le agradecí su amabilidad y ella me deseó suerte. Subi al tren. Al rato me asomé por la ventanilla y la vi a lo lejos que regresaba mirando hacia los compartimentos.
No hay duda, es ella con el brazalete, me dije. ¿Me buscaba? Al final subió al tren. Pensé que quería localizarme, pero ignoraba si seria para bien o no. En la conversación podía haberme delatado en algún momento y acudiría a pedirme explicaciones sobre mi fuga, me dije. Ante las dudas, no quería enfrentarme a más dificultades,habia salvado con suerte no pocos obstáculos y ahora que tenia el billete y en el tren no había margen para el error, así que decidí encerrarme en el servicio, que por cierto estaba perfumado con ambientadores, corrí el pestillo, y sentado en la taza del váter esperé hasta que partió el tren. Me quedó sin embargo, la curiosidad de saber qué buscaba en realidad.

Ya seguro y liberado, en parte, de la angustia que me asediaba, pasé un rato recreándome del maravilloso paisaje todo verde, poblado de lomas con pinos, de hermosos pueblos y caseríos dispersos entre valles y riachuelos.
Volvi a recordar al grandullón de mi patrón el fin de semana colocando los esquíes en la baca del Opel rojo cuando partía a esquiar. Y mientras él disfrutaba de la montaña yo soñaba mirando los hermosos zapatos en los escaparates, y los relojes, y pensaba que en unos años podía tener coche y aprender a esquiar. Pero todo iba quedando atrás como los perfumes embriagadores de las bellas rubias que se esfumaban en la atmósfera.
De repente, entre dos claros, apareció la majestuosa cresta nevada del Mont-Blanc reluciente como un espejo colgado del cielo azul. Me despedí definitivamente de él y de todo lo que representó de forma efímera el sueño suizo mientras el tren llegaba a Lausana. Bordeamos el maravilloso “Lac Leman “que ya había visto a mi llegada, con las montañas nevadas al fondo, hasta que llegamos a la frontera francesa.
Subió la policía al tren, me pidió el pasaporte, le abrí la maleta y se fue conforme.
Atravesamos un paisaje de media montaña cubierto completamente de pinos, abetos y hayas. Ya de noche, llegamos a Dijon, ciudad francesa de fama mundial por su mostaza esencialmente. Comenzaron a desenganchar vagones y enganchar otros. No podía equivocarme de rumbo pues no me quedaba ni dinero ni alimentos así que pregunté a un empleado con mostacho cuales eran los vagones con destino Paris. Le decía; Paris, París , y me respondía apuntando a los vagones. Al poco rato le pregunté a otro con igual mostacho, todos tenían mostacho. Me indicó lo mismo. Entonces me dije que no había equivocación.Cuando el tren se disponía a arrancar le pregunté a un tercero: Paris, Paris; me di cuenta que era el mismo y me respondió cabreado:ouiiiiiiiiii! Tras aquel bufido me quedé tranquilo sabiendo que el citado vagón me llevaría sin duda hasta Paris.
En el compartimento, enfrente de mi, había dos chicos de unos escasos veinticinco años. Me presenté pero no entedian muy bien, sin embargo uno de ellos me habló en italiano, y pudimos intercambiar algunas palabras.Era suizo de la zona de habla italiana .Abrí la ultima lata de sardinas, ya no me quedaba mas alimento, y les dije si gustaban . Me respondió:”molte gracie”o algo asi. Eso si lo entendi. No sé por qué me llamaron la atención sus zapatos. Eran de un marrón Burdeos, sin cordones, especie de mocasines de cuero grueso, con unos adornos en el empeine. Nunca había visto nada parecido. Pensé que seria el calzado de moda de los jóvenes. Ya seguro y completamente relajado, eché una buena cabezada y cuando me desperté estábamos entrando en Paris. Llegué a la estación del Este hacia las diez de la noche.
Los viajeros abandonaban la estación mientras yo me quedaba rezagado intentando encontrar la salida hacia los taxis. Le pregunté a un empleado joven que empujaba unos carros, taxi, taxi. Me miró y con una media sonrisa preguntó: ¿eres español? ¿Cómo lo sabes?, le dije. Hombre, se ve. ¿De dónde eres? De la provincia de Salamanca. ¿y tú? Yo soy de León. ¿Vienes a trabajar? Si. ¿Hablas fracés? No. Pues ya te puedes aplicar, macho, porque lo tienes crudo, hay miles de españoles buscando empleo. Le agradecí su sinceridad y me dirigí hacia la salida que me indicó.
Justo al lado de la puerta, había una pareja de enamorados, supuse, abrazados y besándose en la boca delante de todo el mundo. Reconozco que me ruboricé ante tamaña osadía, pero sabia que Paris era la ciudad de la libertad. Nadie los miraba, solo yo. Fui el último en salir.
Ya en la calle, un señor me hizo una señal con el brazo. Me sorprendió porque nadie debía esperarme y nadie me conocía. Se acercó a mi. ¿Taxi?, preguntó. Si, dije. Cogió el maletón y lo seguí hasta el taxi.
Subí y le mostré las señas escritas en la libreta. Empredió el recorrido sorteando calles y rotondas mientras yo me decía: esta si que es gente amable y buena, vienen a recogerte a la salida de la estación sin conocerte y nada. No se veía gente por las calles. La ciudad dormía ya. Llegamos a la plaza de Trocadero, junto a la Torre Eiffel, dio varias vueltas a la plaza pero no encontraba la calle. Me dije: este tipo está dando vueltas para cobrarme más. Eso si lo sabia porque en España era igual. Al final dio con la calle. Al pagar no nos entendíamos. El chapurreaba italiano para que lo entendiera.
Yo solo entendía ocho o algo así. Ocho no, decía él. ¿Dieciocho?, le dije.
No, no, dijo ¿Veintiocho entonces? Si, si veintiocho, dijo. Saqué las últimas pesetas que me quedaban, pero él dijo que pesetas no porque no las quería nadie, francos o dólares, añadió. Yo sabia que el franco francés se cambiaba a doce pesetas. Hice el cálculo y le dije: Son 336 pesetas. Me quedaban cuatrocientas y estaba dispuesto a darle propina por su amabilidad. No quiso pesetas y me retuvo el equipaje. Como no nos entendíamos lo di por perdido y entré en el edificio, pero antes apunté en la libreta la matriculación del coche. Pregunté al conserje, un negro africano, muy mayor, medio calvo, que dormitaba sentado ante el televisor, dónde vivía mi hermana. Me indicó el piso pero no la habitación. Subí los siete pisos por la escalera de servicio, empinada en caracol y llamé a una puerta al azar. Despues de presentarme a distancia abrió la puerta una chica rubia en camisón, gordita y amable como todas las gorditas, y con acento valenciano. Le expliqué lo sucedido y me prestó treinta francos para pagar. El taxista cobró los veintiocho y me entregó el equipaje.
Estaba de vuelta llegando al séptimo piso cuando oigo alguien que subía corriendo. Era el taxista jadeando que tuvo que parar un rato delante de mí para tomar aire. Estaba rojo, casi congestionado. Espera, espera, decia con la mano. Cuando recuperó me pidió la hoja donde había anotado el numero de la matricula. El muy canalla no tenia la conciencia tranquila y yo no tenia ganas de más líos así que se lo entregué. Luego supe que me había estafado. Eran ocho francos y no veintiocho. Tras el encuentro con mi hermana que no me esperaba, no recuerdo haber dormido en mi vida, una noche tan agusto y tan profundamente. Por fin estaba en Paris donde comenzaba otra aventura, ésta vez larga, fantástica por momentos, otros no tanto, como la vida misma. Paris seria mi nueva casa y el punto de partida para un sinfín de viajes de ida y vuelta para seguir disfrutando de mi querida tierra. Félix.