29 agosto 2010

Las victimas del ¿progreso?





Nací esta primavera y junto a mi hermano fui creciendo bien alimentada, pues mi madre nos mimaba con abundante comida que teníamos a discreción en la charca de al lado.
Ya habíamos alcanzado la edad adulta y llegó el momento de alzar el vuelo. Para ello pasamos largos ratos mi hermano y yo haciendo prácticas, dando saltitos y batiendo las alas bajo la supervisión de mi madre. Un día en uno de los saltos se me enredó en una pata una gruesa cuerda que no sé por qué motivo en algún momento mi madre colocó al borde del nido. Quise deshacerme de ella pero cuantos más movimientos hacia para desliarme, más firme quedaba atada. Mi madre solo pudo desenganchar el otro cabo que pendía amarrado a un palitroque del nido. Mi hermano cansado sin duda de esperar a que me decidiera a volar alzó el vuelo y se marchó. A los pocos días decidí lanzarme al vacío con el incordio de la cuerda .Planeé un buen rato y disfruté de la libertad sorteando el viento hasta casi olvidarme de lo que llevaba colgando. Al cabo de un rato me propuse tomar contacto por primera vez con la tierra, posándome en una finca cercana al nido. Mi nula experiencia en el vuelo me llevó a una trampa de la que no pude escapar. Al tomar tierra la cuerda se enganchó en una alambre con púas, que me llevó a caer de bruces sin saber muy bien lo que ocurría. Hice denodados esfuerzos para liberarme dejando incluso un reguero de plumas en la batalla y exhausto, me tumbé en el surco convencido de que no tenía escapatoria. Las horas pasaban, hacia mucho calor y permanecí tumbada intentando recuperarme. Desconcertada por lo que me ocurría intenté de nuevo liberarme pero no me tenia de pie y perdí toda esperanza de salir del atolladero.
La tarde avanzaba bajo un sol abrasador cuando vi acercarse una persona. Tuve miedo y temí por mi vida ya que nunca había tenido a nadie tan cerca, pues mi madre, cuando pasaba alguien cerca del nido nos acurrucaba en el fondo para preservarnos de cualquier agresión. Al ver el hombre a mi lado me quedé casi paralizada de miedo y no me atrevía ni siquiera a mover los ojos. La persona comenzó a hablarme, después pasó suavemente su mano por mi cabeza y el resto del cuerpo y al sentir una sensación agradable comencé a perder el miedo. Me tomó en sus brazos para deshacer los nudos que se habían formado en mi pata y al cabo de un rato me sentí liberada de la tirantez de la cuerda. Me extendió las alas y miró detalladamente todo mi cuerpo para ver si estaba herido. Solo tenía unos rasguños en el pescuezo por el desplume. Me levantó pero no me tenía en pie. Me tomó en sus brazos y me alzo alzó al viento para que emprendiera el vuelo pero caía de nuevo en sus brazos. Convencido de que no tenia fuerzas para moverme me colocó confortablemente sobre unas pajas en el surco, me acarició de nuevo y se marchó. Permanecí todo la tarde sin moverme. La noche refrescó el ambiente y al amanecer me sentía con algo de fuerza. Me levanté pero no pude andar más de veinte metros. Permanecí de pie pero agotada por el esfuerzo y el ayuno prolongado mis patas flaqueaban hasta que caí de nuevo en el surco convencida de que nunca más me levantaría.
La mañana avanzaba, el sol comenzaba a calentar cuando de pronto vi llegar de nuevo a la persona que me desató. Ahora ya no tenía miedo porque sabía que quería ayudarme. Se agachó y comenzó a hablarme y a pasar su mano suave sobre el plumaje. Esto me aliviaba pero sentía que se acercaba el último momento. La persona comprobó sin duda mi situación crítica y al no poder hacer más por mí se marchó. Abrí grade los ojos para verlo alejarse a pesar de mi vista borrosa.
Comencé a recordar los buenos momentos de mi infancia: cuando la lluvia arreciaba y madre nos cobijaba bajo sus alas. Después no llovió más y el sol brillaba cada mañana. Un día mi hermano y yo nos disputamos una culebra que trajo madre, tirando uno de cada extremo hasta que madre, con su pico, la troceó en dos y se acabó la pelea. Fui muy feliz durante mi infancia pero ahora me siento desamparada y derrotada. Ya solo albergo la última esperanza de que vuelva la persona que me hizo descubrir el placer da las caricias, y me gustaría volver a sentir esas sensaciones tan agradables para quedarme al tiempo dormida para siempre. Félix

22 agosto 2010

Tres mundos en un mundo


El chico del cementerio

Vivía yo en los años 70 en las afueras de Paris, en Clamart; un municipio residencial de clase media y media baja donde alternaban chalets antiguos y edificios, algunos modernos de cuatro o seis plantas. Reinaba un ambiente tranquilo y se podía disfrutar del tupido bosque que jalonaba la zona Este en cuya orilla se hallaba el cementerio, pulcramente acondicionado y atendido por un matrimonio que compartía con su hijo una casita dentro del cementerio, entrando a la derecha.
Un día de invierno, aprovechando la excepcional mañana soleada, paseaba junto al cementerio y entré para curiosear y respirar, a la vez, esa paz perenne propia de estos lugares. A unos diez metros de la casa, el chico de unos doce años jugaba entre tumba y tumba con su gato negro con manchas blancas. Mi presencia en absoluto les molestó. Enredaban con toda naturalidad, como si estuvieran en su casa, o en el campo o en cualquier otro lugar. El gato brincaba de tumba en tumba, se agazapaba, saltaba realizando divertidas piruetas y arrancaba después a toda velocidad volando entre sepulcro y sepulcro para aterrizar en las piernas del chico que lo esperaba sentado en un panteón. Lo acariciaba por un momento y el gato salía de nuevo disparado para reanudar el juego.
Permanecí absorto un rato disfrutando de tan improvisada como divertida escena. Proseguí mi caminar y de repente me asediaron infinidad de interrogantes ante lo que acababa de presenciar. ¿El chico habría nacido en la casita? Por aquellos años no era imposible. El chaval acudía a la escuela pues era obligatorio y, entonces: ¿Sus colegas sabían que habitaba en un cementerio? Porque es de suponer que no los invitaría a su casa para celebrar un cumpleaños, por ejemplo; o a lo mejor sí. ¿El hecho de vivir en semejante lugar seria marginado por sus compañeros de clase o al contrario recibiría comprensión y afecto por haber corrido suerte tan insólita?
Transcurrida la adolescencia es de suponer que se emanciparía. ¿Qué efecto habría causado en su equilibrio psicológico sabiendo que el entorno donde pasamos la infancia moldea casi siempre de forma definitiva parte de nuestro sentimientos? Porque en su mente quedaría grabado para siempre los panteones nevados como único horizonte, o los árboles que lucían sus hojas variopintas en otoño antes de caer y transformarse luego en hojarasca entre las tumbas y los paseos, y quizás ayudara a su padre en la tarea de limpieza ¿Y como habría asimilado los repetidos entierros siempre acompañados de tristeza y llanto? ¿Habría conseguido cubrirse de tan sólido caparazón para que esos momentos tristes no le afectaran en absoluto?
¿Y si realmente hubiera nacido en el cementerio? ¿Lo expresaría con toda la naturalidad?
Infinidad de interrogantes que solo él podría dilucidar.

La chica del garaje.

Cerca de mi domicilio, en la céntrica zona de Cuatro Caminos, en Madrid, hay un pequeño garaje donde el jefe, que parece ser el dueño también, realiza lavados de coche, algún cambio de aceite y repara pinchazos, ayudado por un señor que ronda los 65 años. En el interior cuatro columnas metálicas sostienen en la zona central parte de las tres plantas del edificio, lo que dificulta la maniobra de los coches. En el fondo adosado al muro se eleva a poco más de metro y medio del suelo, un cuchitril de unos tres metros de ancho por unos ocho de largo y dos de alto, con dos ventanucos mirando al taller. Supuse que en ese lugar almacenarían los accesorios del taller. Un día cuando me lavaban el coche, vi a una chica de entre diez y doce años, que corría el visillo detrás del ventanuco para echar una ojeada al taller. ¡Caramba, pero si ahí vive gente!, me dije. Inmediatamente surgieron los mismos interrogantes que en el caso anterior ¿Vivirá sola, con su madre, o con ambos padres? Parece que viven como en secreto y no he conseguido ver entrar ni salir a nadie de la extraña vivienda.
¿Sabrán sus amigas que vive en un garaje? ¿Cómo planificará su vida social con sus amistades? ¿Será feliz viviendo en tales condiciones?
Tantos y tantos interrogantes quedarán en el aire sin respuesta.

La niña de la tienda.

Cerca del garaje citado anteriormente, y esta vez en mi calle concretamente, hay una tienda de chinos, de las que surgen como setas de un tiempo a esta parte. Regenta el negocio un matrimonio joven, de origen chino, con dos hijas; la mayor de unos siete años y la pequeña de poco más de uno. El local es rectangular, de unos siete metros de largo por unos tres de ancho. En el centro unos estantes reducen el espacio dejando simplemente un pasillo en forma de U. En la entrada, junto a la caja, hay una cámara frigorífica repleta de productos frescos o congelados.
He observado que la niña de siete años, salvo el horario de escuela, pasa todo su tiempo en la tienda, desde las diez de la mañana hasta el cierre a las once de la noche todos los días de la semana. Es una niña de rasgos finos, de cutis de seda joyante que confiere a su rostro una belleza exótica muy atractiva; con una mirada de esas que en décimas de segundo han escrutado lo esencial y fingen no haber visto nada distrayendo luego la mirada hacia el suelo. Es sobre todo una niña hacendosa,” hecha para el hogar”, dirían los antiguos; porque no cesa de colocar botellas y botes de bebidas por aquí, latas de conserva por allá, recoge las barras de pan y las ordena, siempre atenta a lo que algún cliente ha desordenado y cuando termina se sienta al lado de la cámara frigorífica y vigila como quien no quiere la cosa, con su mirada felina y disuasiva, a los clientes, por si a alguien se le va la mano donde no debe… Luego se ocupa de su hermana, la aupa a duras penas, se sienta al lado del arcón de frío y le comenta cosas en su lengua y ríen; me imagino que algún cuento chino.
Meses más tarde su madre queda embarazada. La niña le ayuda en todas las tareas. La madre en su estado de gestación avanzado descansa a menudo en el único sitio disponible que es junto al arcón. Muchas veces pienso que al pasar largos ratos allí sentada, el feto debió ir asimilando el runrún de la cámara frigorífica como algo relajante. Por fin nace el tercer niño y durante la ausencia de la madre la niña colabora con su padre como una empleada más. Semanas después aparece la madre por la tienda con su niño en el carrito que coloca ¿dónde?, al lado del arcón, donde a buen seguro, duerme con el runrún familiarizado ya desde que estuvo en el vientre. La niña se ocupa de la hermana pequeña mientras su madre lo hace con el bebé. Cuando el niño ha crecido, la niña se ocupa de los dos peques, sin olvidar sus “obligaciones” en la tienda. En ese ambiente exclusivo, la niña mayor va creciendo, supongo muy feliz, a tenor de su semblante, aunque su mundo sean los veintitantos metros cuadrados de la tienda que, imagino, son suficientes para ser plenamente feliz, dato que solo ella podría confirmar.
¿El hecho de desarrollar su infancia alejado de los patrones que rigen la vida social en cualquier urbe, como en los tres casos citados, interferirá en el equilibrio psicológico? O por el contrario, esto no afecta en absoluto al estado emocional ni causa desorden psicológico alguno siempre que vivan con los padres y estos correspondan con la atención y el cariño suficientes.
Pudiera equivocarme, pero creo en lo último. Félix

14 agosto 2010

Al paso de los dias

Finales de julio y primeros de agosto. Muchos ciudadanos, los que pueden, han emprendido el vuelo para disfrutar las vacaciones y comienza el éxodo huyendo del ajetreo agobiante de las grandes urbes. El santoral dice que hoy se celebran los santos: Abdón de Roma, Pedro Crisólogo y Senén. Lo de Senén me resulta raro y familiar a la vez. Inmediatamente aflora el recuerdo de un Senén, el único que he conocido en mi vida; un joven que se afincó en La Zarza con sus padres allá por 1958, cuando la construcción del Salto de Aldeadávila. Yo creía a mis diez años que lo de Senén era un mote o algo así, y hoy descubro la verdad.
Voy al banco y compruebo que en mi nómina me han ingresado quinientos euros más de lo que esperaba. Me llevo una gran alegría. Lo contrario que si me hubieran ingresado quinientos de menos ¿Esto afecta a la salud? Pues claro que si. En el primer caso salgo del banco casi brincando de alegría y en el segundo hubiera salido echando pestes contra la sociedad que nos explota sin piedad. Habría que tener la mente de Dalai Lama para escapar a estas reacciones y permanecer impasible en ambos supuestos. Dicen que el dinero no da la felicidad, pero eso lo dicen los millonarios o quienes viven sobrados de dinero y muy probablemente su posición no les aporte felicidad alguna, con lo fácil que les seria ser feliz repartiendo dinero; y en contados casos algún millonario se ha atrevido dejando su fortuna para el personal de servicio, pero después de muerto, aunque esto no le resta mérito.
Oigo la radio y cuenta que el paro ha subido en más de treinta mil personas. Mal augurio, precisamente en plena campaña turística.
Paso por delante de una iglesia de las antiguas, con su gran bóveda y tal, porque me gusta visitar esos lugares donde se respira la quietud, la paz, atavismos quizás de la infancia. El párroco está oficiando la misa. Hay poca gente, quizás una treintena de fieles. El calor se ha instalado ya dentro y las mujeres se abanican. En uno de los pasajes de la misa el párroco pide una oración por los parados; por los que atienden a los enfermos; por los que participan en oenegés. Eso está bien, me digo, pero si yo fuera él hubiera continuado pidiendo una oración para que el pueblo elija bien a sus gobernantes y no se deje engañar; para que sus gobernantes se ocupen del pueblo; siempre, no solo cuando les aprietan las clavijas, en caso de que esto haya sucedido. Y una oración para que, cuando no haya gobernantes solventes, el pueblo tome una decisión sabia. Es tiempo de rogar para que la justicia sea justa, y para que a quien menos tiene, se le deje lo poco que tiene. Es tiempo de rogar para que lo que les sobra a unos, no sea la consecuencia de lo que le falta a otros. Es tiempo de rogar.
Antes de salir de la iglesia observo la fe de los allí presentes: unos rezando ante una imagen de la Virgen y a continuación tocando con la mano la peana de madera llevándose después los dedos a los labios como último vinculo espiritual; otros ofrecen una moneda, manifestaciones que cada cual expresa con la convicción de ser atendido por los que rigen nuestro destino más allá de los hombres. Yo también confío en el amor de los de allá y los de acá y, con el cura o si él, ruego para que así sea.
Es tiempo de rogar. Félix

06 agosto 2010

Escuchando la naturaleza


Un atardecer de julio cuando el crepúsculo avanzaba, decidí tomar el fresco en la terraza del huerto que está pegado a la casa de mis padres. La terraza se eleva casi dos metros sobre el nivel del suelo ofreciendo una excelente vista panorámica. De izquierda a derecha, entre las casas esparcidas y la terraza median unos prados que ofrecen su frescor y aroma. A mi izquierda un prado alberga un chopo solitario tan alto como la torre de la iglesia que se yergue ahora frondoso y recuperado tras sufrir el acoso de un rayo hace un tiempo. En el centro, nuestro huerto se prolonga hasta el prado contiguo. A mi derecha, en el huerto dejado de la mano de Dios por su dueño, crecen desordenadamente zarzales y todo tipo de maleza, dando cobijo a toda suerte de bichos. Un día entrada la noche, vi un erizo encaminarse hacia un matojo de lechugas. El año pasado, mientras mis padres descansaban en la terraza, los visitó una culebra bastarda que intentó huir por un agujero en la pared pero mi padre, a sus 88 años, antes de que se colara del todo, la enganchó por la cola y tirando con todas sus fuerzas se hizo con ella para darle su correctivo. Esta primavera otra culebra entró en la cocina sin ser invitada, así que mi padre cuando la vio, con la ayuda de mi hermano Chuchi, la despachó sin contemplaciones. Los japoneses la hubieran cocinado directamente.
Como se ve, esto si que es estar rodeado de la auténtica naturaleza.
Enfrente de mi, a unos cien metros, la silueta del torreón con su reloj se yergue majestuosa por encima de los tejados. La brisa agita las hojas del chopo que en su baile incesante reproducen un frufrú agradable y relajante en medio del silencio casi absoluto. La noche se ha adueñado del entorno. Las luces que enmarcan las ventanas parpadean de vez en cuando dejando adivinar el supuesto trasiego de la cocina al salón. La brisa es cada vez más fresca y en mis brazos aflora la carne de gallina. Los centenares de gorriones que se han refugiado en los zarzales del huerto abandonado han cesado su algarabía y duermen ya. El silencio va ganando terreno; solo me llega el eco lejano y entrecortado de unos chavales que juegan en el entorno del ayuntamiento. La brisa me trae bocanadas de fragancias refrescadas entre las parras y otros frutos del huerto. Una veintena de ovejas se han tumbado bajo el chopo, apretujadas, formando un circulo compacto para pasar la noche .Una tose de vez en cuando. Había olvidado ya que las ovejas también tosen. Después vuelve el silencio. Del laurel que tengo a diez pasos, dos ramas casi juntas despuntan en el centro por encima del resto ,cual dos brazos alzados con las manos abiertas que quisieran atrapar en su cuenco el lucero que brilla intensamente en el fondo. La luna que luce su escueto cuarto menguante se desliza lentamente hacia el horizonte entre el chopo y el laurel. Los chavales han callado. Contemplo por encima de mi cabeza la Osa Mayor, y más lejos la estrella Polar que cuando niño mi tío Indalecio me enseño a localizar. Las dos últimas ventanas que lucian se apagan .La gente duerme, los pardales también, y las ovejas, y la paloma que anida en el chopo; todo parece seguir el ritmo impuesto por la naturaleza como una sinfonía perfecta. La brisa no cede y solo el frufrú suave de las hojas acuna mi espíritu que sueña envuelto en la quietud de la noche. Hace media hora que el reloj dio las once; y dos que contemplo sentado en la terraza, mecido por la brisa y respirando las fragancias, la transición del crepúsculo a la noche cerrada, y creo que es hora de retirarme a mis aposentos como el resto. Pienso que si tuviera la cama al lado me dormiría al segundo. Recojo la silla y al mover una planta cercana me percato de que no todos los seres de mi entorno duermen, puesto que una luciérnaga ha encendido su lamparilla de noche de un blanco verdoso y parece feliz en su morada. La contemplo durante unos segundos para ver de donde saca esa luz tan intensa. Pero no descubro el misterio. Le deseo una feliz noche. Hincho los pulmones con el aroma fresco y me retiro para seguir el ritmo de la naturaleza y recordar por un instante que así lo hacían mis abuelos. Escucha la naturaleza, me decía mi abuelo, y es lo que he hecho durante estas dos horas en la terraza en esta noche fresca del mes de julio. La noche continúa cumpliendo con su función purificadora. Cuando despierte el alba todo será más puro y comenzará paulatinamente el trasiego de las gentes, el aire se contaminará de nuevo, pero siempre acudirá la noche con su tamiz purificador. Por eso siempre que puedo, en esta época veraniega, al caer la noche, procuro instalarme en la terraza para asistir a ese espectáculo lleno de penumbras, de aromas, de sonidos, y después de silencios cuando la noche lo ha cubierto todo con su manto y ya todo duerme en paz.
Camino de mi habitación canturreo mentalmente aquella melodía del incomparable Carlos Gardel:Silencio en la noche/ya todo está en calma/el músculo duerme /la pasión descansa. Descanse también en paz el gran Carlos.

Félix.