19 julio 2011

Tiempos de siega

Cada tarde cuando se acaba de poner el sol, me siento en el poyo de la puerta para ver pasar los segadores que regresan del campo. Trabajan de sol a sol y al rachisol como dice mi abuelo. Pasan con los sombreros y la hoz en la mano, envuelta en unas tiras de paño para no cortarse; con el botijo, la camisa remangada; uno lleva unos dedales de cuero rígido que se enfundan en los dedos para evitar cortarse con la hoz, y parece que vienen contentos porque no paran de charlar. El Arcadio que es vecino, saca la palangana a la calle. La llena de agua fresca. Se quita la camisa para lavarse. Se chapuza hasta la cabeza como los pájaros en las fuentes. Lo que más gracia me hace es que tiene los brazos hasta por encima del codo color café tostado y de ahí para arriba y hasta el cuello la piel es blanca como la cal. El cuello y la cara también están tostados pero de media frente para arriba, hasta donde le cubre el sombrero, la piel es lechosa. Pero yo sé que cuando pase el verano la piel se vuelve del mismo color. La siega es el trabajo más duro de todos los del campo; eso dice mi abuelo .Yo soy aun pequeño y ni siquiera mi abuelo me ha llamado para entresacar de la mies los largos tallos del centeno con el que forman el vencejo para atar los manojos en la siega, tarea que hacen algunas veces las mujeres. Un día que segaban cerca del pueblo, acompañé a mi abuelo, a mi tío Agapito, y a mi tío Indalecio. Mi abuelo que es muy precavido, lleva en una petaca unas bolitas que llamamos” pedo o peo de zorra”, que es una especie de bola blanca gruesa como una cereza que aparece en el campo como las setas en época húmeda. Yo cuando las veo entre la hierba las recojo y se las entrego a mi padre. Con el paso del tiempo la famosa bolita se vuelve color pardo, la piel se arruga y la carne de dentro se vuelve polvo pardusco, y es ese polvo con el que se curan los cortes. Mi padre cuando se corta al afeitarse se lo aplica y santo remedio. Un día el Inocencio, se metió un tajo en la pierna con la hoz. Le aplicaron el “peo de zorra”, le ataron un pañuelo y regresó a casa tan campante. El médico, que usa palabras raras, dice que ese polvo es hemostático y antiinfeccioso porque lleva antibiótico. Yo me digo que el labrador que lo descubrió era un genio y sin estudiar sabía más que el médico. Mi tarea es llevarles a mi abuelo y tíos el botijo de agua fresca que cojo en el pilar de Fuente Lejos, que es muy buen agua. Mi tío Indalecio no tiene dedales pero tiene una zoqueta que coloca en la mano izquierda para no cortarse con la hoz. Me dice que hay que dosificar el agua. Dice que dosificar es beber poquito a poco, sin abusar, porque con el calor cuanto más se bebe más sudas, y más agua te pide el cuerpo, y eso no es bueno, que por eso se comen embutidos y queso bastante salados, porque la sal retiene el agua en el cuerpo y así siempre hay una reserva, así que el ha dicho: cada cuatro surcos segados, un trago de agua, y yo estoy al tanto y le llevo el barril; él calcula todo muy bien. Yo admiro a mi tío Indalecio porque además de ser un pedazo de pan, como dice mi abuela, me parece que lo sabe todo y aprendo con él casi tanto como en la escuela. Sé que es un trabajo duro porque hay que estar con todo el espinazo doblado, mirando al suelo y respirando el calor que desprende la tierra. El Arcadio se queja que al final del día está baldado de los riñones de estar agachado. Él que es muy alto, dice que lo pasa peor que el Emilio que es muy bajito porque al doblar el espinazo si se es bajito se sufre menos. Entonces deduzco que todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes: para segar mejor es ser bajito. Quizás para apañar la fruta de los árboles sea mejor ser alto. Yo soy muy bajito, y mi abuelo, el alto, me ha dicho que estudie para no tener que segar, que la mejor empresa es el Estado, y que muchos se jubilan a los cincuenta años o poco más y me lo estoy pensando. Pero yo no daré la talla para ser ni policía ni guardia civil aunque ser eso no me gusta nada. Mi abuelo quiere que me quede en el ejército cuando vaya a la mili que allí no exigen ser alto. No había caído yo que para algunos trabajos es peor ser muy alto, lo contrario de lo que creía, además mi otro abuelo, que es muy bajito, me ha dicho que no me preocupe, que los hombres no se miden por la estatura sino por la frente. Pero yo veo que los altos presumen de ello como mi amigo Esteban, que estira el pescuezo como un gallo cuando está entre amigos. A mi me da igual no ser alto. Lo que si quisiera es ser fuerte, aunque sea bajito, como el Nicolás, que le ha zumbado más de una vez al Esteban por muy alto que sea. A mi me gustaría ser como él para darle un par de puñetazos al Mateo que cuando lanza la peonza y es la mía la que está en el suelo dice que a ver si me la puede desganchar y abrir en dos, el muy canalla. Un atardecer cuando salíamos de la iglesia en una novena, empezaron el y otros a buscar pelea: los del barrio de abajo que eran ellos contra nosotros, del barrio de arriba. Me persiguió hasta la tienda de la Eulalia, allí le planté cara porque estaba con mi hermano, más pequeño. Lo tenia casi en el suelo pero se enderezaba, entonces le dije a mi hermano ¡que estás mirando, échame una mano, hombre! Y entre los dos lo doblamos hasta el suelo. No volvió a fastidiarme. Por la mañana no veo a los segadores porque salen al romper el día. Algunos días pasa la Margarita que es casadera y está de rechupete, aunque Ventura, el hijo de Alonso el carnicero, me porfía que no es como yo la veo sino que está entrada en carnes, que de eso sabe más que yo, y le respondo que qué más quisiera él, que el único culo que ha palpado es el de las ovejas machorras que le venden a su padre, y se troncha de risa. Margarita siempre va sentada en la albarda a mujeriegas, con un paño sobre las rodillas porque dice que solo pensamos en mirar sus piernas cuando va en el burro. Lleva una cesta de mimbre con el cocido para los segadores de su padre que tiene muchas fincas. Después de comer, hacia las dos, se tumban entre los surcos a la sombra de un roble, que en mi pueblo hay muchos, y duermen la siesta hasta las cuatro de la tarde porque el calor es insoportable a esa hora y es la única forma de combatir la galbana. Las mujeres, cuando pueden, ayudan a juntar los manojos en hacinas. Todo el mundo se pone contento cuando ha terminado la siega, porque es muy duro. Mi abuela, como la demás gente, reserva los mejores quesos, chorizos, jamón y otros embutidos para la época de la recolección y dice que hay que alimentarse muy bien para aguantar. Yo siempre ando rondando su casa a la hora de la merienda porque sé que siempre cae algún trozo de jamón.
Ahora nos han dado vacaciones en la escuela y tengo todo el tiempo para jugar y andar buscando nidos hasta que empiece la trilla. Me voy a la charca de Vallito Redondo que está secándose y con mis amigos metemos la mano en el agua fangosa y sacamos renacuajos. Después cogemos barro y apostamos a ver quien hace mejor un nido de golondrina en la pared del prado junto a la charca. Como no dejamos secar lo suficiente el barro, al final se cae. Le he preguntado a mi abuela que cómo saben las golondrinas que el mejor barro para el nido es el de la charca. Me ha dicho que son aves sagradas y que nunca hay que perseguirlas y menos matarlas, que están bendecidas y guiadas por Dios porque le quitaron la corona de espinas a Jesús en la cruz. Mi abuela sabe mucho de eso porque siempre que puede está leyendo el misal y quiere que yo lo lea también para ser bueno y ganarme el cielo. Yo le digo que ya he sido monaguillo y me sé el Pater Nóster y otras letanías en latín, y que creo que ya me he ganado el cielo, y ella se pone muy contenta. Me da un trozo de jamón y después me largo a jugar con mis amigos hasta el oscurecer. Félix.

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03 julio 2011

Bodas de Platino


Hace unos días estuve charlando en el pueblo con nuestro ilustre y apreciado vecino don Cesar que, como es sabido, comparte patria con Paraguay, como otros zarceños que se aposentaron al otro lado del Atlántico. Recuerdo perfectamente el pregón de tus padres, me dijo. Como se sabe el pregón precede en unas semanas la celebración del matrimonio. Hago un ejercicio de imaginación para situarme en esa primavera de 1946, fecha de la boda de mis padres, por eso viene a cuento esta celebración de las Bodas de Platino. ¿Como se viviría el día a día en nuestro pueblo seis años después de terminada la terrible guerra civil que dejo como un erial este país? Difícil de imaginar, aunque para mi no tanto, porque tengo recuerdos de principios de los años cincuenta, de cuando el racionamiento, la miseria y el hambre para unos, y la poca jartura ,como se decia,para la mayoría. De cuando acudía a la tienda y tras meter en el capacho los garbanzos, el aceite y el resto de la compra le decía.”Que ha dicho mi madre que lo apunte en la libreta, que ya se lo pagará”.Y transcurrido un tiempo, la que me despachaba me decía:” Dile a tu madre que me vaya pagando algo que la libreta ya está más que llena”. Y esto se conjugaba con los recuerdos que tengo de ver gente alegre, con ilusión, gentes que se divertían, que cantaba ordenando la casa, arando en el campo, o lavando, gentes que cantaban y bailaban sin tregua durante las fiestas. Sesenta y cinco años han transcurrido y parece que han pasado varios siglos, pues la guerra relegó al campesino a realizar las labores como en siglos pasados, y sin embargo, han bastado sesenta y cinco años para que la tecnología haya transformado para mejor el mundo inmediato que nos rodea. Pero hay aspectos que increíblemente parecen anclados en los años cuarenta, como si el destino se empeñara en reavivar la parte más innoble y cruel del ser humano. Por aquel entonces; comedores populares para ayudar a quienes no podían satisfacer una de las primeras necesidades básicas y, ¿ahora? Lo mismo. Estas son algunas de las maldades que el ser humano consigue infligir a sus congéneres sesenta y cinco años después.

Pero hoy no se trata de abordar ese aspecto sino de algo que me llena de alegría y satisfacción como es la celebración, a nuestra manera, de las Bodas de Platino de mis padres.
Digo a nuestra manera, porque el lugar idóneo fue la terraza del huerto de mis padres. Ese trozo del supuesto Edén del que nos habla la Biblia .Así lo interpreto al menos yo. Ese huerto que mi padre lleva desde que se prejubiló, más de treinta años, cultivando y mimándolo cada primavera y después recogiendo los frutos hasta octubre. No se podrían entender los noventa años de mi padre sin el huerto .El huerto es él y, en parte nosotros, por eso el lugar para celebrarlo no podía ser otro que ese vergel que nos ha regalado el sabor, el color y el aroma de sus frutos, lo más granado que la tierra puede regalarnos, lo más sabroso de la vida. Entonces, acudí a la tienda y pedí una tarta, y no le dije que lo apuntara en la libreta, porque ya no era necesario, por eso es un motivo más para celebrarlo con la alegría correspondiente.


Y así lo celebramos los tres hermanos de los once (cinco varones y seis hembras) que nos encontrábamos en ese momento en casa. La tarde era muy calurosa, demasiado, pero poco a poco se formó una maraña de nubes qu se iban pegando al cielo como una densa polvareda gris ,dejando unos resquicios para que el sol de plomo dejara colar unos rayos por encima del Torreón, lo que confería un decorado de fondo similar a los que nos mostraban los libros en la escuela, del supuesto Paraíso Terrenal de Adán y Eva.
Así, de la forma más sencilla transcurrió la tarde para celebrar los sesenta y cinco años de matrimonio; noventa años, mi padre, ochenta y nueve, mi madre, con once hijos nacidos, criados y a los que la Providencia nos ha preservado con salud. Gracias por tanto a mis padres, y a la vida. Félix.
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