10 agosto 2011

Verano feliz



Yo voy rodando el aro por las calles de tierra de mi pueblo. Es verano.
A veces espanto las gallinas que escarban en el muladar donde el gallo que vela por ellas y protege su territorio alza un qui-qui –ri -quiiiii triunfal para advertir que es el dueño del lugar. Más lejos le responden otros gallos con idéntico mensaje: qui-qui-ri-quiiii, mientras yo sigo rodando el aro, subiendo y bajando la leve pendiente de mi calle y dando la vuelta a una peña que se alza como un escenario donde la calle se agranda formando una plazoleta. El sol calienta todo, los metales queman, y los campesinos protegen sus cabezas con sombreros de paja. Yo no tengo sombreo, pues mi tupido pelo me protege porque soy un chaval con mucho pelo, como todos mis amigos, y cuando corro veloz con mi aro el aire ventila mi cabellera. No necesito sombrero de paja, pero sé que un día lo necesitaré cuando aparezca la calva como la de los mayores porque me lo ha dicho mi abuelo, entonces compraré un sombrero en la tienda de la Eulalia, cuando ya no pueda rodar el aro porque tendré que trabajar con el sol del verano, como mi padre, como mi abuelo.
Subo al carro de mi padrino Leandro que lleva los estarujos clavados en los tableros laterales y un tirabuzón de sogas colgando de ellos para sujetar la montaña de manojos de trigo que acarrearán hasta la era. Leandro pincha con la aguijada para avivar el paso, el lomo de las vacas moruchas que tienen unos cuernos más grandes que mis brazos, y tiran del carro algo perezosas, quizás porque hace mucho calor y el sol le tuesta la cabeza sin sombrero. Algunos campesinos se han dado cuenta que ellas también sufren con el calor y le han colocado un trozo de saco en el testuz. Ya he recorrido un largo tramo subido en el carro que es mi taxi y me bajo a la salida del pueblo. A la sombra de la casa de mi amigo Paco jugamos al castro que es un cuadro que trazamos en el suelo con un palo, con cuatro líneas rectas en el interior, que van de vértice a vértice en diagonal y de centro a centro. Luego Paco coge tres chinos como si fueran fichas y yo pongo otros tres de teja y comenzamos a jugar a ver quien es el más astuto de los dos. Pasan más carros chirriando con sus ejes porque es tiempo de acarrear los manojos a la era y Andrés que guía su yunta nos dice que por qué no estamos durmiendo la siesta con el calor que hace, que ya nos daremos cuenta cuando no podamos hacerla y tengamos que trabajar pero nosotros solo pensamos en jugar. Nos cansamos de jugar al castro y llega Maruja con las tabas, ponemos un saco estirado en el suelo y comenzamos a jugar. Solo pensamos en el juego durante las vacaciones escolares porque después hay que hacer los deberes y vendrá el invierno y no disfrutaremos tanto porque las calles se ponen blandas y muchas con barro y no podré rodar el aro porque además se quedan las manos tiesas del frío. Cuando me canso de jugar me voy a las eras para ver como levantan las parvas pero antes me detengo en la fragua para mirar como aguzan una reja. El herrero tira de una cadena que pende sobre su cabeza para activar el fuelle gigante que sopla para poner al rojo el carbón. Después saca la reja del fuego, añade a su punta un trozo de hierro al rojo vivo y lo pega dándole martillazos en el yunque hasta que se enfría y vuelve a calentarla en el fuego y poco a poco consigue sacarle una punta afilada. Me gusta ver como el herrero tuerce el hierro y hace lo que quiere de él cuando está al rojo. Paso por delante de la casa de la tía Paca y le pregunto si tiene sellos de la Argentina para el Domund y me dice que no, pero que estará a llegar alguna carta, pues son muchos los que emigraron de mi pueblo a la Argentina, como un hermano de mi abuelo. Estos sellos los recoge el cura para los negritos del África. Yo le he preguntado que qué hacen con esos sellos y me ha dicho que para que coman los negritos. Yo le dije que los sellos no se comen. Se echó a reír y yo también al verlo reír, pero me contuve enseguida porque no está bien reírse de los brinquitos de su barriga que además se infla cuando se ríe fuerte y parece que va a saltarle algún botón de la sotana. Me dijo que son los misioneros quienes sacan dinero con ellos y luego compran comida y más cosas para los necesitados. Eso si lo comprendo y seguiré pidiendo sellos por cada casa sobre todo de la Argentina, Venezuela y Cuba porque los de Franco apenas le interesan ya que hay muchos y no valen nada. Me gustan sobre todo los de Argentina que son muy variados y puedes ver al general San Martín, el Libertador, con un traje que nunca había visto, y las torretas de los pozos de petróleo,
y la Casa Rosada, y también los hay con el retrato de Eva Perón con el pelo recogido hacia atrás y es tan guapa como la Virgen Inmaculada que nos mira siempre desde su aposento en el centro del retablo de la iglesia.
Un día me dijo el maestro que cómo sabia lo del General San Martín y lo de los pozos de petróleo y todo eso si no lo dábamos en clase. Yo le dije que lo sabía a través de los sellos; arrugó una ceja y me miró con un aire raro.
Llego a la era donde está mi amigo Alejandro esperando que descarguen los manojos del carro. Ahora ya sé como hacen una parva. En el suelo van colocando los manojos en una hilera redonda hasta cerrar el círculo con las espigas mirando al centro. Dentro de esa hilera hacen otra, y otra, cada vez más pequeña y así hasta tupir el centro. Desde el carro, con un horcon, le van tirando los manojos hasta vaciarlo. Y así va creciendo la parva hasta tres veces o cuatro veces mi estatura. Después, arriba, la cierran formando una especie de cucurucho. Los manojos ahora los colocan inclinados con las espigas hacia fuera y queda inclinada como un tejado, pero de paja, así cuando llueva de tormenta el agua resbala y las espigas se secan enseguida cuando sale el sol y la parva nunca se moja por dentro. Las parvas que hace el Andrés son las mejor hechas porque le gusta mucho la albañilería y desde lejos se notan las suyas entre las demás de la era. Mi abuelo como no es rico solo tiene tres parvas: una muy pequeñita que parece de juguete porque puedo subir en ella y es de cebada, otra de centeno y la de trigo es algo más grande.
Cosecha lo justo para alimentar el caballo, las gallinas y un cerdo. El grano lo sube al sobrado, separado en tres montones, y en el de trigo mete las mejores manzanas del huerto porque dice que así no le entran gusanos y duran hasta el invierno, y es verdad. Yo he metido la mano para sacar alguna en invierno y dentro esta calentito y se conservan bien.
El reloj da las nueve y el sol acaba de ponerse. Me voy a casa a cenar y a preparar la merienda para mañana porque voy con mi amigo Alejandro al río donde guardan el rebaño de cabras sus hermanos. Allí en la balsa de Singuilina, junto al molino, nos subimos en unos haces de bayón y jugamos en la orilla, y atrapamos cangrejos, aunque a mi me da miedo desde el día en que uno me pescó un dedo con su pinza y las pasé canutas, pero nos lo pasamos muy bien. Pronto empezarán a trillar en la era y me lo pasaré aun mejor subido en el trillo. Estoy deseándolo.
Félix

01 agosto 2011

Lo primero es la salud



Estoy viajando cómodamente en el tren. Se yuxtaponen imágenes de paisaje que alternan con otras imágenes raras que no consigo definir. Una pareja se baja del tren. Son los príncipes o lo que sean, de Gales o algo así, que hemos visto en la tele no hace mucho. No me dicen adiós ni nada, y yo tampoco; ¡que les den! Me doy media vuelta en la cama y me despierto porque llevo desde que me acosté sufriendo los efectos de un resfriado infernal. La nariz es una fuente, los ojos me lloran, toso sin cesar y al toser parece que va a reventar la parte izquierda del cráneo, así que tengo ya en la cabecera una toalla bien espurreada. No es un resfriado cualquiera, es uno de primera. Son las dos de la madrugada y pronto serán las tres. Llevo dos horas así, aunque la verdad sea dicha, no sufro demasiado porque estoy un poco zombi; deduzco que el cerebro ha puesto en marcha la fábrica de endorfinas para que la realidad sea más llevadera.

Me siento al borde de la cama y me digo que debería escribir los sueños tan fantásticos que me acompañan, que tienen su aquel. Pero no tengo ganas ni fuerza, así que me vuelvo a tumbar y a seguir aguantando esta tormenta, porque están a punto de ser las tres y es justo el momento álgido de la noche. Y a partir de las seis la cosa se suavizará algo. Lo sé por experiencia.
Las tres, hora en que el cuerpo flaquea.
Trabajé durante cinco años en un centro hospitalario en Paris, en servicio de noche. Doce horas de trabajo, aunque trabajo, decir trabajo, no era; más bien era vigilancia, pero la noche es muy dura aunque se pase sentado. Una tarde- noche de tantas llegaba a las ocho, la enfermera me pasaba el relevo y me advertía, en este caso, que monsieur Chevalier había aguantado sorprendentemente todo el día pero que de la noche no pasaba. En efecto, a eso de las tres, monsieur Chevalier se despedía de este mundo y dejaba la habitación libre para otro. Pude comprobar que la mayoría de los fallecimientos se producían en torno a las tres, y sobre todo entre las tres y las seis. El hecho de trabajar doce horas nos daba derecho, por ley o convenio, a descansar tres horas en una habitación con una o dos camas plegables .Normalmente trabajábamos tres personas por servicio. La hora de descanso la repartíamos en dos turnos: uno de doce a tres y el otro de tres a seis .El primer turno era el preferido de todos, porque cuando te levantabas a las tres, te lavabas y te desperezabas enseguida. Sin embargo, el de tres a seis, el sueño era mas profundo y el despertar más pesado, más lánguido y tardabas más en recuperar el tono. Estaba claro que los ciclos te inducían a un estado u otro en función de la hora y que el organismo está sometido a esas vibraciones cósmicas de la noche. A mí que me gusta hurgar en el porqué de las cosas me puse a elucubrar sobre este fenómeno. Pensé que esto se debía, llegada la noche, a cambios del campo electromagnético donde gravita la tierra y a un sinfín de fenómenos cósmicos que sin duda influyen en la regulación de los ciclos en el organismo. Puede parecer una teoría fantasiosa, y quizás lo sea, no sé, pero tengo claro que hay algo que desconocemos. De todos modos, a nadie le interesará estudiar estos fenómenos porque morir a la una, a las tres o a las seis, supongo que da igual.
Quizá lo que escribo no interese mucho, porque todo el mundo sabe lo que es un resfriado aunque sea uno tremebundo como el mío.
Pero yo sigo ahí peleándome con él y son ya las seis y a partir de ahora aflojará algo. Como tengo fiebre y aunque soy reacio a tomar medicamentos, no queda más remedio que tomar un Paracetamol. Leo el prospecto, aunque casi mejor es no leerlo porque meten miedo los efectos secundarios. Este puede afectarte al hígado y te puede provocar una hepatitis que te deja patitieso. Sé que el médico me mandará antibióticos porque me huele que esto va camino de una bronquitis aguda, y esos sí que son de cuidado. Te pueden provocar mareos, vómitos, problemas psiquiátricos, convulsiones, diarreas, infarto, y muchas más cosas y te puede dar un telele que te manda sin contemplaciones para el otro barrio. A pesar de que el antibiótico es como una bomba de relojería, me lo tomaré porque no hay más remedio. Lo que dice el prospecto es verdad, y los laboratorios se curan en salud, primero ellos, por si acaso, aunque no conozcamos a nadie que haya palmado debido a los medicamentos, pero haberlos hailos.
La culpa de que lo que estoy contando la tiene el aire acondicionado de los autobuses de línea Madrid -Salamanca, Salamanca - Vitigudino y viceversa.
Días atrás, un domingo de madrugada, a las ocho, salí de Madrid con destino Salamanca en un autobús de línea regular. Viajábamos cuatro gatos, menos de la mitad de las plazas. Pasando Ávila me dice mi hermano Jose: ¿no sientes frío?
Si, me estoy quedando engarañado, le dije, sin advertir que engarañado es una palabra local de la infancia que significa más o menos encogerse de frío; pues vestía pantalón corto y camisa y el aire acondicionado empezaba a enfriar demasiado.

Voy a decirle al chofer que no lo ponga tan frío, le dije.

Disculpe, señor, el aire acondicionado enfría demasiado. Tocó con la mano derecha unos botones sin decir nada. Regresé a mi asiento pensando que todo estaba solucionado. Parecía que se atenuaba el frío. Pero media hora después, de nuevo comenzó a enfriar demasiado. Voy a volver a decírselo.
No merece la pena, me dijo José, en menos de veinte minutos estamos en Salamanca. Es igual, José, no me da la gana soportar este descontrol del aire, ni veinte minutos ni tres, y me levanté para volver a recordárselo.
El aire es demasiado frío otra vez, señor.
Está a treinta y un grados, dijo.
¿Treinta y un grados de qué? eso es la temperatura exterior, le dije. Volvió a tocar unos botones mientras seguía a lo suyo como si estuviera tocado de un golpe de luna; ni me veía ni me escuchaba.
No quise discutir más por no distraerlo. Al regresar a mi asiento observé que buen número de pasajeros se cubría el cuerpo con una chaquetilla o lo que tenían a mano.
¡Comodones, que sois unos comodones, no levantáis el culo del asiento así os quedéis congelados, que protesten los demás, que todos nos beneficiaremos, comodones!
Al bajar en Salamanca le pedí el libro de reclamaciones. No lo tengo, me dijo, pídalo en la taquilla donde expenden los billetes. Así lo hice. Expuse lo sucedido y me quedé con el resguardo.
A los pocos días recibí una carta de la empresa:”Aunque no nos encontrábamos presentes al ser atendido por el conductor, le rogamos no obstante nos disculpe, y con los datos que nos facilita procedemos a pasarlo al responsable y a la Dirección de Recursos Humanos…
Agradecemos que nos haya puesto en conocimiento estos hechos afín de actuar como procede…Atentamente.”
¿Quién ha dicho que no sirve de nada protestar? ¡Comodones!

En el 93 trabajaba en Salamanca. Me disponía a viajar hasta Ponferrada en un autobús de línea regular y antes de subir se me ocurrió comprobar el estado de los neumáticos. No creo que fuera por curiosidad, pues recuerdo que por aquel entonces hubo varios accidentes de autobuses, siempre con viajeros del Imserso, en todo caso jubilados: uno porque reventó un neumático, otro porque volcó en una curva, y en ese plan. Una de dos: o le ponían autobuses changados o chóferes zumbados. El caso es que muchos pobres jubilados dejaron de cobrar la pensión para siempre .

En mi ronda particular descubrí un neumático liso, completamente gastado, y los muy pillos lo habían colocado en la parte trasera donde lleva un par de ruedas de cada lado, pero en la parte interior para que no se viera. Reconozco que subí al autobús no sin canguelo y rogando a San Cristóbal. Esto no puede quedar así, me dije. Lo puse en conocimiento de la policía en Salamanca. A los pocos días me contestaron que el asunto estaba ya en manos de la Conserjería de Transporte de Castilla y León .Como pasaba, por razones de trabajo, delante de la estación de autobuses, pude comprobar con cierta alegría, pues conocía el número de la matricula, que habían cambiado la rueda peligrosa.
¿Que no merece la pena protestar? Comodones, que sois unos comodones, que no levantáis el culo del asiento así os congeléis, que protesten los demás, es más cómodo. Así nos luce el pelo.

Me libré del resfriado en el viaje Madrid -Salamanca pero a la vuelta ya no me escapé. El autobús de Vitigudino a Salamnca, a las cuatro de la tarde, hacia gala de su potente aire acondicionado. No le di mucha importancia. Me confié demasiado. Una hora después, en Salamanca empalmé con el enlace de Madrid. También me confié, pues ahora había previsto una chaquetilla, por si acaso, y no creí necesario protegerme. Craso error, pues hubo un momento en que sentía frio y vi como una señora de unos sesenta y muchos años se dirigía al conductor para advertirle del frío. ¡Menos mal! , ya somos dos a protestar. ¡Comodones!
Veo que andan por ahí los del 15 M; ¡indignez-vous ¡ Siempre vamos a la zaga de los gabachos. Nada, unos románticos que volverán a su guarida cuando llegue el invierno con el frío. A estos los políticos los torean bien.
Yo, en cambio, estoy más que indignado por el mal uso del aire acondicionado que te puede llevar a pasarlas canutas, como ahora que son ya las diez de la mañana y me quedaran tres o cuatro días ,como mínimo, para recuperar.
A pesar de estos calores, en lo sucesivo viajaré con la chaquetilla bajo el brazo para protegerme del frío en los autobuses, porque está claro que, lo primero es la salud. Félix.