25 febrero 2012

El pan del mendigo

En 1939 terminó la Guerra Civil y, acto seguido, como no podía ser de otra forma, comenzó el hambre, y lo que se denominó también como el “Año del Hambre” al conjugarse una pertinaz sequía con los destrozos de la guerra. Fue esa década de los cuarenta, por tanto, la más difícil, época de racionamiento y estraperlo. Y fue a finales de esa década cuando nací en pleno racionamiento. Aunque dicho sea de paso, en La Zarza y en aldeas limítrofes como la nuestra, sembrada de minifundios, siempre había algo que llevarse a la boca, aunque fuera poco, pues cada primavera el campo se plagaba de frutos que, a hurtadillas o no, saciaban nuestro estómago furtivo. De modo que los pobres, hambre como tal, no pasamos, pero hartura tampoco.
Ricos y pobres compartíamos nuestro destino sin acritud. Los pobres, llamábamos ricos a los campesinos que poseían una docena de vacas, un centenar de ovejas, gallinas y algún cerdo y las fincas necesarias para su sustento, es decir, aquellos que tenían ganado y cosechaban los frutos suficientes para comer todo el año; esa era su riqueza. Por supuesto, hoy con los mismos bienes, no gozarían de la etiqueta de “ricos” sino de simples campesinos autosuficientes, sin más. El grupo de pobres lo conformábamos gentes que no poseíamos ni fincas ni ganado, sobreviviendo con míseros salarios, teniendo, eso sí, una larga lista de deudas en las tiendas. Pero teníamos la mayor riqueza: la salud, la juventud, los ojos para ver, y a veces para llorar, las piernas para correr, la voz para cantar y el campo y la amistad para disfrutar plenamente; es decir que en tiempos de racionamiento, la felicidad, la que no está supeditada exclusivamente a lo material, era la aliada cotidiana de nuestra infancia. Para un chaval los conceptos de rico o de pobre lo definía el propio instinto; así para nosotros, los pobres de verdad eran los mendigos que deambulaban arrastrando sus harapos de pueblo en pueblo, porque nosotros teníamos padres, cariño, cobijo, y alimento, aunque escaso, pero a diario.
Era sobre todo en invierno cuando estas pobres gentes visitaban el pueblo al menos una vez al año. Me encariñé, puedo decirlo así, de un mendigo, reservado y de una humildad que destilaba sumisión por todo su ser.
Probablemente era su riqueza interior la que instintivamente me atraía tanto. Quizás rondara la cincuentena pero parecía un viejo rendido y desgastado por su aspecto desaliñado. Era alto y corpulento, con unas manos enormes que empuñaban el saco de la limosna con una facilidad pasmosa para echárselo al hombro. Vestía un pantalón de pana que no eran sino trozos de remiendos, sujeto a la cintura con una cuerda, agujereado en las rodillas y hecho jirones en la parte inferior mostrando sus tobillos desnudos. Calzaba unas botas de cuero retorcido y grasiento, con la suela medio despegada, atada con varias cuerdas y con el dedo gordo asomando en la puntera. Una camisa blanca que ya no lo era tanto, y un chaleco grasiento, desgastado y sin color, ceñían su tórax cubierto por la chaqueta de pana algo más entera que los pantalones. La boina también grasienta, impermeable al agua, cubría su abundante cabellera y adornaba el rostro poblado de una barba canosa de varios días. Tenia unas cejas espesas como cerdas de jabalí y unos ojos grises que iluminaban aquel rostro de aspecto rudo y tierno a la vez .Se llamaba Anselmo; eso le dijo a mi madre cuando se lo preguntó. Siempre viajaba solo, salvo algunas veces que se hacia acompañar por una mujercita de aspecto frágil y vivaracho, toda vestida de negro y que apenas le llegaba al hombro. Parecían entenderse a la perfección.
-¿Es su marido?, le preguntó mi madre.
-No, es un buen amigo
-¿Y por qué no se casan? , insistió mi madre.
-Porque quiero ser libre.
-Entonces, por qué viene con él.
-Porque es muy buen pedidor y todo lo repartimos de a medias. Solo lo acompaño cuando me veo muy necesitada, argumentó soltando una carcajada pícara y mostrando sus encías medio desdentadas. Nunca supimos como se llamaba porque él le decía siempre astuta: toma un trozo de pan, astuta; vámonos, astuta, y así. Desde luego parlanchina y avispada si que lo era.
De los mendigos que visitaban el pueblo, recuerdo un matrimonio con su prole, que dormían en un pajar los tres o cuatro días de su estancia. Pero lo que más me llamó la atención, del crío que entonces era, fue cuando la señora a la que llamaban la tía Chilila, le daba de mamar a un hijo que llevaba sujeto atado a la espalda. La mujer de treinta y muchos años mientras le seguía la prole mendigando, sacaba el pecho alargado y flácido y como si de un fardel se tratara se lo echaba por encima del hombro donde el crío, ya acostumbrado a esta postura, estiraba el cuello como polluelo en el nido recibiendo su ración, y tiraba del pezón como si fuera la teta de un pellejo. Los chavales mirábamos asombrados la increíble elasticidad de aquella teta que parecía estirarse como el chicle con toda naturalidad. A nadie sorprendía ya pero no era raro escuchar: Ahí va la tía Chilila con las tetas al hombro.
Nuestro mendigo Anselmo, así decía yo, nos visitaba siempre que pasaba por el pueblo. Él sabía que éramos también pobres y por consiguiente no buscaba una limosna, quizás fuera cariño lo que encontraba en casa.
-¿Se puede?, preguntaba dando unos toques en el cuarterón de la puerta.
-Adelante, le decía mi madre, pues ya lo conocíamos por su voz ronca, tímida y temblorosa, como si pidiera perdón por algo que no había cometido.
Avanzaba hasta la cocina donde estábamos mi madre y cuatro hermanos menores, calentándonos al fuego de la chimenea. Bajaba el saco lleno de mendrugos y lo dejaba en el escabel donde le hacíamos un sitio para que se calentara. En aquella cocina lóbrega donde la única luz natural se colaba por la chimenea, se recreaba una atmosfera de fantasía cuando las llamas se estiraban serpenteando e iluminando nuestras caras arreboladas proyectando las sombras bailarinas hasta el fondo de la cocina. Madre removía el caldero colgado de las llares, con patatas cociendo, mientras agradecía la visita a nuestro mendigo, como si fuera uno más de la familia.
-¿Qué tal le va la vida?, Anselmo, preguntó mi madre.
-Como siempre, ya ve, con el saco a cuestas, esa es mi fortuna, y que no falte.
-Eso le digo yo a los críos, rezo para que su padre no caiga malo y no nos falte su salario.
-Dios quiera que no, señora, usted tiene hijos que criar, a mi ya me da igual lo que me reserve el destino. Mientras hablaba y se frotaba las manos a la lumbre, no le quitaba el ojo al caldero.
-Qué suerte tiene, le dijo Julito, de conocer tantos pueblos, yo solo conozco el nuestro. Anselmo esbozó una sonrisa y le pasó cariñosamente la mano por la cabeza.
-Bueno, ya sabe que si le interesa le dejo el saco de mendrugos como hicimos el año pasado, dijo a mi madre sin mirarla.
-Si, madre, si madre, nos lo pasamos muy bien con los corruscos, irrumpieron a la par los dos más pequeños.
-Y ¿cuanto pide por ello?
-Lo que usted quiera, señora, como el año pasado, a la voluntad.
-Bueno, Anselmo, el año pasado le di dos pesetas, ¿le parece bien cuatro?
-Me parece bien, porque ¿qué hago yo con tanto pan?, así podré comprar una lata de sardinas, ¿no le parece, señora?
-Claro, Anselmo, porque corren malos tiempos y la gente que pudiera darle alguna chicha se la guardan para el pastor, aunque si hay quien podía ser algo más desprendido, pero ya ve, cada cual es como es.
-Bien lo sabe, señora, no siempre quien más tiene es quien más da.
-Aquí tiene las cuatro pesetas.
-Gracias. ¿le vacío el saco en algún lugar?
-No, ahora los crios van sacando los trozos y los meten en un barreño.
-¿Le puedo hacer una pregunta?
-Dígame. Anselmo.
-Es la primera vez que veo preparar la cena en un caldero.
-No es la cena, dijo madre riéndose como hacia tiempo que no la veía.
-Bueno, sí, es la cena, es cierto, pero es para un cerdito que hemos comprado, a ver si no se nos muere y podemos comer algo de embutido el año próximo.
-Pues qué suerte tiene su cerdito dijo mirando el caldero. ¿Podría probar una patata?
Claro, pero como son tan pequeñitas y destinadas al cerdo, por eso no le había ofrecido ninguna, dijo madre empuñando el cazo mientras sacaba unas cuantas. Se las presentó en un plato, le puso el salero y Anselmo con sus gruesos dedos ásperos le quitó la piel cuando aun humeaban y, sin esperar a que se enfriaran, empezó a comer mordisqueando a la vez un corrusco de pan.
Cogi el saco y comenzamos a sacar los mendrugos.
-Este que está bastante duro a la caldereta, para ablandarlo con agua para las gallinas. Este al barreño, que está blando y se puede comer. Este que aun no está muy duro para hacer sopas de ajo. Mi madre me confiaba la selección porque ya tenía experiencia de otros años.
-Mira, este se lo ha dado abuela Engracia, porque está refinado y es de panadería, y conozco su corte, en forma de media luna.
-Es cierto, Amaro, no se te escapa un detalle, confirmó mi madre.
La mayor parte de rescaños era pan de hogaza que la mayoría de las familias amasaban y cocían en el horno casero.
-Mira este, ¿a quien te huele?, le dije a mi hermano Julito acercándoselo a la nariz.
-No sé, pero me recuerda algo.
-¿No te huele a la casa de la tía Delfora, le dije?
-Si, huele a queso, es verdad.
-Y este huele a la casa de tía Facunda, y este a la de la tía Plácida, y este a la casa del cura.
-¿A ver, a ver? ¡Es verdad que huele a la colonia del cura!, se exclamó Rosita que husmeaba con Julito y Macario como si fuera una competición para adivinar la procedencia de cada mendrugo. Disfrutábamos a lo grande con tal diversión, mientras Anselmo, ajeno a nuestro recreo, degustaba sus patatas.
-Dame este que lo quiero oler yo, reclamaba Julito.
-No, que me toca a mi, replicaba Rosita, forcejeando con él.
-Ya está bien de juegos, el pan es sagrado y no se debe jugar con él, nos reprendió de inmediato mi madre.
-Y dime, Amaro, como puedes tu saber que tal o tal trozo procede de las casas que dices, me dijo madre sorprendida.
-Los conozco por la forma, madre, cada familia hace el pan de una forma, y además, también huele a la casa de cada cual, le dije ufano.
-Y ¿como lo sabes?
-Muy fácil, madre. Recuerde que he salido varias veces con Patricio a pedir de puerta en puerta con la zorra, la última vez con la que mató tío José. Cuando nos abren la puerta decimos: “Una limosna por haber matado la zorra para que no le coma más gallinas”, en esto sale la tía Delfora con las manos húmedas por el queso que estaba haciendo, con un trozo de pan en la mano y por eso su pan huele a queso, y en otras casas huele a berzas, o a tocino rancio, que bien podía, madre, ir de casa en casa con los ojos vendados y por el olor sabría en qué casa me encontraba.
-Pues si que tengo un tesoro en casa, concluyó madre riéndose.
Cuando íbamos pidiendo con la zorra, casi siempre con mi amigo Patricio, porque también ellos eran pobres, ya sabíamos de antemano la limosna que cada cual nos reservaba. La tía Eugenia nos daba un puñado de alubias, la tía Casiana un puñado de almendras, la tía Ángela un trozo de tocino, hasta que llegábamos a casa de la tía Lucila que nunca nos daba nada, por eso Patricio la chinchaba cuanto podía
-¿Da algo para la zorra? preguntábamos los dos mirándonos con guasa disimulada.
Salía al portal con su cara avinagrada, daba unas palmadas como si quisiera espantar las gallinas y nos decía:
-¿Qué demontres queréis? ¡Hala pa´hi ¡, a pedir a otro lugar, pedigones, que no sabéis más que pedir .
-Pues ojala mañana mismo le coma las gallinas la zorra, le respondíamos.
- Pero ¡qué diantre de rapaces!, si tienen el mismísimo diablo en el cuerpo, replicaba furiosa.
-Y usted es una roñosa y su casa apesta a cocido de berzas que se ve que solo come eso, y satisfechos de nuestra sentencia salíamos trotando hacia otra casa por si acaso salía a sacudirnos con la escoba.
Malos demonios os lleven! gritó asomando la cabeza por el hueco del cuarterón.
-Y a usted, ¡mal rasca la pele!, replicó Patricio volviendo la cabeza. Y atrás la dejamos refunfuñando y maldiciéndonos.
Anselmo seguía charlando junto a la lumbre con mi madre mientras nosotros terminamos de seleccionar el pan del saco, y apenas un cuarto era comestible a secas. Las dos terceras partes lo comerían las gallinas reablandado, y nos darían huevos a cambio, y con el resto, mi madre nos haría unas exquisitas sopas de ajo para desayunar durante varios días.
Anselmo, dio por terminada la charla con mi madre y se levantó. Cogió el saco con tres o cuatro mendrugos. Se lo echó al hombro y nos dio las gracias por la hospitalidad.
-Sabe que aquí siempre tiene la puerta abierta, le dijo mi madre.
Afuera, en la calle, me miró con sus ojos tristes, me puso su pesada mano en el hombro, hizo una pausa y me dijo: estudia mucho en la escuela, Amaro, no pierdas el tiempo, así podrás ayudar más pronto que tarde a tu madre. Fue nuestra despedida; la última. Me quedé observando su deambular cansino, mientras se alejaba cabizbajo calle arriba, ligero de equipaje, con el saco ahora casi vacío.
Las golondrinas volvieron y anidaron de nuevo en la chimenea, pero Anselmo nunca volvió con su saco lleno de mendrugos y de sueños, con el que tanto disfrutábamos. Algo grave le ha ocurrido dijo madre, quizás una enfermedad, o a lo mejor Dios lo ha llamado a su lado para dejar de penar por este mundo, concluyó enjugando una lágrima.
Gracias a Anselmo supe que no éramos pobres, nos hizo felices con su saco de pan, por eso Anselmo fue y será parte inseparable de mi infancia, y en mi pensamiento pervivirá como un hombre bueno, a quien la posguerra le deparó, sin embargo, el más aciago destino.
Félix.

20 febrero 2012

Luces y sombras



Sabemos que la luz es fuente de vida, pero también fuente de arte cuando proyecta sombras caprichosas que espontáneamente se transforman en eso: arte. Es lo que ocurrió una tarde en el centro de salud donde trabajaba en Madrid. Como todos las tardes, entre las seis y las siete, me tomaba un respiro par relajarme en la sala de descanso y tomarme la manzana, el yogur y el kiwi habituales (¡vitaminas, chicos/as, vitaminas!)
Nada más entrar en la sala observé un vaso abandonado en la mesa por comodones que utilizan las cosas y no las recogen, (¡quien no tiene esta experiencia!). A menudo esto me cabrea pero esta vez, y sin que sirva de precedente, como se suele decir, agradecí al comodón su pereza porque los rayos horizontales del sol conferían a aquel vaso unas sombras que me cautivaron. Ese día tenía la cámara en mi mochila, así que volví aprisa a mi consulta para recuperarla y sacar unas fotos antes de que los rayos del sol cambiaran de incidencia. Por la estrecha ventana se colaban los rayos proyectando una estrecha franja de luz sobre la mesa. La foto no es que tenga mucha calidad, (debo tener alguna mejor por ahí extraviada en algún archivo), pero permite al menos disfrutar de esos dibujos fantásticos que los rayos del sol han dibujado magistralmente a través del vidrio. Aproveché los utensilios de cocina para hacer la siguiente composición. Los rayos del sol hicieron el resto. La naturaleza nos ofrece estos momentos llenos de magia y fantasía, y además gratis.
Amplié esta foto (muy apreciada, por los/as compañeros/as) y allí quedó colgada en la sala como recuerdo de un momento que la naturaleza nos brindó: una obra de arte a domicilio. Félix.

13 febrero 2012

El dia de San Juan y la hoguera

En mi calle, que reunía todos los ingredientes para ser feliz cuando éramos chavales, la hoguera de San Juan cumplía con el ritual en el que participábamos todos los del barrio. Como es sabido, los tomillos que tapizaban las calles al paso de la procesión el jueves de Corpus, (porque cada fiesta se celebraba en su día, no como ahora que se ciñe más a la rentabilidad o no del festivo, en numerosos casos), los tomillos, decía, transcurrida la procesión, bendecidos por el sacerdote, se recogían y se guardaban hasta la noche de San Juan para ser pasto de las llamas. Para mí, el día de San Juan representaba otro de esos días mágicos; bastaba escuchar a las abuelas para convencerse de ello.
La víspera, mi abuela Pepa que era muy devota, me había advertido:”Si quieres ver bailar al sol maña tendrás que madrugar mucho, yo te acompañaré y el sol bailará para nosotros dos.”Tanta fue la ilusión que despertó en mi tal acontecimiento que fui corriendo a contárselo a mi madre.
-“Madre, mañana me despierta a las seis”
-¿Para qué quieres madrugar tanto?
-Para ver bailar el sol porque abuela me ha dicho que solo baila el día de San Juan, y este año no me lo quiero perder.
-Te llamaré, pero estoy segura que te darás media vuelta en la cama y te olvidarás del baile, como el año pasado.
-No, esta vez se lo he prometido a la abuela y lo cumpliré.
Al día siguiente mi madre me llamó pero el sueño me pudo y di media vuelta en la cama.
-Venga, desperézate, que es la última vez que te llamo, insistió. Hice un esfuerzo para incorporarme. Permanecí sentado al borde de la cama con los ojos cerrados, pero esta vez no podía decepcionar a mi abuela, así que tras frotarme los ojos me levanté de un salto. Me lavé la cara en la palangana, y ya refrescada la mente también, emprendí el camino hasta el Cotorro donde vivía mi abuela y por donde precisamente salía el sol.
Debía de ser en torno a las seis y media. La agradable temperatura permitía llevar solo camisa. Respiraba profundo la pureza de los aromas que destilaban a mi paso las plantas y flores de los huertos. Los gallos ya hacia rato que lanzaban sus quiquiriquís anunciando el día mágico. Las calles estaban desiertas y solo algún pastor salía camino del aprisco con su cayada bajo el brazo y una lata con el canil para el perro. “Qué bonita y qué limpia es la mañana antes de que salga el sol”, me dije saboreando el entorno.
-“Creí que no vendrías, el sol está ya a punto de salir”, dijo mi abuela dándome la mano para subir los cincuenta metros de la loma desde donde se avistaba la salida.
-Apenas aparezca en el horizonte hay que mirarlo fijamente y cuando haya salido del todo, unos segundos después, hay que dejarlo de mirar porque daña a la vista, me dijo mientras lo esperábamos.
Asomó la cresta, gigante como nunca lo habia visto y rojo como la yema de un huevo. Me centré en él, sin hablar, sin pestañear, casi sin respirar, para verlo subir despacito mientras se iba tornando dorado, y cuando ya apareció redondo como una oblea entonces empezó a bailar. Eran un temblor que se percibía muy nítidamente. Ese temblor era el baile. Me abracé a mi abuela y le di un beso por haberme hecho descubrir tamaña maravilla. Tanto me cautivó aquel fenómeno, que pasé un largo tiempo preguntándome el porqué, hasta que con los años descubrí que la ilusión se producía al mirarlo fijamente en una atmósfera determinada.
Hacia las diez de la noche, en el centro de la calle se amontonaron los tomillos para la hoguera.
-Sabes, Alejandro, esta mañana he visto bailar el sol, ¡qué botes pegaba, macho!
-¿De verdad?, ¿como Emiliano cuando baila la jota?
-Más que él, te lo juro, no sabes lo que te has perdido.
Todos los chavales revoloteábamos como enjambre revuelto en torno al montón de tomillos esperando que prendieran la hoguera. Las personas mayores; la tía Salvadora, la Emilia, la María, todas esperaban ansiosas, incluso la tía Manuela y su marido el tío José el “Matorro” con sus setenta años a cuestas, comenzaba a desenrollarse los dos metros de faja que siempre llevaba liada a su cintura, para combatir el dolor de riñones y el reuma o la reuma como él decía.
Santiago, el “herrero”, prendió la hoguera y el humo denso comenzó a elevarse perfumando toda la calle. El tío” Matorro” entregó la faja a su mujer y puso los riñones frente a la hoguera, pero el humo se iba para la otra orilla. Cambió de sitio y el humo también, así por tres veces mientras los chavales nos reíamos por la burla del humo. Al final, no se movió más y por fin le llegó el humo que invadió todo su cuerpo, tanto, que su mujer tuvo que tirarle del brazo por temor a que se asfixiara.
-A ver, ese que tiene almorranas, que se baje los pantalones para que le de el humo, lanzó Marcelo con guasa, haciendo estallar un gran jolgorio.
-Tú, me dijo la señora Manuela, rocíate de humo, anda.
-A mi no me duele nada, le dije.
-Pues bien que llorabas el otro día del dolor de muelas.
-Es verdad, pero esto no quita el dolor de muelas y es muy difícil meter el humo en la boca.
-Pues pon solo la cara, y ten fe, ya verás como hace efecto.
Los comentarios sobre las propiedades curativas del humo no cesaban y cada cual intentaba impregnarse de él hasta el año siguiente. Los chavales en fila india, cuado ya solo quedaba el rescoldo, íbamos saltándolo para terminar la fiesta. Alguien dijo que las cenizas también tenían propiedades curativas, así que llegó María con una caldereta y el badil para recogerlas y esparcirlas entre las lechugas del huerto.
Así terminó el día de San Juan y su hoguera. Cuando me acosté, recé las oraciones que me había encomendado mi abuela para dar gracias a Dios por haberme permitido disfrutar plenamente de ese día tan mágico, y fue así que me quedé placenteramente dormido.
Félix.