06 diciembre 2015

El roble ambarino de mi pueblo



                           

El roble ambarino de mi pueblo, por ahora en diciembre, anuncia la fiesta navideña y se suma a ella vestido de luces; el ambarino, su colorido último, que es otra forma de renacer.

El roble es el árbol emblemático de mi pueblo. Por donde quiera que  vayas, los robles te acompañan. Es un roble rechoncho, que se ha distinguido por su resistencia a las intemperies, que ha nacido para quedarse, así sea entre lastras donde sus raíces flirtean con las piedras y cantos rodados que aprisiona entre sus tentáculos para subsistir.  Se ha batido con las cencelladas, con la nieve y el hielo, con el cierzo, con el estío sofocante y guerreado con la sequía pertinaz, nunca se ha amilanado, y triunfó. Por eso su madera es dura como el pedernal, parejo a su prima hermana la encina.
Es nuestro roble; rechoncho, señorial en su juventud y achacoso en su vejez que, sin embargo, su cuerpo arrugado, resquebrajado por dentro, da cobijo a colonias de hormigas que encuentran en sus entrañas la protección en un ambiente climatizado: es un roble solidario.
No es roble de madera para hacer toneles, no, para eso está el roble francés, que es más corpulento, más altivo; ya se sabe: los franceses son así. Pero nuestro roble cumple con creces su misión. Siempre nos acompaña: Desde la cuna hecha con su madera, hasta en la despedida de este mundo, de cuya madera, el tío Juan “Carretero”, hacedor de carros y excelente carpintero, conseguía unas tablas para el féretro, a falta de madera de pino.
 De modo que nuestro roble nació para morir con nosotros. Que el invierno se ponía terco y montaraz, ahí estaba el roble proporcionando leña para la lumbre, para el horno, para hacer cisco, madera para los anaqueles en la cocina, para el tajo donde se sacrificaba el cerdo, para el escabel de la cocina, para tajuelas y artesas. Siempre el roble salía al paso para aliviarnos nuestro paso en el tiempo.
En la primavera se vestía de verde roble, claro está, y sus ramas daban cobijo a las aves, las tórtolas anidaban y criaban sus pichones, y alzaban el vuelo triunfantes, aunque no siempre, porque los chavales más de una vez le hurtamos un polluelo para admirar su corbata de adulto en la jaula.
En verano el roble con su  frondoso ramaje, proporcionaba sombra a los segadores donde encontraban el frescor reconfortante a la hora del almuerzo reparador: cocido al canto, queso, chorizo y lomo.

En septiembre alumbraba su fruto, el verde bellota despuntaba en sus ramas, bellotas para los chanchos, como decía mi abuelo Ángel a los cerdos, que así se llaman también. De modo que nuestro roble, antes de  despedirse para hibernar con nosotros, nos ofrece su último aroma, su último traje de luces: es nuestro querido roble ambarino.