11 diciembre 2021

NOCHE DE LUZ, ALEGRÍA Y PAZ

Ahí estoy en la foto, asomando por el cuarterón de la puerta que me alumbró al mundo, puerta tosca de roble eterno que durará más que yo si no la desguazan, porque está al abrigo de la lluvia y del sol bajo el cobertizo, de modo que el interior de la estancia sin ventanas era oscuro como una mazmorra. Hoy es una cuadra, y acaso antes de que yo naciera, también. Pero se transformó en vivienda de pobre, “un Portal de Belén”, dijo mi abuela Pepa, porque al nacer me adelanté dos semanas al día de Navidad. “El reloj del torreón acababa de dar las tres de la madrugada cuando me puse de parto”, me dijo un día mi madre, cuando yo quise saber los pormenores de aquella noche gélida de diciembre, “pocos días después cayó una buena nevada”, añadió. Hoy, 5 de diciembre de 2021, han pasado exactamente 74 años, minuto arriba, minuto abajo, de aquella noche glacial y candente, y de luz de candil, y de alegría y de paz que celebro, y puede que en la memoria de mis células siga impreso el recuerdo y me agradezcan el buen trato que les he dispensado, que nos hemos dado. El tiempo es algo volátil, muy difícil de medir en la densidad del universo, por eso he hecho un ejercicio aritmético para calibrar su amplitud. He traducido los 74 años en minutos y me da la escalofriante cifra, si no me equivoco, de 38.361.600 millones de minutos, pero si contabilizo los latidos del corazón a razón de 60 por minuto, sale la cifra mareante de 2.301.696.000, fantástico, sublime relojería, o sea que se ha portado como un jabato este músculo al que rindo culto, lo que me alienta a homenajear a ese otro yo interior que me ha llevado hasta hoy en volandas. Dejando atrás el minutero y el tictac del corazón, voy a sumergirme en lo tangible, en lo palpable, en el alma de quienes aquella noche sufrieron, “parirás con dolor”, le dijo Jehová a Eva al desterrarla del Paraíso, me cachis, que mala baba. Pero al lado de mi madre estaban mi padre, mi abuela Pepa y, sobre todo la Tía Vicenta, la partera. Mi hermana, la primogénita, con un año más que yo, dormía placenteramente en su cuna ignorando que había de cedérmela al poco tiempo, cuando mi madre dejara de calentarme con su cuerpo en la cama de matrimonio. No sé si había electricidad en la morada, en el mejor de los casos una bombilla ruin de 25 vatios que se peleaba con el candil. Tal vez mi abuela hubiera añadido uno o dos vasos con lamparillas en aceite para alumbrar al alumbrado, y mi padre se hubiera apresurado, como es lógico, a encender el fuego para calentar el agua para lavar y adecentar lo inmediato de la escena; lavar las manos de la partera, lavar al niño “hay que ver cómo guarreabas, qué ganas de salir tenías”, me dijo mi abuela cuando me acogía en su regazo recordando estas anécdotas. Y, tras el lavado, la Tía Vicenta dejaba todo en su pulcritud virginal. La Tía Vicenta era pequeñita, poquita cosa, como decíamos, pero inmensa en su talento y en su corazón, afable y comedida. A cualquier hora del día, y sobre todo de la noche, estaba lista para salir de casa con sus herramientas de paritorio que no eran sino sus manos, el jabón, algún lienzo suave y blanco, hilo y tijeras. Ahora pienso que las tijeras han sido uno de los grandes inventos a las que no les damos la relevancia merecida. Sus pequeñitas manos le permitían desentrañar rápido y con pericia el cordón umbilical a veces envuelto al cuello amenazando asfixia, manos para asir lo casi inasible, llegando allí donde otras manos más gruesas tropezaban. Tenía, en su vejez, que es de cuando la recuerdo, una piel suave y la punta de los dedos algo encorvados, como si la naturaleza los hubiera diseñado para atrapar las cabecitas que se negaban a salir; un fórceps acolchado y cálido. Tenía un bigote señorial y unos pelillos más largos y ensortijados en los extremos. También en eso era única, y respetada, porque ¿quién no le era deudor de sus impagables servicios, de noches desapacibles con final feliz? Junto a la casa había una cuadra donde dormían las ovejas, y es de suponer que nací entra balidos de corderos pues, al acercarse la Navidad, serían vendidos; carne fresca de recental para los pudientes de la ciudad. Enfrente había una cuadra con dos o tres marranos y sus correspondientes pulgas. El aire de aquella noche debía ser puro y cortante como lo es ahora por estas fechas, y sí echo de menos los balidos de corderos, los gruñidos de los cerdos y las pulgas saltarinas; lo de las pulgas es para salpimentar el relato. Pero no es menos cierto que aquel bullir de la pobreza fraterna y entrañable, envidiada a veces por algún pudiente que solo se regodeaba en la desventura ajena, contrasta poderosamente con el silencio sobrecogedor actual de las viviendas sin gente, de cuadras sin animales calentándose mutuamente, de calles cimentadas sin huellas, del viento desamparado bramando inútilmente su soledad en el tendido eléctrico, igual que azota la lluvia los cristales de las ventanas sin respuesta: toda noche es callada porque ya no nacen niños y la lluvia resbala por el pavimento en un siseo mustio como llorando su destierro; no hay olores fuertes y densos como los que emanaban de las cuadras, a veces algo repelentes, pero menos que las cloacas de la modernidad, porque aquellos olores eran otras tanta señas de identidad de nuestro mundo: en esa cuadra los marranos del tío Celestino que le echa en la pila salvado con patatas, en la de más allá la mula del Ramiro, que cuando no está harta de arar, suelta coces, luego el corral del tío Epifanio donde guarda el rebaño de ovejas ,una negra y tuerta que da mucha leche, dice alabándola, al lado, el gallinero de la Piluca que tiene un gallo que acompaña a las campanadas del torreón cuando da las seis y aun es de noche, y así sucesivamente se podía caminar sintiendo la presencia de esos animales con su olor característico, olor que no nos parece repulsivo, sino agradable, porque esos olores son sinónimos de leche recién ordeñada, y de cuajada y requesón postreros, de cerdo cebado que nos dará jamones y buen chorizo, de ovejas que nos abastecerán de lana para hacer calcetines y jerséis y bufandas, y de gallinas que ponen el par de huevos para el desayuno, todo tan fresco y saludable, todo ese mundo que planea en mi mente al relatar la noche de mi nacimiento ya no existe, porque todo se vende en la tienda manufacturado, elaborado con conservantes y otras porquerías, porque la modernidad es eso y más cosas que nos traen confort, pero que también consumen nuestro tiempo, nuestros nervios y paciencia por querer ir más deprisa y abracar más. Aquella noche comenzó en el minutero la cuenta atrás, al compás del universo, y van 74. Afuera, la luna de plata helada espejeaba sobre los tejados; los cochinos de enfrente roncando a pata suelta en familia; los corderos acurrucados al calor de sus madres después de haber mamado, como yo que ya había aprendido donde estaba el pezón, guiado por el olfato y el tacto, y mi madre de costado en la cama, apretujándome sobre sí con su brazo derecho, con suavidad, y al cambiar de postura, amparándome con el brazo izquierdo, en la oscuridad de la noche, a veces con la llama del candil temblando y la torcida moqueando. Cuanto amor destilaba una noche así, cuántas ganas de vivir la vida. Ahora me paro, no quiero correr, ir más de prisa ¿para qué? Estos 74 años quiero llevarlos con calma, sosiego, saboreando unas patatas meneás o a la riojana, y una tarta, compartiendo saludos y abrazos con mis amistades, alguno muy efusivo como el de aquella joven tan vital ella a su dieciséis primaveras, y que el destino nos separó 54 años, destino que nos ha regalado el reencuentro, con salud y riendo y tomando una copa y aflorando las ilustres arrugas del tiempo vivido y disfrutado; abrazos algunos virtuales, pero no menos saludables que el resto de caras donde brota la amistad y la bonhomía. Me asomo a esa puerta que se me abrió al mundo con una especie de nostalgia y orgullo a la vez por el deber cumplido: sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, todo obrado con humildad, y por haber surcado caminos llenos de trampas sin caer en el abismo, por haber sorteado, como todo hijo de vecino, los cantos de sirena que te envainan para aprovecharse de tu trabajo, miro el cielo azul, el horizonte sereno, recuerdo los amigos que se fueron, los que ya no están, los que llegaron por azar, porque así estaba escrito, pero sobre todo, me acuerdo de la Tía Vicenta y su voz cálida y ronca, su vestimenta negra impoluta, el pañuelo en la cabeza, sus ojos negros de un destello entre pícaro y amoroso, ella que mientras pudo y la vejez le entregó el testigo a la Tía Lumi, la otra excelente partera, nunca faltó a la cita para ayudar a traer al mundo al que pedía paso para seguir con el legado de sus padres y abuelos, y así se va escribiendo la historia de cada cual. La mía, lo que siguió a aquella noche, en el siguiente capítulo. El mundo es un sueño que vamos adaptando a nuestra medida, lo único cierto es que la Tía Vicenta me ayudó a nacer y me puso en el buen camino. Gracias, Tía Vicenta.

23 octubre 2021

EL NEGRO EN LA ERA

No sé si el color negro es el de la vida o el de la muerte. No sé si el color negro es el del silencio o el del llanto. No sé si es una costumbre, o un callar la miseria, o una lucha interna. Miro la foto y descubro en esa mujer de negro la lucha por la vida, la nobleza del alma, la fuerza interna, el arte de sufrir con arte, el arte de cribar el pan soñado, el arte de empuñar fuerte con manos gruesas de años cansados el cedazo por donde pasan los fríos y calores de todo un año. Sufriendo con el vestido negro, blanco de harina postrera, rojo de pimentón en la matanza del cerdo, negro esperanza en el bautizo blanco del niño que reirá con la madre en la era color paja, color trigo, color pardo de mula flaca, color fuego de crepúsculo encendido, color negro de vestido negro que criba los segundos del sudor resbalando por la frente. Negro vestido de noche estrellada, negro , blanco de amanecer de pan blanco cribado en la era con vestido negro. Cuando yo era niño encontraba en el regazo del vestido negro de mi abuela el cariño rosa que me acogía. Ahora sé lo que significa ese negro: Es el arte de cribar el blanco y negro de la vida.

22 junio 2021

A mi primo Adolfo Carreto

· Artículo que en mi blog dediqué hace cuatro años a mi primo del alma, Adolfo Carreto, cuatro años después de su prematuro e inesperado fallecimiento un dia como hoy, 22 de junio de 2008. Van pasando los años y seguimos pasando porque lo nuestro es pasar, como dijo el poeta. Tu ausencia (hoy cuatro años ya) se hace pesada aunque solo a ratos ,porque de vez en cuando me sumerjo en tus escritos y siento a través de ellos tu sonrisa y tu modestia cuando comentábamos algún tema de los que hace más de cuarenta años escribiste con la ilusión de la juventud, con la ilusión de poder cambiar las cosas, o al menos de intentarlo, sabiendo que el mundo gira a su bola y nada podemos cambiar en el fondo, solo informar ,denunciar ,apoyar a los más humildes como hiciste siempre sabiendo que solo el calor humano, el cariño y la esperanza que suscitabas con tu apoyo a los abandonados a su suerte, era lo máximo que se podía ofrecer. Por eso y por muchas cosas más, siempre estaré orgulloso de ser tu primo, y seguiré conversando contigo de esta otra manera que el destino nos impuso. Por eso he querido recordar uno de los muchos artículos que escribiste allá por los años setenta, cuando la televisión comenzaba a encandilarnos con sus mensajes y sus imágenes encantadoras ,pero como bien analizaste ,no exentas de ideología para imponer, a la postre, la forma de vida que deberíamos copiar y hacernos soñar en una libertad condicionada. Félix “ El producto de la T.V es usted mismo”. “Resulta que usted paga por algo que no ha elegido. Bien. ¿Y qué? ¿No es acaso éste el precio que exige la sociedad de consumo? Comprar lo que las empresas producen para satisfacer las necesidades que ellos nos han impuesto. ¿Complicado? No. Sumamente simple. Usted también es producto de la televisión. -piensa como la televisión quiere que piense -ama, como la televisión desea que usted ame -odia, lo que la televisión se empeña en que usted odie -rechaza, lo que la televisión programa para que usted rechace -y aplaude con la intensidad que manda aplaudir la televisión. ¿Verdad que usted hace todo esto y sin embrago nunca le han colocado un frío revolver en el lado izquierdo de la nuca para que beba Pepsicola, fume Vicerroy, vista Crilenka, viaje en Ford, escuche música en Nacional, se libere con los Blue Jeans y siga pensando todavía, TODAVIA, en los Beatles? Usted no puede quejarse porque todo se lo dan a mano. Avon llama a la puerta de su casa, y usted, por supuesto, le abre. Si tiene dinero beba Old Parr. Y si no lo tiene, piense:” Eso es para los que tienen dinero.” Porque, eso si, usted debe hacer las cosas con tal de que sean Old Parr. LA IMAGEN TELEVISIVA ES UN PRODUCTO IDEOLOGICO. La imagen es un producto. Pero más que un producto económico es un producto ideológico. Más que neveras, salchichas playas doradas, apartamentos al otro punto cardinal de su casa…van a venderle ideología. Con una regla de tres muy simple: que la ideología que usted compra la paga comprando también los productos. En imágenes, usted compra todos los días un mundo:”el bueno.” Y usted rechaza todos los días otro mundo:”el malo.” Fundamentándose en hechos tan moralmente universales, la televisión le dice:”Quien roba es un ladrón.” Y usted no duda de esta verdad. Y entonces llegan las imágenes. Alguien robó en la empresa. Alguien robó en el Banco. Alguien robó en la Quinta del Barrio Rico. Y comienza la acción. Nuestro objetivo es perseguir a los ladrones. Son una amenaza para la sociedad. Es lícito matarlos. Es necesario matarlos. Hoy me robaron a mí. Mañana pueden robarle a usted. ¿Cierto? No. No es cierto, amigo. Hoy me robaron a mí porque yo tenía algo digno de ser robado. Mañana no le robarán a usted porque usted no tiene nada digno de ser robado. Usted vive en el barrio de los ladrones, en las afueras de las ciudades, en las afueras pobres de la s ciudades ricas, no en las afueras residenciales de las ciudades ricas. Y usted tendrá que odiar a los ladrones, vecinos suyos, compañeros suyos de liceo, si es que tuvieron oportunidad de ingresar en el liceo. Toda la policía del mundo es efectiva. No está corrompida. ¡Ja, ja, ja! Protege al inocente. ¡Ja, ja, ja! La policía es efectiva y da caza al ladrón. Ya lo tenemos en la pantalla. Cara desgarrada. Mal vestido. Mal comido. Con barbas y pelo al aire. Mal vestido. O bien. Según la sociedad en la cual el ladrón se desenvuelva. Pero nunca mejor vestido que aquel a quien ha robado. Ya lo tenemos ahí. Siempre había sido buscado por la policía. Desde que nació tenía antecedentes penales. Cuando le sacaron la fotografía y le pusieron un número debajo ya se sabía su destino: la cárcel. Ya hemos aprendido a odiarlo. Lo robado es devuelto a su dueño. Justicia. ¿A su dueño? Pues claro, a su dueño. Porque la imagen ha conseguido demostrarle que ese “buen hombre” con lujoso carro y lujoso traje, y lujosa quinta y lujosa señora, y lujoso color de cara, y lujosos cuadros en las paredes de sus casas casas casas ese buen hombre ha sido objeto del atentado de un criminal. Hay que deshacerse de él. Es justicia. Y la policía cumplió y restableció el orden. El “buen hombre” podrá seguir disfrutando de sus cuadros en sus casas, de su tranquilidad en sus playas, de sus lujosos trajes, de sus lujosas quintas, de su lujoso color de cara y de sus lujosas queridas. Se ha restablecido el orden. Ya podemos seguir robando.” (Adolfo Carreto

28 mayo 2021

¿POR QUÉ CANTAN LOS PÁJAROS?

Yo no sabría decir el motivo. Probablemente por muchas razones. Primero para comunicarse entre ellos, luego para cortejar a la pareja, también para prevenirla de posibles depredadores mientras incuban y un sinfín de motivos que desconozco. Llegados a este punto me pregunto por qué no hacemos nuestras tareas cantando. Antes se hacían, los que somos de pueblo lo sabemos: cantaba el albañil en el andamio, el pintor pintando, el yuntero arando, el pastor con su rebaño, la alguacila pregonando “ha llegado el tío del barato, quien quiera comprar peces buenos, vivos y baratos, en la plaza del pueblo está el pescadero”. Cantaba el cura y los fieles en la misa, soltaba un taco el herrero, “me caguen la…casi me quemo”, pero luego cantaban el yunque y el martillo y así podría seguir hasta escribir diez páginas sobre el cante que se fue porque ya no se canta así sea harto de vino. De modo que una mañana más he salido en busca del cante que solo la primavera y poco más, nos regala estas melodías por los caminos de mi pueblo y de otros limítrofes, aunque en mi pueblo, un poquito más. Esta mañana la protagonista es la oropéndola, aupada por otros pajaritos más pequeños que repiquetean con sus trinos de poca intensidad pero de una belleza sublime. El ruiseñor ha hecho dos o tres pequeñas incursiones, pero era otro ruiseñor, no el que yo conozco, pues debía están incubando esta mañana, “goreando”, decimos en mi pueblo, qué bonita palabra “gorear”. La oropéndola es para mi la luz entre las luces del boscaje, es una artista trenzando su nido en la punta de una rama donde no llegan lagartos ni otros bichos. El canto de la oropéndola es también dorado, como su plumaje, obsérvenla, presten oído, timbre envolvente, engolado, sin estridencia alguna, sobrio y señorial, relajante, amistoso, discreto, casi voluptuoso invitando al sosiego. Esta mañana he sido un privilegiado porque ella me ha dedicado un buen rato de placer, solo captado de forma efímera con mi rudimentaria cámara. Sirva este corto documento sonoro para hacerse una idea de lo maravillosa que puede ser la vida cuando discurre cantando.

22 mayo 2021

CONVERSANDO CON EL RUISEÑOR.

Es grato ver como la única ave que prospera por estas tierras del oeste salmantino, sobre todo en mi pueblo, es el ruiseñor. Todo un señor. Cada año hay más. En gran parte debido a que su nido es de muy difícil acceso a los depredadores aprovechando el denso entramado del ramaje de espinos y zarzales. Así que es una excelente noticia que el rey del cante sobreviva a los depredadores de todo pelaje. El resto de las aves que acunaron nuestra infancia, anidando a veces cerca de las viviendas buscando compañía, están desapareciendo en gran medida por culpa del hombre: Los petirrojos que llamamos pimienteros, los jilgueros que cazábamos con liga para llevarlos a la jaula, los verderones, con el mismo fin y otros muchos pájaros casi desaparecidos. Vivimos obcecados por el consumismo y esto lleva a roturar y allanar la tierra para conseguir más rentabilidad, campos yermos en verano, ni un bicho, todo muy limpito, diáfano, pesticidas e insecticidas a tutiplén, arboleda diezmada, aguas subterráneas sobreexplotadas, fuentes desaparecidas, todo muy limpio. Ya sé que aún existen lugares donde la naturaleza puja con fuerza, pero es más la desforestación, la quema, el abuso de los acuíferos que lo contrario. Por todo eso y por mucho más, he encontrado cada mañana en el canto del ruiseñor un alivio, me he alegrado de ver que él sigue procreando, me he detenido junto al regato Valdemayas donde me espera da mañana entre el ramaje, nos saludamos, y él parece que se alegra también ,porque su canto recobra intensidad y brío, belleza en su ejecución. Después me despido “hasta mañana”, le digo, y él responde con su lenguaje “hasta mañana”. Todo está conectado en el universo. Lo importante es saber captarlo y disfrutar de ese momento efímero sea él. De modo que he dejado este documento sonoro como testigo de ese momento fugaz, pero intenso. Nada más.

07 abril 2021

AL RITMO DEL CREPÚSCULO

Hoy podía ser un día cualquiera, y de hecho los es; un primer martes después de Pacua, uno de tantos, ¡cómo pasa el tiempo!, decimos cuando nos guiamos por referencias, como la Pascua, por ejemplo, porque sin ellas, seríamos como las aves, como la fauna en general. Pero hay momentos fugaces que despiertan a uno de la modorra cotidiana, como acaba de ocurrirme hace un rato, y por eso me he puesto a escribir estas sensaciones que de súbito me invadieron. El día ha sido soleado, casi caluroso en las horas centrales, los árboles frutales han desplegado su flor para ser preñada por los insectos que se dedican a esos menesteres. Queda en el ambiente un aroma cálido de toda esta flora ( en los pueblos es muy perceptible por la pureza del aire), aroma que va decayendo, aunque no tanto, a medida que el sol se esconde en el horizonte, para despertar súbitamente y dar entrada a la noche con algarabía de perfumes. Es en ese cambio de tercio bajo el empuje del crepúsculo cuando nada es igual que antes. La esencia de la naturaleza se yergue para dormitar poco después. Luego de cenar salgo al huerto (en mi pueblo), huerto amplio alejado de las viviendas, escoltado por un pequeño regato que solo corre en invierno cuando llueve mucho, y prados donde asoman margaritas. Al abrir la puerta trasera de casa que comunica con el huerto, siento una bofetada muy agradable de aire fresco que te avisa para ponerte una chaquetilla, ojo con los resfriados primaverales. Sigo avanzando en el huerto. Las fosas nasales se dilatan para dejar pasar el máximo de esa fragancia tibia, un relativo frescor aromático. Me detengo para sentir mejor esa sensación que es propia y única en ese cambio, en esa línea invisible, pero perceptible en el olfato, que separa el día de la noche. Respiro hondo las fragancias de las cuales predominan ( y eso es la primera vez que lo percibo) el aroma de la hierba quinceañera, podría decirse, muy joven, llena de vitalidad, que empuja desde abajo con ímpetu para hacerse valer en medio de otras plantas que la superan en aroma, pero a esta hora precisa de las 21:30, ella es la reina, no cabe duda. Entonces recapacito sobre ese amplio abanico de fragancias que posee la hierba, según el lugar, la época del año y la hora del día. Me parece fantástico esta llamada de atención de la hierba fresca y pujante a esta hora concreta. Y a medida que avanzo se mezclan otros olores, como el de la tierra mullida que espera la siembra de las patatas. La tierra también respira a esta hora y se suma a ese elenco de aromas. Doy la vuelta al huerto y me entretengo cual sumiller experto en captar los aromas a cada paso. Todos a cual más intenso a esta hora. Paso delante del peral en flor que sembré, (una joven me dijo en Facebook que no se dice sembrar, sino plantar, y su razón tenía), pero soy de los que va sembrando por la vida, al menos lo intento, pero bueno, digamos “plantar”. Más adelante un manzano también en flor, que también planté hace más de treinta años (ya vais viejos, los acaricio, y perecen decirme, “pues juntos vamos, colega”), y me ofrecen su aroma, fresco también. Al lado un avellano que también planté en esa época que me dio por plantar además dos almendros y un nogal; más adelante vuelve el olor fuerte y denso de la hierba, como para recordarme “¿Y yo, qué? Sí hueles de maravilla. Pero claro al lado del perejil y la planta resucitada de tomillo aromático que estuvo a punto de morir, el perejil a dos metros, al lado el laurel… ¡Hummm! qué densidad de aromas, cada cual dominando en su aposento hermanados esta hora. Las farolas se han encendido, el claro del día ha casi desaparecido, el frescor agradable penetra por la nariz con la fuerza de un Vick vaporub. Permanezco en medio del huerto, cierro los ojos y venteo como un perro perdiguero el vuelo de la perdiz. Y sí, van desfilando por la pituitaria la hierba fresca, la tierra calentada por el sol, las plantas aromáticas que emergen como la melisa, la flor del cerezo, del manzano, del peral, los repollos de berza, el laurel, el perejil y el tomillo y en esa atmósfera culinaria propia del maestro Arguiñano, doy las gracias a la naturaleza por haberme regalado un momento único del día a esta hora precisa entre dos luces que es cuando los aromas compiten entre ellos, antes de que ya, todo sea un placentero acostarse bajo las estrellas, o bajo las sábanas, como dios manda, con el deber cumplido y los aromas en el recuerdo.

19 marzo 2021

LAS CAMPANAS DE MI PUBLO

La campanas de mi pueblo solo son dos, la pequeña suena ting, y la grande suena tong, tañidos que abraza el viento. cuando tocan a oración. ting-tong Hoy ya se escuchan menos, ¿Será menos el fervor? Las campanas están tristes, Triste es el ting y el tong. Solo repican ya un día, el día del Santo Patrón y al voltearlas con brío se torna alegre su son, cuando en andas San Lorenzo, inicia la procesión. Tilin, tilín—tolong, tolong. Pero un día triste de tantos cuando la muerte llegó camino del cementerio, lastimero tañe el ting compungido suena el tong. Aunque siempre en San Lorenzo al salir la procesión voltean la campana chica y vuelve el tilíng, tilíng, y alegra el tolong ,tolong. Las campanas de mi pueblo solo son dos: la pequeña suena ting, y la grade suena tong, Tilíng, tilíng, tolong, tolong.

12 enero 2021

MI CALLE O METAMORFOSIS DE UN SUEÑO

Digo lo de la “La calle donde me crié”, que muestra la foto, porque en realidad, en aquellas décadas de los cincuenta y sesenta, uno se criaba en la calle. La casa era para comer, dormir y calentarse en invierno, y poco más, si acaso también para recibir un zapatillazo por desobedecer a la madre que, solo ahora, admito su ardua tarea para criar nada menos que once hijos. Por eso digo que siempre tenía razón, aunque no la tuviera en algún caso, porque nadie es perfecto. La calle está tal cual, igual de ancha, las mismas casas, salvo la que sustituyó a la nuestra que se llevó tantos momentos que perduran en mi mente. Con ella se fueron muchas cosas: Se fueron las golondrinas que anidaban en la chimenea negra de hollín pringoso, impermeable a la ventisca que azotaba y bramaba en la boca penetrando, hostigada parte de la lluvia. Las gotas resbalaban como lágrimas de cocina humilde hacia el nido de las golondrinas que pasaban el invierno en el África. La lumbre ahuyentaba aquellas gotas intrusas transformándolas en vapor que se fugaba arrastrado por el humo, mientras mi madre o algún hermano contaba los avatares del día. Aquel podía ser el informativo actual de la radio o de la televisión, pero mucho más cálido, con risas o reproches, o alabanzas incluidas. Con ella se fueron las llares donde colgaba el caldero para calentar el agua para lavarnos en un barreño; también para teñir de negro la ropa para el luto de mi tío Casiano que murió demasiado joven en un accidente de tráfico; caldero donde se cocían las patatas para alimentar un cerdito para tener algo de carne un día lejano, si es que no se moría por alguna desgracia; patatas que le dio mi madre a un mendigo que nos visitó y le hicimos un sitio en torno a la lumbre porque era un Cristo lleno de harapos, derrotado por el gélido invierno, y él sonreía tímidamente, y agradecía con la cabeza gacha tanta humanidad, como si ser pobre fuera su culpa, porque no era quien más tenía quien más daba, sino al contrario, y pienso que es porque quien no ha conocido el hambre y la miseria, no se paraba a pensar que todos nacemos desnudos y que solo la suerte o la desgracia nos hace parecer distintos, porque en el fondo, la muerte viene a igualarnos en la desnudez que es nuestra seña de identidad de pobres mortales. La cocina era eso y mucho más, sin embargo, la calle era el espectáculo permanente. La calle era de tierra, en ligera pendiente, y por el centro corría el agua de los chaparrones de abril y mayo. Para retenerla hacíamos cuatro o cinco presas de barro y palitroques ( las llamábamos boronas), y dejábamos que se llenaran, después abortábamos la de más arriba cuyo torrente arrastraba a todas, y entonces se formaba una algarabía que alertaba a alguna madre que salía a la puerta temiendo por alguno de su prole. Cuando nevaba copiosamente en enero o febrero, rodábamos la bola de nieve calle arriba calle abajo. Las manos se congelaban primero, después se producía un dolor intenso que era el preludio del calentamiento de forma natural. El viento se colaba por entre las perneras del pantalón corto y en los pies ateridos se formaban los sabañones que al entrar en calor en la cama picaban como diablos y cuanto más los frotabas, más picaban. Después el muñeco quedaba plantado en medio de la calle, adornado con un viejo sombrero ,un palo de escoba y otros inventos. En verano rodábamos el aro, o jugábamos al castro, a la sombra, a al parchís quien lo tenía. También jugábamos a la comba, eso era la especialidad de las chicas que también admitían a chicos para reírse de su torpeza al entrar a destiempo. El juego del “calderón”, que en otros lugares llaman “rayuela”, era una delicia. No recuerdo como se llamaba cada cuadro pero recuerdo de los dos últimos que decíamos “ indi” y “peruco”, y el siguiente lanzaba la china. En eso de la “igualdad” éramos pioneros, porque jugábamos chicos y chicas, salvo algunos juegos algo brutos, o jugar a la pelota sobre la fachada de una casa. Al fondo de la calle, llegada la noche, se solía hacer la hoguera de la matanza del cerdo que se celebraba con gran algarabía. Cuando un vecino mataba su cerdo, cuando llegaba el frío, poníamos una montaña de zarzales secos y las llamas soltaban enormes potricas, motas gigantes, que luego caían sobre las cabezas, fuego que iluminaba el barrio, y cuando la brasa se iba amontonando se saltaba por encima , entre las llamas, luego nos sentábamos en piedras en torno a la lumbre y asábamos membrillos, o castañas, o patatas. No faltaba quien metía una castaña sin hacerle la muesca y esta saltaba levantando brasas y cenizas. Entonces el irresponsable era sancionado o expulsado del grupo. Después, aprovechando la presencia de las chicas, se contaban chistes verdes y así terminaba la sesión nocturna. La calle era un aprendizaje permanente. Por ella desfilaban los rebaños de ovejas con sus esquilas, las vacas y la piara de cerdos. El gallo cantaba en el muladar demostrando ser el dueño de su harem, de modo que la calle era una orquesta variopinta con algún rebuzno, o el ladrido de un perro apareado que era perseguido cruelmente por muchachos que ya anunciaban muchas cosas sobre sus inclinaciones poco civilizadas. Lo mismo se jugaba a la “taba”, que a formar figuras geométricas con un hilo de lana entre las manos, que se hablaba una jerga para que solo los expertos la entendiera, en esto, como en otros muchas facetas, las chicas eran más hábiles. No sé de donde procedía ni quien lo había inventado. Lo llamábamos “ a pan y pico po”. Consistía en añadir a cada sílaba la letra p con la última pegada a la última letra. Así para decir: “ te quiero mucho”, la resultante era: “ tepé, quipi, epe, ropo, mupu, chopó”. Realmente muy divertido. Mi hermana Inda y Maruja eran unas expertas y si hablaban deprisa no las entendías, pues de eso se trataba. O sea que la calle era la universidad de la vida, porque además los pájaros anidaban a diez metros de casa, en los zarzales, y veíamos sus huevos y sus polluelos, y era una sinfonía permanente entre los jilgueros, los “pimienteros”, petirrojos, la abubilla, las golondrinas, el cuco y por la noche el búho autillo y la lechuza. Todo aquel universo ha desaparecido; ya no pasa el cortejo con el niño para el bautizo, ni la novia radiante vestida de blanco, ni tampoco lo inevitable; el féretro camino del cementerio, un viejo, a veces alguien que no llegó a la vejez. La vida y la muerte desfilaron por mi calle como algo intrínseco a nuestro paso por este mundo, como la alegría y el dolor, de modo que así aprendimos a llorar y reír todos juntos. Hoy mi calle está muda, solo una persona la habita. Esta mañana nevada me ha devuelto los recuerdos perdidos, las sensaciones vividas, los amores perseguidos, las voces que siguen sonando porque permanecieron ingrávidas, suspendidas en lo etéreo para renacer en forma de nieve, pura y fresca, de cristalina mañana, disuelta en lo más hondo de mi imaginación; y en mi pecho sigue borbotando el puchero de café de achicoria, y en la chimenea siguen cantando las golondrinas, y bramando la ventisca, y colándose un rayo de luna, y con el último rescoldo que ya no calienta bajo la ceniza, me despido de esta película que la nieve se empeñó en hacerme vivir como superviviente en la nebulosa de lo eterno, y escucho de nuevo el silencio, porque solo yo escucho el vacío que no es vacío sino la gratitud inasible que perdura suspendida para asomar cuando los sentidos se vuelven a recrear y a sublimar lo dulce del tiempo vivido de la infancia, lo cual no deja de ser un suspiro fugaz, y a la vez eterno. Metamorfosis de un sueño

04 enero 2021

FELIZ AÑO 20121

 








Dede la Zarza de Pumareda, estas ovejitas nos desean un feliz año nuevo y mucha leche y corderos, y lana, aunque no la paguen como se merece. La oveja siempre fue nuestra aliada en aquella infancia de los años cincuenta y sesenta para salir airosos del tiempo de posguerra. Buena lana `para tejer calcetines y jerseys, y bufandas y guantes y más cosas, para aguantar los duros inviernos, que eran otra cosa muy distinta a los de ahora. La leche que hacia el queso para aguantar la dura faena de la siega y la trilla, y así fuimos creciendo en aquel tiempo ,al sonido de las cencerras que sonaban cuando entraban y salían del pueblo. Hoy esos sonidos están ausentes, solo ruidos de coches y máquinas. Todo ha cambiado. Casi nada es igual, las huellas en los caminos son de tractor, es el progreso, pero menos mal que las ovejas siguen poniendo el aroma de lo que se llevó el tiempo., de lo que fuimos y de lo que seguimos llevando dentro