19 agosto 2025

TRAS LOS PASOS DE SAN LORENZO

A todos los vecinos de La Zarza de Pumareda, presentes y ausentes, que han llevado en andas a San Lorenzo con fe, alegría y esperanza. A los que se fueron, a los que volvieron, y a los que aún sueñan con regresar. Este relato es para vosotros, porque en cada paso de la procesión, en cada aroma de la fiesta, en cada sonrisa compartida, vive nuestra historia.


San Lorenzo no es solo el Patrón de nuestro pueblo. Es el hilo invisible que une generaciones, el guía espiritual que nos acompaña desde tiempos inmemoriales, el símbolo de la amistad, la esperanza y la memoria compartida. Miro atrás y me pregunto cuántos lustros, cuántos siglos lleva animándonos cada 10 de agosto.

En este primer cuarto del siglo XXI, me he dejado llevar de su mano para desandar el camino de mi infancia, cuando era monaguillo de don Leopoldo y todo tenía el aroma de la ilusión, el de labrarse un futuro mejor a base de sacrificios,

Él podría contarnos miles de anécdotas, pero para qué, si lo que importa es seguir los pasos de los que lo llevaron en andas desde un tiempo remoto. Ahora nos toca a nosotros, mañana otras generaciones tomarán el relevo y siempre, San Lorenzo, nos llevará por la senda adecuada.

Las cosas han cambiado mucho, obviamente, desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y, a pesar de todo, siempre hay algo inmutable: la amistad, esa que se refuerza durante la procesión por las calles mil veces transitadas, con olor a incienso, todos a paso lento detrás del Santo Patrón.      

.Las calles eran de tierra también hollada por el ganado, pero el día de la procesión cada vecino había barrido y regado en torno a su puerta y todo tenía la fragancia de lo fresco sublimemente terrenal.

Era el día en que uno estrenaba su ropita: una camisa, un pantalón corto, unas playeras. Se salía a la calle con el orgullo de mostrar tales prendas —impregnadas aún del olor de la tienda—, prendas que eran el esfuerzo y el sudor de padre dinamitando peñascos en la construcción de la carretera del Salto de Aldeadávila. Salario que nunca llegaba a fin de mes, o cuando se pagaba a la quincena. Pero al menos había unos ingresos que eran magistralmente administrados.

Recuerdo la mañana en que emprendí el camino que me llevaba a casa de mi abuela Pepa, para mostrarle mi camisa nueva de manga corta y con bolsillo. En dicho camino me crucé con la tía Ramona, que era viuda, entrada en años y relativamente pudiente. “¡Qué guapo vas!”, me dijo. Luego me preguntó si sabía cómo se llamaba. “Señora Ramona”, le dije.  “Y tú ¿cómo te llamas?”, me preguntó, aunque lo sabía, pero ella quería escuchar de mi boca una frase. Tras darle mi nombre y apellidos, añadí: “para servir a Dios y a usted”. Eso era lo que quería escuchar para completar ella misma la frase con una rima”: “Y si tiene una perrita gorda, que me la dé”. Metía la mano en la faltriquera y me daba la “perra gorda”, o sea, moneda de 10 céntimos, que yo guardaba como un tesoro para comprar almendras garrapiñadas o turrón el día de San Lorenzo.

Me dio mucha pena cuando murió, acaso también porque era muy generosa y siempre, en nuestros encuentros, con la sonrisa en los labios, repetía por mí: “y si tiene una perrita gorda, que me la dé”. Esa era mi fortuna, y se lo dije a abuela. “La pobre, ya emprendió el camino del cielo, hijo”. Permanecí dubitativo. Luego, con la inocencia de mis ocho años, le pregunté que dónde empezaba el camino del cielo, “porque yo no lo he visto, abuela”. Sonrió. “Empieza cuando se nace, hijo”. Pero mi curiosidad no acababa ahí. “¿Y todos emprendemos ese camino?” “No todos”, dijo con semblante apenado para añadir: “Ese camino del cielo lo llevamos aquí”, concluyó señalando, con el dedo en su pecho, el corazón. No lo comprendí del todo. Hoy ya lo sé. Gracias, tía Ramona.

Era el día en que se hacía un gran esfuerzo por cocinar los mejores platos, aunque el resto del año escaseara la comida selecta en tiempos de posguerra.

Padre, además de trabajar duro, criaba conejos y palomas. Yo acudía al campo, tras salir de la escuela, y regresaba con el saco lleno de yerbajos que sabía les gustaban. Las palomas comían casi siempre en el campo. Así que padre mató tres conejos, tres palomas y cuatro pichones. Además, madre había comprado chuletas de ternera morucha, que ese día mataba el carnicero; el resto del año, solo despachaba carne de oveja o cordero. Aún perviven en mi memoria olfativa y gustativa aquellos manjares, que eran nuestra fortuna por un par de días, tras acudir a la misa y procesión.

Después, hacia la una, comenzaba la primera sesión de baile. Luego el banquete, la siesta para los adultos, para concluir con las otras dos sesiones de baile hasta altas horas de la noche.

Hubo un año que se disputó un partido de fútbol entre los mozos del pueblo y algún foráneo invitado a la fiesta. Se celebró en la era, precisamente, de la tía Ramona, en el Camino Milano. La paja y el grano ya estaban a buen recaudo en sus dependencias. Me sorprendió ver a mozos de unos veinte años jugar en pantalón corto (era casi una osadía, por lo del puritanismo religioso), sus piernas blanquitas y sus brazos tostados, como la cara. Jugaba mi tío Vicente, César de Aquilino y sus quintos, además del médico, que era un entendido y fanático del fútbol. Algunos chavales apostados en una peña, tras los dos palos de la portería improvisada, lanzábamos cohetes para niños, casi inofensivos. Fue un gran espectáculo y un gran día.

En los tenderetes, la tía Juana, de la Alberca, y sus dos hijas gemelas y hermosas, vendían turrón de almendra, donde la miel rezumaba con el calor. Ella siempre sonriente, ataviada con la vestimenta tradicional de la serranía de la Peña de Francia, de sus orejas pendían zarcillos de oro, como los de mi abuela Rosario. Había caramelos en forma de cayado con los colores del arcoíris, y a fuerza de chupar y manipularlos, las manos se volvían pringosas, con el riesgo de manchar mi camisa nueva. Comprábamos mixtos, que eran pequeños explosivos de papel que se encendían al frotarlos o al lanzarlos contra el suelo, carentes de todo peligro; nuestro divertimento favorito.

A la sesión nocturna de baile, ya fuera en el salón de Aquilino, o en el de Luciano, las mujeres, amas de casa en general, con hijas e hijos casaderos, se apostaban a las ventanas para observar como bailaban unos y otras, sus sonrisas, imaginando las conversaciones —pues ellas ya habían pasado por ahí—, celebrando que su retoño cortejara una moza guapa. Otras estaban más pendientes de la distancia que guardaban sus hijas con el cuerpo de su pareja, ¡ojo!, no fuera a ser que el diablo… ya se sabe, anduviera suelto y podía provocar un pecado que había de confesar si quería ganarse el cielo, como la tía Ramona.

Era el día en que todo olía agradablemente, en la procesión, en la calle, en el salón de baile; las ropas estrenadas aún con el aroma de la tienda, la cabellera destilando la colonia a granel que vendían en el comercio de la tía Pepa, o Avelina; el cuero de los zapatos que llevaban el sello aromático a pez y betún de Antonio, el zapatero. Por las puertas y ventanas de los bares, que entonces, con la construcción del Salto de Aldeadávila, había al menos seis: el de la Luzdivina, el de Luciano o Esperanza, el de la Salvadora o Aquilino, el de Olivera, el del Chaquetones, el de mi tío Andrés, “Calzaparda” que en gloria esté, de todos trascendía el olor denso a humo de puros y cigarrillos, a colonias variopintas, al vaho de vino y coñac, anís o cerveza,  a mejillones y berberechos, a aceitunas aromatizadas con tomillo. Todo aquel universo encantador, envuelto en sonrisas y canciones junto a la barra de la cantina, cuyo mostrador limpiaba sin cesar con la bayeta la camarera con la melena suelta y la sonrisa carmesí, toda aquella alegría el día de San Lorenzo, se fue volatilizando con la emigración a las ciudades y al extranjero en los años sesenta.

Yo fui uno de ellos. Y Cuando regresé de París, donde trabajaba a mis veinte años, intentamos revivir aquella alegría de nuestra infancia, pero ahora bailando el twist y los bailes modernos de los Beatles, con mis amigos, entre ellos Abelardo, que era el mejor bailador de twist, realmente infatigable.

El dinamismo volvió de la mano de don Miguel, el nuevo sacerdote, moderno, que había trocado la sotana por el alzacuello. Y los mozos celebraron carreras ciclistas, con Abelardo, Juan José, Casimiro, Santiago y muchos más. Ahora nos tocaba a nosotros tomar el relevo, también para llevar en andas a San Lorenzo. Y todo volvió a florecer con la música del grupo “Los Vanadiors”, y celebrando concurso de disfraces, nada de disfraces comprados, sino elaborados o amañados: aquí vestida de enfermera y él con bata blanca de médico; allá con la sotana del antiguo sacerdote y un crucifijo colgando del cuello, ella de Virgen; otra pareja vestida de hippies, otra de viejos del lugar con boina y cayada, etc. La imaginación brillaba en las noches cálidas de Perseidas o “lágrimas de San Lorenzo”. Habíamos entrado de lleno en lo que se llamó la modernidad.

 Así que pensándolo bien, uno comprende a los españoles que desde la llegada de Colón a América, poblaron el continente de San Lorenzos, ciudades y lugares de culto, desde la Patagonia hasta California. Por algo ese fervor con el que comulgamos toda la Hispanidad. Por algo este 10 de agosto es una fecha sellada a perpetuidad.  San Lorenzo es el camino andado desde un tiempo remoto por las personas de buena voluntad.



Tras lo narrado alguien se puede preguntar si todo era de color de rosa, si no había malos momentos, personas malvadas. Pues sí, las había, y las seguirá habiendo como en toda época y lugar, pero las de buen corazón eclipsaban a las mentes retorcidas, de modo que uno se sentía querido y apreciado por la mayoría. Era nuestra forma más universal de comulgar.

Esa esa es tal vez la misión y enseñanza de San Lorenzo mártir.

Yo sigo viajando con él; con la bondad de la tía Ramona; con el exquisito turrón de la tía Juana; con los caramelos cayada de colores; con la exquisitez del buen guiso de conejo y pichones de paloma; con la algarabía que provocaban las campanas al anochecer la víspera de San Lorenzo, y los cohetes; con el sonido del acordeón, saxofón, trompeta, batería y redoblante marcando un pasodoble y, ¡cómo no!, con una mirada pícara de muchacho adolescente hacia las mozas que ponían su mano en el pecho de su pareja para que no la achuchara, porque había ojos censores por todas partes.

Todo esto se fue, pero permanece tan vívido como si hubiera sucedido ayer.

Este ha sido mi homenaje al Patrón San Lorenzo, con el que terminaré mis días, porque es el artífice de mi trayectoria vital, y porque así está escrito.  

 Félix Carreto

 La Zarza de Pumareda, 10 agosto de 2025 

24 junio 2025

El día de San Juan

Aún recuerdo, como si fuera ayer, aquella mañana de mi infancia cuando mi abuela Pepa me llevó de la mano a ver bailar el sol. Hay escenas que misteriosamente perduran en la memoria hasta el final de los tiempos.





















Era el día de San Juan. Mi abuela era muy piadosa y celebraba ese santoral a su manera, pues era devota de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, a partes iguales. Ella me explicaba la diferencia entre ambos y yo, acurrucado en su regazo, la escuchaba embelesado porque su voz tenía una suavidad y dulzura tal, que tenía el poder de despertar en mi imaginación escenas idílicas de un tiempo lejano.

Levantarse para ver salir el sol era casi un suplicio para mí, pues había que madrugar mucho. Mi padre se levantaba temprano para acudir al tajo en la construcción de una carretera que llevaría a un pantano. No le hacía falta despertador, pues siempre se acostaba a las diez y a las seis a estaba “arriba”, como le gustaba decir, de manera automática. No obstante, madre puso el despertador a las seis y media, para estar listo en torno a las siete para disfrutar del gran espectáculo. Mi abuela me había hablado de todos los rituales que comenzaban ese día con el sol danzando, para empezar, y las campanas sonando en el fondo del lago de Sanabria, seguido de las hogueras que celebrábamos la noche de ese día y no la víspera. Así que a mí todo aquello me parecía un regalo divino, y como tal lo vivía, ya que acababa de tomar la primera comunión y además era monaguillo, de modo que todo lo que tuviera el aroma de lo celestial me hechizaba.

Madre me llamó dos o tres veces. Yo me daba media vuelta y… a dormir. Al final se enfadó: “¡¿Quieres o no ver bailar el sol?!, retumbó su voz en la alcoba donde, ahora sí, reinaba una temperatura idónea para dormir a pierna suelta, por contraste con los días gélidos de invierno.

Me levanté rezongando. Casi titubeando llegué hasta la palangana. Me refresqué la cara y comencé a disfrutar de lo que era la frescura del nuevo día. Por el ventanuco se colaba una luz casi azulada y limpia, por donde penetraban, además, los aromas frescos de una primavera que nos decía adiós.

Salí a la calle terrosa con el pantalón corto y en camisa y peinado con un tupé que despejaba mi frente y del que estaba orgulloso. Me dirigí a casa de abuela que vivía en las afueras, como nosotros, pero ella mirando al naciente. Me topé con un pastor que llevaba colgado el zurrón y la cayada en la mano y me preguntó que adónde iba tan temprano.: “A ver bailar el sol “, le dije en tono eufórico como quien va a una corrida de toros. “ Pues yo lo veo bailar todos los días, y no te creas que me hace mucha gracia…”, dijo esbozando una sonrisa.

Se respiraba el frescor de la hierba y de las tomateras en los huertos. Algunos rosales desprendía una fuerte fragancia y eso me despertó del todo.

Seguí bordeando las afueras por el camino donde había una charca que se helaba en invierno, y alguna rana me saludó: “Croa, croa, croa”. Era la primera vez que disfrutaba de la belleza matinal, de un aroma tan puro y fresco que tuve la sensación de que mi pueblo era otro.

Mi abuela me dio un beso al verme tan bien arreglado y pasó la mano mojada de colonia por mi pelo. Era como si fuera la unción sacramental del obligado ritual en la mañana de San Juan.

     —Tu abuelo y tíos han marchado a segar la mies —dijo mientras recogía los platos donde habían comido huevos fritos, chorizo, pan que abuela hacía en su horno  de barro , comprado a un comerciante de Pereruela ( Zamora) que vendía también botijos y cántaros. Me imaginaba a mi abuelo, a su hermano Agapito, a mis tíos Indalecio y Pepe, salir de casa calados con el sombrero de paja, la hoz en la mano, las dedaleras de cuero para no cortarse los dedos y el botijo con agua fresca. Había que sudar mucho para recoger lo que sería el pan de todo el año.

En el cielo aparecieron encendidos los arreboles dispersos de un rojo que parecía el carbón de la fragua cuando soplaba con el fuelle el herrero.

     —Hay que darse prisa para no perdernos la salida, que el sol no va a tardar —dijo mi abuela, toda vestida de negro, pasando una mano por la frente para ajustarse el pañuelo negro también. Contemplaba fascinado su moño canoso con alguna brizan negra, fruto perenne de su marchita juventud. Moño tan bien enrollado, sujeto con un rascamoño de hueso, heredado de una hermana que emigró a la Argentina.  Enfrente de su casa había una loma” El Cotorro”, de unos cien metros y desde allí se divisaba el horizonte tanto hacia el Este como al Oeste.

Me tomó la mano, aquella mano cálida, generosa y suave de abuela protectora, y comenzamos a subir la suave ladera. Sentamos en una peña que se elevaba de un metro al borde del camino. Enfrente, el horizonte moteado de robles frondosos y parcelas con sus cercas de piedra. Abuela sacó del bolsillo del delantal un rosario y comenzó a rezar unas alabanzas al Señor por habernos regalado un día más en paz y armonía. Rezamos tres avemarías y comenzamos a esperar la llegada del tan anisado astro.

     —¿Es verdad que baila, abuela?

 —Pues claro, hijo. Es un homenaje a San Juan, un regalo divino para que no perdamos la fe en los apóstoles y practiquemos el Evangelio —respondió dándome un palmadita en el dorso de mi mano.

     —Atento, que ya va a salir. Esto solo dura unos segundos. Todo pasa muy rápido, como la vida misma. Hay que mirar fijamente y, cuando haya salido por completo, verás que esa oblea roja inmensa se tornará cada vez más clara y luminosa. Entonces hay que dejar de mirar, porque si no te quedas ciego.

Lo de “ciego” me asustó, y prometí cumplir al pie de la letra sus consejos.

   —Ahora —dijo tomando la mano cuando asomó la cresta roja como yema de huevo — míralo sin pestañear, verás que maravilla.

Todo mi cuerpo vibraba de emoción cuando observé el tembleque del sol. Tal vez por eso lo veía danzar aun con más brío. Mi respiración parecía haberseme apagado. Fueron unos segundos realmente mágicos. Abuela me estampó un beso en la frente y me dijo:

     —Nunca hay que perder la fe, en ella está nuestra razón de vivir.

     Solo hoy comprendo la profundidad de las palabras de mi abuela Pepa, que en gloria esté. Luego celebraríamos, llegada la noche, las hogueras y los rituales que la acompañaban, donde el humo que desprendían los tomillos bendecidos el día del Corpus Cristi, tenían el poder sanador.

La lección es que la fe, como dijo mi abuela Pepa, tiene un poder ilimitado.

 Luego, a las nueve, acudí a la iglesia como purificado para servir al párroco en la misa donde tocaba la campanilla y le vertía en el cáliz, agua y vino, más vino que agua. Al tomar la sagrada hostia, tuve la impresión de haber hallado una paz indescriptible, como nunca lo sentí.

     En mi alma llevo el aroma y la luz de aquella mañana única; el sol danzarín y la fe de mi abuela que me acompañará hasta el final de los tiempos.

 

 

23 agosto 2024

COMO “LÁGRIMÁS DE SAN LORENZO”

Hay noches oscuras y hay noches iluminadas por la magia de la poesía.

El día 13 de agosto fue una de esas noches para guardar en el recuerdo; la poesía llenó de luz, en mi pueblo de Zarza de Pumareda, los rincones otrora llenos de vida, de esperanza y de sueños; unas veces al calor del hogar, y otras tomando el fresco en las noches de verano. 

Festejamos el 10 de agosto la fiesta del Patrón, San Lorenzo. Numerosas actividades lúdicas llenaban el programa de fiestas, una de ellas la “Ronda poética”, a partir de las once de la noche. El calor asfixiante de días anteriores cesó por arte de magia, y esa noche había que tirar, incluso, de rebeca o jersey. Así que el recorrido se hizo ameno, con la mente despejada por la suave brisa; las “lágrimas de San Lorenzo”, esperando su turno para iluminar ciertos recovecos menos alumbrados.















El inicio del recorrido comenzó en un rinconcito de las afueras del pueblo, un apéndice de la que fuera mi calle de infancia. Tal vez por eso me eligió Angelita —la organizadora de la velada—, para que iniciara con el poema que le había dedicado a tan entrañable lugar. Unos sesenta y cinco años habían transcurrido desde que los muchachos y chicas del barrio subíamos a una peña, en medio de la plaza, y bajo una tímida bombilla que alargaba nuestras siluetas, en las noches de verano, dábamos rienda suelta a la imaginación realizando nuestro teatro: ademanes y pantomimas que imitaban una actividad (cogiendo peras de un árbol, simulé yo) que había que descubrir para dar paso al siguiente actor o actriz.

El lugar no había cambiado mucho: una angosta entrada, casi intacta, de unos diez metros de larga, por donde pasaba el carro de bueyes del tío Castilla, que era, con su mujer e hijos, el único morador, junto a Cesáreo  —el cabrero que pastoreaba las cabras de todos los vecinos—, con su mujer e hijos también. La casa de piedra del tío Castilla permanecía intacta, con el único ventanuco por donde entraba el sol al levantarse y un rato más, para que la esposa, Cándida, observara de nuevo la foto de su boda colgada en la pared encalada, y el cuadro de la Santa Cena que presidía Jesús de Nazaret, mientras barría y hacía las camas, y más cosas durante jornadas interminables, pero con la satisfacción de acostarse con la conciencia tranquila por el deber cumplido, en paz con su alma, sin necesidad de somníferos, aunque no los había ni falta que hacían.

Vivienda ahora huérfana, triste, con las telarañas correspondientes, con los recuerdos allí encerrados, con los llantos de los niños en la cuna, con la alegría desbordante durante los bautizos, y las primeras comuniones, y la algarabía posterior durante las bodas de Rafael y Teresa. Todo tan lejano y presente a la vez. Entonces había una tenada donde el tío Castilla metía su carro y las escobas y leña para la lumbre, donde jugábamos al escondite entre las escobas, en invierno cuando llovía, y en verano durante las vacaciones escolares, donde mi hermana Inda, Adela y Maruja, jugaban en verano al parchís, sentadas en la caja del carro, riendo y disputándose las fichas como locas, felices, tal vez sin saberlo, cuando no había televisión ni falta que hacía, porque los actores de verdad éramos los adolescentes que crecíamos con el amor paterno a raudales.

Aquella tenada desapareció y una modesta vivienda de los descendientes del tío Castilla ocupa dicho lugar. Frente a la casa del tío Castilla había un estercolero al aire libre, junto a la cerca de un huerto vecino, estercolero sepultado ahora bajo el cemento de la modernidad que cubría el rincón circular que seguía llenándose de gente. Recuerdo el día en que unos mozos metieron la piel de un perro para curtirla con el calor del estiércol, rociada de sal y vinagre, recubierta luego con dicho estiércol. Piel que serviría para forrar las pelotas usadas para jugar en el frontón. Esta noche, por contraste, olía a perfume estelar y terrenal de los allí congregados.

Me viene a la mente un matrimonio de mendigos que llamábamos “Los chililes”, con sus dos  o tres hijos, que visitaban dicho lugar, donde el tío Castilla les daba cobijo en la tenada, donde cocinaban las patatas y el tocino de la mendicidad.  A él lo llamaban “El Catracas”; un tipo feo y mal encarado, de unos treinta o cuarenta años, aunque aparentaba un viejo, encorvado, con una boina sobada, unas botas raídas, de cuero, un cinto retorcido ciñendo su pantalón ajado, de pana, cinto que blandía con sus torcidos y gruesos dedos, de uñas negras, para darle unos correazos a su hijo de unos siete años, para que saliera por las calles, “ vete a pedir, lagumán”, le gritaba; el niño engarañado, con sus mocos colgando y las manos ateridas en aquellos inviernos sin piedad. A la esposa la llamaban “La tía Chilila”. Era una mujer flaca, menudita, con una mirada entre resignada y resuelta, orgullosa de mendigar con su niño a la espalda, sujeto con un lienzo, cual bolsa de canguro.

Mientras caminaba con la mano tendida, ella le daba de mamar. Era nuestra atracción, porque nunca habíamos visto una teta tan larga y flexible, tan esmirriada. El niño pedía mamar y su madre sacaba la teta que se estiraba como un chicle, y el retoño enganchaba el pezón por encima del hombro y estrujaba cuanto podía.

Me inspiró un relato que incluí en mi libro: “Poesía, cuentos y relatos cálidos”, y que termina así:

“Llovía, nevaba, y el niño,

de la teta chupaba.

Llovía, nevaba, y al niño,

la teta entregaba.

De negro su ropa,

dorada su alma,

eran lágrimas de leche,

que su madre le daba”.

Todo aquel universo volaba esta noche bajo las jugosas “Lágrimas de San Lorenzo”, que comenzaban a chispear.

Bajo la farola que iluminaba aquel recoveco, proseguí ensimismado con las imágenes de un tiempo lejano. La gente seguía afluyendo al encuentro más fraterno, si cabe, que nunca. Los diferentes perfumes de ropas festivas de modelos variopintos y caras alegres, planeaban en el ambiente. Se fue formando un círculo que iba estrechando el espacio como si fuéramos a jugar al corro, y no sería por falta de ganas, pues el extraordinario ambiente casi familiar lo sugería.

Antes de comenzar a recitar mi poema, recorrí con la vista la parroquia allí congregada.

El pueblo entero había acudido, salvo los mayores que andarían camino del dormitorio, si es que no dormía ya. Me sorprendió ver a tantos jóvenes de entre 15 y 25 años, aproximadamente (hijos y nietos de los que un día emigraron a la ciudad). “¿Y yo que creía que solo les atraía el móvil y las redes sociales?” Craso error de mi parte, porque esta generación son los que tomarán el relevo de la cultura, que es lo que de verdad identifica a un pueblo y por eso estaban allí.

Comencé bajo la farola, cuya luz insuficiente para la letra pequeña me hizo descarrilar en dos o tres renglones, pero hubo comprensión, aunque perdió ritmo lo que sigue:

“Era mi calle terrosa en la Zarza, el escenario oloroso de días que se iban gastando con la brisa, la deliciosa brisa que acariciaba los sayales de las abuelas y la cabellera de los muchachos alegres rodando el aro y sorteando obstáculos; los obstáculos de la propia vida. ..”.

Después tomó el relevo Anselmo, un excelente poeta del Milano, pueblo limítrofe, que se unió al evento. Siguieron otros actores. Luego cambiamos de escenario.

Al salir de aquel “Rincón de la Alondra”, como figura en la placa del callejero, acaricié el ventanuco de madera pintada de verde pradera de la casa de Cesáreo (nuestro cabrero) y su familia. Vivienda vacía que encierra a cal y canto los recuerdos que viajan conmigo. Recordé a Alejandro, quinto mío, poeta innato, excepcional, haciendo pantomimas en las representaciones improvisadas de teatro encima de la peña de la plazoleta a esta hora veraniega. Y lo recordé con las cabras en la ladera abrupta de nuestro río Uces, donde nos bañábamos desnudos en la balsa del molino, en Singuilina. Allí hacíamos dos haces de bayón y cual indios en el Amazonas, navegábamos por las orilla, bajo el canto chillón de los abejarucos sobre nuestras cabezas. Después, de regreso a casa, cazamos dos lagartos que desollamos y freímos; carne blanca y sabrosa como de conejo. Era el aprendizaje de la vida en nuestra adolescencia. No teníamos ni bicicletas ni falta que hacía, teníamos piernas incansables para recorrer los cuatro kilómetros que separaban el pueblo del río. Alejandro, mi amigo del alma, lo transformaba todo en poesía, por eso esta noche sentí que era un homenaje callado a su memoria, pues falleció demasiado joven y, a buen seguro, ahora estaría celebrándolo con nosotros desde el más allá con su sonrisa perenne.

Dejamos atrás el “Rincón de la Alondra” y mi calle de infancia, para dirigirnos, calle abajo, al “Rincón del Ruiseñor”. El murmullo de la comitiva contrastaba con el silencio de la noche. Procesión laica, con la brisa acariciando nuestros pasos, y nuestras palabras  liberadas de las cadenas de lo políticamente correcto, pues lo correcto era manifestarse libremente, como los versos recitados, salidos del corazón del poeta para cautivar otros corazones. Y en eso estábamos bajo la chispeante cúpula celeste hasta llegar al “Rincón del Ruiseñor”. De nuevo se formó el círculo humano, sereno, cada cual flanqueado por otra alma afín, de forma natural, sin pretenderlo, simplemente llevados por esa energía sutil que nos conecta unos a otros como criaturas del universo que nos guía. Y se hizo el silencio, la respiración sosegada, las miradas puestas en los nuevos actores, hombres y mujeres, con sus poemas en una mano y el micrófono en la otra, y los versos volaban como copos de nieve cálidos, como mariposas azules, como el canto del ruiseñor. Los versos fluyen, los aplausos agradecidos crepitan, las sonrisas de satisfacción afloran para dar paso a la siguiente parada: en el “Torreón”. Pero antes de emprender la marcha me vino a la mente, que en dicho rincón del “Ruiseñor”, con sus dos viviendas humildes, el piso de la plazoleta de cemento impoluto, unas macetas con flores al fondo del recoveco, contrastaban poderosamente con el alma de dicho lugar de hace 65 años, donde había una higuera (desaparecida hoy) donde Aureliano, a sus 18 años, tras su ardua jornada laboral, le gustaba merendar a la sombra de la higuera, hasta que un día aciago le sorprendió la muerte en la construcción de la carretera que llevaría al embalse de la presa de Aldeadávila, y  este rincón se vistió de luto, y la noche se hizo más larga  y oscura que nunca y lloró lágrimas negras; y el velatorio respiró, entre la tristeza y el dolor, el aroma del café más negro y cálido que el padre servía con una entereza sobrenatural. Recordé toda la tragedia, sus pletóricos 18 años, y pensé que estos versos le llegarían al cielo, porque no podía ser de otra forma, porque la poesía es vida y amor, y por tanto, el ramillete de flores que allí nació, volaría a su encuentro como un cálido beso.

Más adelante, en la parada frente al Torreón, donde en lo alto se yergue la campana que dio las horas y medias horas de todos los años que nos vieron pasar, salió al balcón Anselmo, y después otro actor, y otra bella intérprete. Como cuentas del rosario fueron desgranándose a través de la artística forja del balcón, versos de Unamuno, de Gustavo Adolfo Bécquer, y la noche fue llenándose de pétalos de rosa sembrados a cada paso, y de repente una estrella fugaz rasgó el firmamento, y todos, como bendecidos por la esencia de la poesía, caminamos hacia la última estación, no del viacrucis, sino de la ronda poética más gozosa hasta llegar al “Corral Largo”, al extremo opuesto del comienzo.


En el amplio recoveco, donde hay un cobertizo que cobijaba a la abuela de la lluvia o el sol veraniego mientras hilaba en tiempos de posguerra, se leyeron los últimos poemas. La media noche entregaba el relevo más peculiar, más apacible y armonioso, al nuevo día. Nadie quería marcharse. La poesía había funcionado como catarsis. Todo eran caras risueñas. Los comentarios de gratitud a los promotores de esta velada se sucedían: “Gracias, Angelita. Gracias, Manolo. Gracias, Anselmo, por venir de tu pueblo…” y así unos y otros nos congratulábamos por el éxito obtenido.  No cabe más alegría cuando el pueblo es el protagonista de su fiesta, aunque el grupo de músicos veraniegos vengan a amenizar el baile con su orquesta.

De entre la muchedumbre, salió Nicolás con su cayada para ponerle el colofón a la inolvidable “Ronda”. Nicolás que es vecino de Masueco, pueblo limítrofe, no quiso perderse esta velada. Él se siente también zarceño, pues a sus 16 o 18 años, prestó su servicio a un labrador que tenía vacas lecheras. Se plantó ante el micrófono. Yo pensé que iba a contar un chiste, como buen animador que es. Pero se arrancó con un poema larguísimo de la época del Siglo de Oro. Dijo que lo había aprendido en la escuela a los siete años, y me asombró que a sus 76 lo recitara imprimiendo el tono, el énfasis, las pausas, el ritmo perfecto. Lo que demuestra que eso que aún se dice de que “la letra con sangre entra”, en alusión a la brutalidad de los maestros en tiempos de dictadura, casa poco con la realidad, aunque hubiera algún desalmado, que los había, pero Nicolás es un ejemplo de todo lo contrario.  Se llevó una ovación atronadora.

Y nadie quería abandonar el lugar, y poco a poco fuimos caminando con pasitos cortos y paradas intermitentes, para comentar lo extraordinario del momento vivido, irrepetible, fantástico, y en corrillos avanzábamos hacia la plaza del Ayuntamiento para celebrarlo con una copa en la terraza del bar, como si la noche no tuviera fin.

Era la una cuando regresé a casa, con el espíritu en paz, satisfecho, porque la poesía fue el eslabón que nos unió como nunca. Miré la cúpula celeste y una estrella fugaz, una “lágrima de San Lorenzo”, corrió y fue un visto y no visto. Como si quisiera recordarnos lo fugaz de nuestra existencia. Fugaz, efímera, sí, pero también maravillosa cuando la poesía consigue desvelar y proclamar lo mejor de cada cual, eso que atesoramos sin percatarnos, a menudo, de que la esencia de la vida está en compartir, en dar y recibir sin esperar nada a cambio.

                                                                     Félix Carreto

                                                           La Zarza de Pumareda,

                                                                 Agosto de 2024

07 abril 2024

LAUREANO MARTÍN VICENTE, Y SUS CIEN AÑOS

 












Antes de nada, voy a felicitar a Laureano tal como me había enseñado mi abuela Pepa en el cumpleaños de mi abuelo Manuel a modo de rima:

“Esta mañanita/ muy tempranito/ cantaban las codornices/ y en su canto le decían/ ¡Que le sean muy felices!

Pues eso, dicho queda.

Previo al convite con que iban a agasajarnos a los vecinos del lugar en la sala multiusos del Ayuntamiento, Laureano y su familia, me di un paseo por los caminos de mi pueblo. El sol y la temperatura agradable, como era de esperar en tamaña celebración, caldearon el ambiente. Camino de la Fuente el Prado, unas cinco o seis golondrinas jaleaban el aire y pensé que habían adelantado algo su regreso anual del África. Más adelante me salió al paso el cuco, este llevaba ya unos días anunciando su presencia, también algo prematura. El mismo cuco, pues aún no han regresado todos, cantaba en un lugar, luego alzaba el vuelo y cantaba más lejos, como si quisiera él solo poblar con su canto toda la zona de Valdemayas a los Navazos. Precisamente, en la pontonera del regato por Valdemayas, me sorprendió el canto del ruiseñor. Éste sí que había adelantado su regreso, porque donde se aposenta el resto, a lo largo del camino, solo había silencio. En mi caminar anduve cavilando sobre la llegada prematura de estas aves cantarinas. De pronto me dije: “¡Pero qué poco pesquis tienes! Está más que claro que han querido asistir al cumpleaños centenario de Laureano, que cantar los cien es la mayor lotería que se otorga a los mortales”.

Pues sí, señor, ahí fuera andaban las golondrinas haciendo sus piruetas en olas del viento perfumado por la mañana primaveral, y el cuco anunciando la buena nueva: “¡Laureano, cien, cien, cien años, cu-cu, cu-cu, cien, cu-cu!”

Personalmete, siempre he sintonizado muy bien con Laureano, (hasta le dediqué una reseña en mi novela, “Las campanas del amor y del dolor”), creo que sintonizar como todo el mundo, porque Laureano, podríamos decir que es de todos, pues para todos tiene un saludo y una sonrisa. Tal vez ahí radique el secreto de su longevidad: ni una mala palabra, ni un mal gesto; adaptarse y vivir el presente, degustar una cerveza (sin alcohol), echar una partida de cartas, leer un libro tomando el sol y dejar que el aire limpie las telarañas de la indiferencia. Eso parece simple, pero no lo es.

Sin embargo, no solo eso basta para llegar tan lejos; los genes son la base, desde luego, pero depende de cómo los administre cada cual, y Laureano ha sabido gestionarlos.

Digo esto, porque, como todo hijo de vecino, también tuvo que enfrentarse a reveses  no menores de la vida; algunos los conocemos todos y no merece la pena insistir, pero otros los soportó estoicamente como cuando sufrió un accidente, en su peregrinar con la empresa, en Mallorca, quedando maltrechos sus huesos: cirugía por aquí, poleas y escayola por allá. Los médicos le auguraron una complicada recuperación —según me comenta un familiar—, pero la palabra “complicada”, no cabía en su talante, “y si hay que llevar muletas, las llevo, y si hay que hacer dos horas diarias de rehabilitación, las hago, y si son cuatro, también”. Eso parece ser que le respondió Laureano al ceño fruncido del médico en el hospital. En la mente de Laureano no caben imposibles, eso no va con él. Así que pasados los meses pertinentes, recobró su autonomía, aunque en su empresa tuvieron la deferencia de asignarle un trabajo sin riesgos, para distribuir material, y ahí fue donde se granjeó más amistades, porque, ¿quién no se deja seducir por ese rostro orondo y feliz, por ese cuerpo sólido y musculoso, por esa mirada serena, por ese tono de voz sosegado?

Mis recuerdos más lejanos de nuestro homenajeado, datan de cuando yo rondaba los diez años. Fue cuando a finales de los cincuenta del siglo pasado, construyeron, como sabemos, a un kilómetro de nuestro pueblo, el que se llamó “Talleres San Miguel”, de la empresa La Ibérica, en el paraje llamado “El Abanico”. Allí se enroló Laureano, como Manuel, como Alfonso y otros zarceños que trocaron la mancera del arado y el pastoreo por un oficio mejor remunerado. Allí soldaban, moldeaban el acero, torcían hierros, ensamblaban los enormes tubos de acero que, bajo la roca granítica, conducirían el agua de la presa a las turbinas del Salto de Aldeadávila de la Ribera que comenzó a funcionar en 1962, aunque se inauguró en el 64.

Allí se golpeaba el hierro, y tal vez ese machacar incesantemente los oídos —pues la prevención de riesgos laborales, ni existía ni se le esperaba—, afectara más tarde a su audición. Otros también sufrieron sus percances al ser alcanzada la vista por los chispazos al soldar. Era el precio a pagar por aprender un oficio del que vivirían el resto  de sus vidas. Aquel taller me trae infinidad de recuerdos que darían para escribir decenas de páginas. No obstante, recuerdo uno muy gracioso:

Yo dormía entonces en el sobrado y desde allí escuchaba todos los ruidos: el coche de línea a las siete, los camiones que acudían a la obra del Salto. Eran los sonidos metálicos de los talleres San Miguel los que nos servían de barómetro. Se oían con más o menos intensidad según la dirección del viento. Uno se imaginaba a Laureano manejando una grúa, o a Alfonso moldeando los tubos; era un ruido familiar con olor a salario más o menos decente. Lo curioso era cuando en invierno se oía cada golpetazo como si lo tuvieras al lado. Entonces era habitual escuchar a un vecino, tras mirar al cielo plomizo: “El agua está al caer, rapaz, porque se oyen los ruidos de El Abanico, como si salieran de ahí mismito, así que la lluvia no va a tardar…” Y la lluvia acudía puntual, porque casi siempre llovía al viento del suroeste, donde estaba situado el famoso taller.

Todo aquello pasó a mejor vida, pero hete aquí que, gracias a Laureano, he revivido momentos inolvidables de mi adolescencia.

Laureano sigue con nosotros, y es un deleite verlo leer sin gafas, gracias a la operación de cataratas, “no sin riesgo para su salud”, parece que le dijo el cirujano, a lo que Laureano respondió: “Le autorizo y firmo para que haga lo que tenga que hacer, que del resto me encargo yo”. Pues eso; Laureano, imperturbable, ha sabido gestionar su legado genético. Me comentan que su hermano, que emigró de mozo a la Argentina, fuerte y robusto también, anda por los 96 años, allá en su segunda patria. Claro que su abuelo también llegó a los 96, algo impensable en el siglo XIX, pues dicen que le gustaba mucho el pan con tocino, el vino y el aguardiente de Aldeadávila. Está claro que lo que esta tierra ha criado, y el campesino mimado, ha sido un aval para llegar muy lejos a poco que se haya sabido administrar la herencia genética. Por otra parte, es un deleite ver el álbum de fotos del evento con los familiares directos: hijos, nietos, bisnietos etcétera, hasta 26 salen en una foto, todo un orgullo. 

Vaya, pues, este relato, en agradecimiento a su bonhomía, a su saludo cordial, a su estima con la que uno siempre intenta corresponder. Tiempo al tiempo para celebrar los 101 años, vayamos de uno en uno, sin prisa; ese es mi mejor deseo.

 

 


06 septiembre 2023

CELEBRACIÓN DE LAS BODAS DE ORO DE INO Y JESÚS

 


 

Ocurre a menudo que para conocer a fondo los sentimientos y emociones que producen ciertos acontecimientos, hay que vivirlos, es decir pasar por ellos.

 Yo viví las Bodas de Oro de mis padres, y las de Diamante, y los recuerdos son, desde luego, inolvidables: reunión de todos los hijos y nietos, esencialmente; diecinueve en total. La única vez en la vida que nos reunimos todos.

Por eso pienso en la alegría de Ino y Jesús, rodeados de sus hijos y nietos, mas familiares y amistades en el convite.

No es una celebración baladí la de las Bodas de Oro. Mucho menos en este caso de Ino y Jesús, porque ambos, a lo largo de cincuenta años, han tenido que sortear muchos vendavales, los que impone la propia vida, pues cuando avanzamos en años la salud puede resquebrajarse y se necesitan, además de los cuidados médicos, el cariño y apoyo de la familia. Y en eso Ino y Jesús pueden estar orgullosos de la suya. Porque cuando la enfermedad acechó, ahí estaban ellos, en el hospital, al pie de la cama, tras la cirugía, durante la recuperación y, ambos, de la mano, han sabido reponerse y superar situaciones con ese tesón tan suyo, con esa obstinación por seguir adelante con optimismo, con esperanza, porque ir avanzando de la mano del otro, es el mejor antídoto contra la resignación.

De modo que Ino y Jesús, no solo nos han mostrado que no hay mejor medicina que el cariño mutuo, y nos han enseñado, con la mirada serena, que si uno se cae diez veces, hay que levantarse otras diez, para después celebrarlo rodeado de quienes han querido unirse a este acto de cariño; en la iglesia y afuera, y en el convite donde no faltó una retrospectiva fotográfica del camino andado por el feliz matrimonio.

 Así que solo queda desearles un largo recorrido mano con mano, como hasta ahora, con el mismo tesón, con la misma templanza, con la serenidad que todo lo alcanza, porque las bodas de Diamantes están a la vuelta de la esquina.  Feliz camino, pues.