Hay noches oscuras y hay noches iluminadas por la magia de la poesía.
El día 13 de agosto fue
una de esas noches para guardar en el recuerdo; la poesía llenó de luz, en mi
pueblo de Zarza de Pumareda, los rincones otrora llenos de vida, de esperanza y
de sueños; unas veces al calor del hogar, y otras tomando el fresco en las
noches de verano.
Festejamos el 10 de
agosto la fiesta del Patrón, San Lorenzo. Numerosas actividades lúdicas
llenaban el programa de fiestas, una de ellas la “Ronda poética”, a partir de
las once de la noche. El calor asfixiante de días anteriores cesó por arte de
magia, y esa noche había que tirar, incluso, de rebeca o jersey. Así que el
recorrido se hizo ameno, con la mente despejada por la suave brisa; las
“lágrimas de San Lorenzo”, esperando su turno para iluminar ciertos recovecos
menos alumbrados.
El inicio del recorrido comenzó en un rinconcito de las afueras del pueblo, un apéndice de la que fuera mi calle de infancia. Tal vez por eso me eligió Angelita —la organizadora de la velada—, para que iniciara con el poema que le había dedicado a tan entrañable lugar. Unos sesenta y cinco años habían transcurrido desde que los muchachos y chicas del barrio subíamos a una peña, en medio de la plaza, y bajo una tímida bombilla que alargaba nuestras siluetas, en las noches de verano, dábamos rienda suelta a la imaginación realizando nuestro teatro: ademanes y pantomimas que imitaban una actividad (cogiendo peras de un árbol, simulé yo) que había que descubrir para dar paso al siguiente actor o actriz.
El lugar no había
cambiado mucho: una angosta entrada, casi intacta, de unos diez metros de larga,
por donde pasaba el carro de bueyes del tío Castilla, que era, con su mujer e
hijos, el único morador, junto a Cesáreo
—el cabrero que pastoreaba las cabras de todos los vecinos—, con su
mujer e hijos también. La casa de piedra del tío Castilla permanecía intacta, con
el único ventanuco por donde entraba el sol al levantarse y un rato más, para
que la esposa, Cándida, observara de nuevo la foto de su boda colgada en la
pared encalada, y el cuadro de la Santa Cena que presidía Jesús de Nazaret,
mientras barría y hacía las camas, y más cosas durante jornadas interminables,
pero con la satisfacción de acostarse con la conciencia tranquila por el deber
cumplido, en paz con su alma, sin necesidad de somníferos, aunque no los había
ni falta que hacían.
Vivienda ahora huérfana,
triste, con las telarañas correspondientes, con los recuerdos allí encerrados,
con los llantos de los niños en la cuna, con la alegría desbordante durante los
bautizos, y las primeras comuniones, y la algarabía posterior durante las bodas
de Rafael y Teresa. Todo tan lejano y presente a la vez. Entonces había una
tenada donde el tío Castilla metía su carro y las escobas y leña para la
lumbre, donde jugábamos al escondite entre las escobas, en invierno cuando
llovía, y en verano durante las vacaciones escolares, donde mi hermana Inda,
Adela y Maruja, jugaban en verano al parchís, sentadas en la caja del carro,
riendo y disputándose las fichas como locas, felices, tal vez sin saberlo,
cuando no había televisión ni falta que hacía, porque los actores de verdad
éramos los adolescentes que crecíamos con el amor paterno a raudales.
Aquella tenada
desapareció y una modesta vivienda de los descendientes del tío Castilla ocupa
dicho lugar. Frente a la casa del tío Castilla había un estercolero al aire
libre, junto a la cerca de un huerto vecino, estercolero sepultado ahora bajo
el cemento de la modernidad que cubría el rincón circular que seguía llenándose
de gente. Recuerdo el día en que unos mozos metieron la piel de un perro para
curtirla con el calor del estiércol, rociada de sal y vinagre, recubierta luego
con dicho estiércol. Piel que serviría para forrar las pelotas usadas para
jugar en el frontón. Esta noche, por contraste, olía a perfume estelar y
terrenal de los allí congregados.
Me viene a la mente un
matrimonio de mendigos que llamábamos “Los chililes”, con sus dos o tres hijos, que visitaban dicho lugar,
donde el tío Castilla les daba cobijo en la tenada, donde cocinaban las patatas
y el tocino de la mendicidad. A él lo
llamaban “El Catracas”; un tipo feo y mal encarado, de unos treinta o cuarenta
años, aunque aparentaba un viejo, encorvado, con una boina sobada, unas botas
raídas, de cuero, un cinto retorcido ciñendo su pantalón ajado, de pana, cinto
que blandía con sus torcidos y gruesos dedos, de uñas negras, para darle unos
correazos a su hijo de unos siete años, para que saliera por las calles, “ vete
a pedir, lagumán”, le gritaba; el niño engarañado, con sus mocos colgando y las
manos ateridas en aquellos inviernos sin piedad. A la esposa la llamaban “La
tía Chilila”. Era una mujer flaca, menudita, con una mirada entre resignada y
resuelta, orgullosa de mendigar con su niño a la espalda, sujeto con un lienzo,
cual bolsa de canguro.
Mientras caminaba con la
mano tendida, ella le daba de mamar. Era nuestra atracción, porque nunca
habíamos visto una teta tan larga y flexible, tan esmirriada. El niño pedía
mamar y su madre sacaba la teta que se estiraba como un chicle, y el retoño
enganchaba el pezón por encima del hombro y estrujaba cuanto podía.
Me inspiró un relato que
incluí en mi libro: “Poesía, cuentos y relatos cálidos”, y que termina así:
“Llovía, nevaba, y el
niño,
de la teta chupaba.
Llovía, nevaba, y al
niño,
la teta entregaba.
De negro su ropa,
dorada su alma,
eran lágrimas de leche,
que su madre le daba”.
Todo aquel universo
volaba esta noche bajo las jugosas “Lágrimas de San Lorenzo”, que comenzaban a
chispear.
Bajo la farola que
iluminaba aquel recoveco, proseguí ensimismado con las imágenes de un tiempo
lejano. La gente seguía afluyendo al encuentro más fraterno, si cabe, que
nunca. Los diferentes perfumes de ropas festivas de modelos variopintos y caras
alegres, planeaban en el ambiente. Se fue formando un círculo que iba
estrechando el espacio como si fuéramos a jugar al corro, y no sería por falta
de ganas, pues el extraordinario ambiente casi familiar lo sugería.
Antes de comenzar a
recitar mi poema, recorrí con la vista la parroquia allí congregada.
El pueblo entero había
acudido, salvo los mayores que andarían camino del dormitorio, si es que no
dormía ya. Me sorprendió ver a tantos jóvenes de entre 15 y 25 años,
aproximadamente (hijos y nietos de los que un día emigraron a la ciudad). “¿Y
yo que creía que solo les atraía el móvil y las redes sociales?” Craso error de
mi parte, porque esta generación son los que tomarán el relevo de la cultura,
que es lo que de verdad identifica a un pueblo y por eso estaban allí.
Comencé bajo la farola,
cuya luz insuficiente para la letra pequeña me hizo descarrilar en dos o tres
renglones, pero hubo comprensión, aunque perdió ritmo lo que sigue:
“Era mi calle terrosa en
la Zarza, el escenario oloroso de días que se iban gastando con la brisa, la
deliciosa brisa que acariciaba los sayales de las abuelas y la cabellera de los
muchachos alegres rodando el aro y sorteando obstáculos; los obstáculos de la
propia vida. ..”.
Después tomó el relevo
Anselmo, un excelente poeta del Milano, pueblo limítrofe, que se unió al
evento. Siguieron otros actores. Luego cambiamos de escenario.
Al salir de aquel “Rincón
de la Alondra”, como figura en la placa del callejero, acaricié el ventanuco de
madera pintada de verde pradera de la casa de Cesáreo (nuestro cabrero) y su
familia. Vivienda vacía que encierra a cal y canto los recuerdos que viajan
conmigo. Recordé a Alejandro, quinto mío, poeta innato, excepcional, haciendo
pantomimas en las representaciones improvisadas de teatro encima de la peña de
la plazoleta a esta hora veraniega. Y lo recordé con las cabras en la ladera
abrupta de nuestro río Uces, donde nos bañábamos desnudos en la balsa del
molino, en Singuilina. Allí hacíamos dos haces de bayón y cual indios en el
Amazonas, navegábamos por las orilla, bajo el canto chillón de los abejarucos
sobre nuestras cabezas. Después, de regreso a casa, cazamos dos lagartos que
desollamos y freímos; carne blanca y sabrosa como de conejo. Era el aprendizaje
de la vida en nuestra adolescencia. No teníamos ni bicicletas ni falta que hacía,
teníamos piernas incansables para recorrer los cuatro kilómetros que separaban
el pueblo del río. Alejandro, mi amigo del alma, lo transformaba todo en poesía,
por eso esta noche sentí que era un homenaje callado a su memoria, pues
falleció demasiado joven y, a buen seguro, ahora estaría celebrándolo con
nosotros desde el más allá con su sonrisa perenne.
Dejamos atrás el “Rincón
de la Alondra” y mi calle de infancia, para dirigirnos, calle abajo, al “Rincón
del Ruiseñor”. El murmullo de la comitiva contrastaba con el silencio de la
noche. Procesión laica, con la brisa acariciando nuestros pasos, y nuestras
palabras liberadas de las cadenas de lo
políticamente correcto, pues lo correcto era manifestarse libremente, como los
versos recitados, salidos del corazón del poeta para cautivar otros corazones.
Y en eso estábamos bajo la chispeante cúpula celeste hasta llegar al “Rincón
del Ruiseñor”. De nuevo se formó el círculo humano, sereno, cada cual
flanqueado por otra alma afín, de forma natural, sin pretenderlo, simplemente
llevados por esa energía sutil que nos conecta unos a otros como criaturas del
universo que nos guía. Y se hizo el silencio, la respiración sosegada, las
miradas puestas en los nuevos actores, hombres y mujeres, con sus poemas en una
mano y el micrófono en la otra, y los versos volaban como copos de nieve
cálidos, como mariposas azules, como el canto del ruiseñor. Los versos fluyen,
los aplausos agradecidos crepitan, las sonrisas de satisfacción afloran para
dar paso a la siguiente parada: en el “Torreón”. Pero antes de emprender la
marcha me vino a la mente, que en dicho rincón del “Ruiseñor”, con sus dos
viviendas humildes, el piso de la plazoleta de cemento impoluto, unas macetas
con flores al fondo del recoveco, contrastaban poderosamente con el alma de
dicho lugar de hace 65 años, donde había una higuera (desaparecida hoy) donde
Aureliano, a sus 18 años, tras su ardua jornada laboral, le gustaba merendar a
la sombra de la higuera, hasta que un día aciago le sorprendió la muerte en la
construcción de la carretera que llevaría al embalse de la presa de
Aldeadávila, y este rincón se vistió de
luto, y la noche se hizo más larga y
oscura que nunca y lloró lágrimas negras; y el velatorio respiró, entre la
tristeza y el dolor, el aroma del café más negro y cálido que el padre servía
con una entereza sobrenatural. Recordé toda la tragedia, sus pletóricos 18
años, y pensé que estos versos le llegarían al cielo, porque no podía ser de
otra forma, porque la poesía es vida y amor, y por tanto, el ramillete de
flores que allí nació, volaría a su encuentro como un cálido beso.
Más adelante, en la
parada frente al Torreón, donde en lo alto se yergue la campana que dio las
horas y medias horas de todos los años que nos vieron pasar, salió al balcón
Anselmo, y después otro actor, y otra bella intérprete. Como cuentas del
rosario fueron desgranándose a través de la artística forja del balcón, versos
de Unamuno, de Gustavo Adolfo Bécquer, y la noche fue llenándose de pétalos de
rosa sembrados a cada paso, y de repente una estrella fugaz rasgó el
firmamento, y todos, como bendecidos por la esencia de la poesía, caminamos
hacia la última estación, no del viacrucis, sino de la ronda poética más gozosa
hasta llegar al “Corral Largo”, al extremo opuesto del comienzo.
En el amplio recoveco, donde hay un cobertizo que cobijaba a la abuela de la lluvia o el sol veraniego mientras hilaba en tiempos de posguerra, se leyeron los últimos poemas. La media noche entregaba el relevo más peculiar, más apacible y armonioso, al nuevo día. Nadie quería marcharse. La poesía había funcionado como catarsis. Todo eran caras risueñas. Los comentarios de gratitud a los promotores de esta velada se sucedían: “Gracias, Angelita. Gracias, Manolo. Gracias, Anselmo, por venir de tu pueblo…” y así unos y otros nos congratulábamos por el éxito obtenido. No cabe más alegría cuando el pueblo es el protagonista de su fiesta, aunque el grupo de músicos veraniegos vengan a amenizar el baile con su orquesta.
De entre la muchedumbre,
salió Nicolás con su cayada para ponerle el colofón a la inolvidable “Ronda”.
Nicolás que es vecino de Masueco, pueblo limítrofe, no quiso perderse esta
velada. Él se siente también zarceño, pues a sus 16 o 18 años, prestó su
servicio a un labrador que tenía vacas lecheras. Se plantó ante el micrófono.
Yo pensé que iba a contar un chiste, como buen animador que es. Pero se arrancó
con un poema larguísimo de la época del Siglo de Oro. Dijo que lo había
aprendido en la escuela a los siete años, y me asombró que a sus 76 lo recitara
imprimiendo el tono, el énfasis, las pausas, el ritmo perfecto. Lo que
demuestra que eso que aún se dice de que “la letra con sangre entra”, en
alusión a la brutalidad de los maestros en tiempos de dictadura, casa poco con
la realidad, aunque hubiera algún desalmado, que los había, pero Nicolás es un
ejemplo de todo lo contrario. Se llevó
una ovación atronadora.
Y nadie quería abandonar
el lugar, y poco a poco fuimos caminando con pasitos cortos y paradas
intermitentes, para comentar lo extraordinario del momento vivido, irrepetible,
fantástico, y en corrillos avanzábamos hacia la plaza del Ayuntamiento para celebrarlo
con una copa en la terraza del bar, como si la noche no tuviera fin.
Era la una cuando regresé
a casa, con el espíritu en paz, satisfecho, porque la poesía fue el eslabón que
nos unió como nunca. Miré la cúpula celeste y una estrella fugaz, una “lágrima
de San Lorenzo”, corrió y fue un visto y no visto. Como si quisiera recordarnos
lo fugaz de nuestra existencia. Fugaz, efímera, sí, pero también maravillosa
cuando la poesía consigue desvelar y proclamar lo mejor de cada cual, eso que
atesoramos sin percatarnos, a menudo, de que la esencia de la vida está en
compartir, en dar y recibir sin esperar nada a cambio.
Félix Carreto
La Zarza de Pumareda,
Agosto de 2024