A todos los vecinos de La Zarza de Pumareda, presentes y ausentes, que han llevado en andas a San Lorenzo con fe, alegría y esperanza. A los que se fueron, a los que volvieron, y a los que aún sueñan con regresar. Este relato es para vosotros, porque en cada paso de la procesión, en cada aroma de la fiesta, en cada sonrisa compartida, vive nuestra historia.
San Lorenzo no es solo el
Patrón de nuestro pueblo. Es el hilo invisible que une generaciones, el guía
espiritual que nos acompaña desde tiempos inmemoriales, el símbolo de la
amistad, la esperanza y la memoria compartida. Miro atrás y me pregunto cuántos
lustros, cuántos siglos lleva animándonos cada 10 de agosto.
En este primer cuarto del
siglo XXI, me he dejado llevar de su mano para desandar el camino de mi
infancia, cuando era monaguillo de don Leopoldo y todo tenía el aroma de la
ilusión, el de labrarse un futuro mejor a base de sacrificios,
Él podría contarnos miles
de anécdotas, pero para qué, si lo que importa es seguir los pasos de los que
lo llevaron en andas desde un tiempo remoto. Ahora nos toca a nosotros, mañana
otras generaciones tomarán el relevo y siempre, San Lorenzo, nos llevará por la
senda adecuada.
Las cosas han cambiado
mucho, obviamente, desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y, a
pesar de todo, siempre hay algo inmutable: la amistad, esa que se refuerza
durante la procesión por las calles mil veces transitadas, con olor a incienso,
todos a paso lento detrás del Santo Patrón.
.Las calles eran de
tierra también hollada por el ganado, pero el día de la procesión cada vecino
había barrido y regado en torno a su puerta y todo tenía la fragancia de lo
fresco sublimemente terrenal.
Era el día en que uno
estrenaba su ropita: una camisa, un pantalón corto, unas playeras. Se salía a
la calle con el orgullo de mostrar tales prendas —impregnadas aún del olor de
la tienda—, prendas que eran el esfuerzo y el sudor de padre dinamitando
peñascos en la construcción de la carretera del Salto de Aldeadávila. Salario
que nunca llegaba a fin de mes, o cuando se pagaba a la quincena. Pero al menos
había unos ingresos que eran magistralmente administrados.
Recuerdo la mañana en que emprendí el camino que me llevaba a casa de mi abuela Pepa, para mostrarle mi camisa nueva de manga corta y con bolsillo. En dicho camino me crucé con la tía Ramona, que era viuda, entrada en años y relativamente pudiente. “¡Qué guapo vas!”, me dijo. Luego me preguntó si sabía cómo se llamaba. “Señora Ramona”, le dije. “Y tú ¿cómo te llamas?”, me preguntó, aunque lo sabía, pero ella quería escuchar de mi boca una frase. Tras darle mi nombre y apellidos, añadí: “para servir a Dios y a usted”. Eso era lo que quería escuchar para completar ella misma la frase con una rima”: “Y si tiene una perrita gorda, que me la dé”. Metía la mano en la faltriquera y me daba la “perra gorda”, o sea, moneda de 10 céntimos, que yo guardaba como un tesoro para comprar almendras garrapiñadas o turrón el día de San Lorenzo.
Me dio mucha pena cuando murió, acaso también porque era muy generosa y siempre, en nuestros encuentros, con la sonrisa en los labios, repetía por mí: “y si tiene una perrita gorda, que me la dé”. Esa era mi fortuna, y se lo dije a abuela. “La pobre, ya emprendió el camino del cielo, hijo”. Permanecí dubitativo. Luego, con la inocencia de mis ocho años, le pregunté que dónde empezaba el camino del cielo, “porque yo no lo he visto, abuela”. Sonrió. “Empieza cuando se nace, hijo”. Pero mi curiosidad no acababa ahí. “¿Y todos emprendemos ese camino?” “No todos”, dijo con semblante apenado para añadir: “Ese camino del cielo lo llevamos aquí”, concluyó señalando, con el dedo en su pecho, el corazón. No lo comprendí del todo. Hoy ya lo sé. Gracias, tía Ramona.
Era
el día en que se hacía un gran esfuerzo por cocinar los mejores platos, aunque
el resto del año escaseara la comida selecta en tiempos de posguerra.
Padre,
además de trabajar duro, criaba conejos y palomas. Yo acudía al campo, tras
salir de la escuela, y regresaba con el saco lleno de yerbajos que sabía les
gustaban. Las palomas comían casi siempre en el campo. Así que padre mató tres
conejos, tres palomas y cuatro pichones. Además, madre había comprado chuletas
de ternera morucha, que ese día mataba el carnicero; el resto del año, solo
despachaba carne de oveja o cordero. Aún perviven en mi memoria olfativa y
gustativa aquellos manjares, que eran nuestra fortuna por un par de días, tras
acudir a la misa y procesión.
Después,
hacia la una, comenzaba la primera sesión de baile. Luego el banquete, la
siesta para los adultos, para concluir con las otras dos sesiones de baile hasta
altas horas de la noche.
Hubo
un año que se disputó un partido de fútbol entre los mozos del pueblo y algún
foráneo invitado a la fiesta. Se celebró en la era, precisamente, de la tía
Ramona, en el Camino Milano. La paja y el grano ya estaban a buen recaudo en
sus dependencias. Me sorprendió ver a mozos de unos veinte años jugar en
pantalón corto (era casi una osadía, por lo del puritanismo religioso), sus
piernas blanquitas y sus brazos tostados, como la cara. Jugaba mi tío Vicente,
César de Aquilino y sus quintos, además del médico, que era un entendido y
fanático del fútbol. Algunos chavales apostados en una peña, tras los dos palos
de la portería improvisada, lanzábamos cohetes para niños, casi inofensivos.
Fue un gran espectáculo y un gran día.
En
los tenderetes, la tía Juana, de la Alberca, y sus dos hijas gemelas y
hermosas, vendían turrón de almendra, donde la miel rezumaba con el calor. Ella
siempre sonriente, ataviada con la vestimenta tradicional de la serranía de la
Peña de Francia, de sus orejas pendían zarcillos de oro, como los de mi abuela
Rosario. Había caramelos en forma de cayado con los colores del arcoíris, y a
fuerza de chupar y manipularlos, las manos se volvían pringosas, con el riesgo
de manchar mi camisa nueva. Comprábamos mixtos, que eran pequeños explosivos de
papel que se encendían al frotarlos o al lanzarlos contra el suelo, carentes de
todo peligro; nuestro divertimento favorito.
A
la sesión nocturna de baile, ya fuera en el salón de Aquilino, o en el de
Luciano, las mujeres, amas de casa en general, con hijas e hijos casaderos, se
apostaban a las ventanas para observar como bailaban unos y otras, sus
sonrisas, imaginando las conversaciones —pues ellas ya habían pasado por ahí—,
celebrando que su retoño cortejara una moza guapa. Otras estaban más pendientes
de la distancia que guardaban sus hijas con el cuerpo de su pareja, ¡ojo!, no
fuera a ser que el diablo… ya se sabe, anduviera suelto y podía provocar un
pecado que había de confesar si quería ganarse el cielo, como la tía Ramona.
Era el día en que todo olía agradablemente, en la procesión, en la calle, en el salón de baile; las ropas estrenadas aún con el aroma de la tienda, la cabellera destilando la colonia a granel que vendían en el comercio de la tía Pepa, o Avelina; el cuero de los zapatos que llevaban el sello aromático a pez y betún de Antonio, el zapatero. Por las puertas y ventanas de los bares, que entonces, con la construcción del Salto de Aldeadávila, había al menos seis: el de la Luzdivina, el de Luciano o Esperanza, el de la Salvadora o Aquilino, el de Olivera, el del Chaquetones, el de mi tío Andrés, “Calzaparda” que en gloria esté, de todos trascendía el olor denso a humo de puros y cigarrillos, a colonias variopintas, al vaho de vino y coñac, anís o cerveza, a mejillones y berberechos, a aceitunas aromatizadas con tomillo. Todo aquel universo encantador, envuelto en sonrisas y canciones junto a la barra de la cantina, cuyo mostrador limpiaba sin cesar con la bayeta la camarera con la melena suelta y la sonrisa carmesí, toda aquella alegría el día de San Lorenzo, se fue volatilizando con la emigración a las ciudades y al extranjero en los años sesenta.
Yo
fui uno de ellos. Y Cuando regresé de París, donde trabajaba a mis veinte años,
intentamos revivir aquella alegría de nuestra infancia, pero ahora bailando el
twist y los bailes modernos de los Beatles, con mis amigos, entre ellos
Abelardo, que era el mejor bailador de twist, realmente infatigable.
El
dinamismo volvió de la mano de don Miguel, el nuevo sacerdote, moderno, que
había trocado la sotana por el alzacuello. Y los mozos celebraron carreras
ciclistas, con Abelardo, Juan José, Casimiro, Santiago y muchos más. Ahora nos
tocaba a nosotros tomar el relevo, también para llevar en andas a San Lorenzo.
Y todo volvió a florecer con la música del grupo “Los Vanadiors”, y celebrando
concurso de disfraces, nada de disfraces comprados, sino elaborados o amañados:
aquí vestida de enfermera y él con bata blanca de médico; allá con la sotana
del antiguo sacerdote y un crucifijo colgando del cuello, ella de Virgen; otra
pareja vestida de hippies, otra de viejos del lugar con boina y cayada, etc. La
imaginación brillaba en las noches cálidas de Perseidas o “lágrimas de San
Lorenzo”. Habíamos entrado de lleno en lo que se llamó la modernidad.
Así que pensándolo bien, uno comprende a los españoles que desde la llegada de Colón a América, poblaron el continente de San Lorenzos, ciudades y lugares de culto, desde la Patagonia hasta California. Por algo ese fervor con el que comulgamos toda la Hispanidad. Por algo este 10 de agosto es una fecha sellada a perpetuidad. San Lorenzo es el camino andado desde un tiempo remoto por las personas de buena voluntad.
Tras
lo narrado alguien se puede preguntar si todo era de color de rosa, si no había
malos momentos, personas malvadas. Pues sí, las había, y las seguirá habiendo
como en toda época y lugar, pero las de buen corazón eclipsaban a las mentes
retorcidas, de modo que uno se sentía querido y apreciado por la mayoría. Era
nuestra forma más universal de comulgar.
Esa
esa es tal vez la misión y enseñanza de San Lorenzo mártir.
Yo
sigo viajando con él; con la bondad de la tía Ramona; con el exquisito turrón
de la tía Juana; con los caramelos cayada de colores; con la exquisitez del
buen guiso de conejo y pichones de paloma; con la algarabía que provocaban las
campanas al anochecer la víspera de San Lorenzo, y los cohetes; con el sonido
del acordeón, saxofón, trompeta, batería y redoblante marcando un pasodoble y, ¡cómo
no!, con una mirada pícara de muchacho adolescente hacia las mozas que ponían
su mano en el pecho de su pareja para que no la achuchara, porque había ojos
censores por todas partes.
Todo
esto se fue, pero permanece tan vívido como si hubiera sucedido ayer.
Este ha sido mi homenaje al Patrón San Lorenzo, con el que terminaré mis días, porque es el artífice de mi trayectoria vital, y porque así está escrito.
Félix Carreto
La Zarza de Pumareda, 10 agosto de 2025