Eran las ocho de la noche en mi pueblo. La luna alta, casi Llena, avanzaba alumbrando los recovecos incitando al paseo nocturno.
La tarde había sido lluviosa y aproveché este cielo despejado para dar un paseo por todas las calles del pueblo para disfrutar del presente, recordar otra época, y abrir también el apetito para la cena suculenta que suele aguardar en semejante noche.
Salí de casa con anorak y gorro,
pues soplaba una brisa que te sacaba los coloretes en la cara. Subí a la loma
del Cotorro, oteé el pueblo, sus luces blancas mostraban la extensión de un
extremo a otro; casi un kilómetro. Todo era silencio. Olía a humo hogareño que
vomitaban algunas chimeneas. Bajé la cuesta del Cotorro, llegué al
merendero-parque de Vallito Redondo. Silencio. Tampoco había agua en el tramo
de laguna, otros años incubando las ranas y alguna vez cubierta de carámbano.
Pasé por la puerta de Pacho, abandonada a su suerte, giré a la izquierda calle Camino
Milano, casas cerradas, sin nadie, solo en
la última relumbraba la luz que Dolores mantenía viva cual linterna
en un bosque oscuro.
Este fue mi barrio de infancia.
Atrás quedaban las casas cerradas y frías de los dueños que fueron y que ya no
son de este mundo: La casa de doña Daniela, la maestra, la de Santiago “el
herrero”, la de La Emilia y José, la del tío David, la dela tía Manuela y José,
donde me refugié una noche de verano siendo crio, porque hui de mi casa al ver
dos ratones pasar por encima de la cama, hasta que mis padres regresaron de la
función de sainetes en el salón de Aquilino, y me recogieron, no sin llamarme
miedoso. Silencio ahora en la calle, jolgorio, frenesí y pequeñas hogueras calentándonos las piernas
de pantalón corto, tal día como hoy hace muchos años.
Proseguí calle arriba, una oveja
de Agustín rompió el silencio y me alegré, las demás casas cuatro o cinco
dispersas, estaban vacías. Silencio. Solo mis pasos ponían sonido a la noche, y en ellos me reconciliaba.
Llegué a la carretera y en ella
avancé camino de Barrueco. La Casa de Juan (Doroteo), vacía; la de Manuel de la Lumi, vacía; la última que en
mi infancia fue del brigada, después de Luis de Aquilino y finalmente de Manuel
y Alfonsa, eran testimonios de la soledad y tristeza que representaban ahora
sus muros; alegría, calor y aroma navideño en otra época.
Tomé conciencia de que el tiempo había seguido implacable mis pasos
desde que nací y disfruté de este barrio y, a cuestas, llevaba todas las
vivencias acumuladas que ahora en medio del silencio y la soledad se
deshilvanaban con un punto de nostalgia al contemplar las calles vacías y
tristes. La luna seguía mis pasos, la brisa me refrescaba la cara.
Regresé al corazón del pueblo, me detuve en Los Llanos, mi barrio de
infancia, ahora cruzado por la carretera que lleva a Mieza. Antes espacio diáfano donde en estas
noches de invierno corríamos tras la pelota dándole patadas, bajo la mortecina
luz del único poste, juego que ni la
mismísima niebla por gélida y sombría que fuera, nos lo impedía.
La casa de mi abuelo Ángel, que desprendía un olor a pan reciente,
ahora una ruina; la que fue de teléfonos y nos traía noticias lejanas, vacía; la que fue de Eusebio,
el primer chalet de solera del pueblo, vacía. Por fin se encendieron las luces
de la casa que fue del médico, ahora Casa Rural. Cuatro coches negros aparcados
delante ponían vida a un barrio sumergido en la soledad y el silencio más
absoluto. Avancé hasta vislumbrar el cementerio. A lo lejos las luces
amarillentas de dos pueblos portugueses anunciaban la fraternidad de ambos
pueblos. Alumbraba la luna con intensidad realzando la silueta de los cipreses
del cementerio, tiesos, solemnes, apuntando al cielo. A mi derecha tenía las
escuelas “nuevas” porque las estrenamos los de mi generación, cerradas a cal y
canto porque ya no hay niños para abrirlas. Recordé el jolgorio que armábamos
en el jardín durante el recreo batiendo como posesos la espumadera en el
recipiente de la leche en polvo que llegó de América para quitar algo de
hambre, o de sed de leche. A falta de niños, nuestra escuela es ahora un
tanatorio. Los niños que fuimos, peinamos canas o calvicie, algunos ya se
fueron para siempre. Tanatorio donde antes hubo niños. Todo un síntoma
escalofriante. Sobran las palabras.
Sacudí la tristeza que me
asedió y proseguí hacia el centro, carretera abajo. Recuperé el ánimo al contemplar luz en el hermoso chalé que
habitaron Joaquín y Pepa, frente a la que fue de Doroteo. A través del gran
ventanal se vislumbraba una llama danzarina en la chimenea entorno a sus
moradores (venidos de lejos para la ocasión), y unas lucecitas de colores
guiñaban al paseante. Calor hogareño, por fin, en la tristeza y soledad del
barrio.
Todas las casas que en esta calle dejaba atrás hasta llegar al torreón
dormían su solitaria vejez, sólo en dos o tres había vida, pero nada trascendía al exterior. Recogimiento en el
hogar; silencio fuera. El reloj dio las ocho y media.
Giré a la izquierda camino del juego de pelota. Casas cerradas, vacías, el campanario de la
iglesia iluminado por un foco. Me detuve en medio del Juego de pelota. Recodé la noche como hoy hace
cincuenta años, cuando me tocó ser quinto y todo estaba listo para izar la
bandera en lo alto del frontón como era costumbre. En el centro de la plaza, entonces de tierra
como las calles, prendimos una enorme hoguera con los postes de la luz que habían
sustituido por otros de cemento. Pero la noche era larga y fría y necesitamos
más leña. A uno se le ocurrió acarrear unas brazadas de leños de un vecino de
la calle Bardera. El dueño lo denunció al juez de paz y este le dijo que su
hijo también había cometido no pocas fechorías similares, “así que una cosa por
otra” sentenció, y todo acabó en aguas de borrajas.
Entorno a la media noche procedimos a colocar el mástil de la bandera.
Dos escaleras empalmadas apoyadas sobre un carro de bueyes, nos ayudaron a escalar
y clavar el mástil de unos cuatro metros
en la cara opuesta al muro liso del frontón. Yo sujetaba la escalera mientras
otro, en lo alto, fijaba el palo sobre la piedra sin enfoscar. Al clavar se
levantó un trocito de la cal que servía de argamasa, trozo que fue a caer sobre
mi frente mientras miraba hacia arriba. Comencé a sangrar. Enjugué la sangre
con un pañuelo. A la luz de la lumbre Ventura me dijo que era una “pitera” insignificante, paro me dolía y se
produjo una pequeña inflamación. Me até el pañuelo a la frente cual pirata y el
sangrado cedió. Así pasé la noche entorno a la hoguera donde se comían perrunillas,
higos pasos, golosinas y se bebía vino y anis.
Piedad, más joven que nosotros, relevó a su madre en el bar de
enfrente y allí tomamos el chocolate esperando alegres el amanecer por la labor
realizada. La bandera ondeaba majestuosa en la mañana del nuevo año. Orgullo de
las quintas que la habían confeccionado la enorme tela bordando los nombres de
quintos y quintas en letras grandes que se irían desgastando durante los doce
meses de vida. ¡Quién iba a decir que cincuenta años después, nuestra bandera, la
de todos, símbolo de nuestras ilusiones y juventud, sería denostada por
demasiada gente, como si ella no
representara un trocito de la vida de cada español! Triste historia la nuestra!
Me repuse de tantas emociones y proseguí con la luna hacia la calle
Bardera, saludé a las campanas que ya no llaman al Ángelus al atardecer, que ya
no alegran los bautizos porque no hay, que hay que esperar cada año el día de
san Lorenzo para alegrarnos de verdad.
Casas cerradas, silencio. En la última casa, mirando ya al campo,
había luz, silencio y paz. Regresé al centro por la calle Larga, saludé a
Vicente y le deseé feliz noche. En el bar de Bosco había murmullo, voces
jóvenes, no muchas. Olía a humo en la calle, humo agrio, insulso, de chimeneas
de calefacción. Nada que ver con el humo perfumado de antaño con olor a
sofrito, o a sardinas, o farinato frito.
Llegué al `pilar y recordé la misma noche de 1960. Allí, sentados en
unas piedras, al calor de la hoguera, charlábamos y cantábamos villancicos,
comíamos castañas pilongas y uvas pasas. Recuerdo la gabardina de Marifé
impregnada de olor a bar, que era un aroma inconfundible, el mismo que me
llevaba a la cama cuando asistía al cine el sábado por la noche en el salón de
Aquilino. Un mozo forastero, de los que trabajaban en el Salto de Aldeadávila,
salía del bar de Aquilino o Salvadora, alegre, camino de casa iba cantándole a
los perros con que se cruzaba y nos dio con la mano. Había dinero para gastar
en chatos de vino con la obra del Salto.
Ahora todo era silencio, soledad, el pilar rebosante de agua entonces,
ahora estaba seco y en el lugar del agua se erguía un árbol luminoso de
Navidad. “Mal augurio, la sequía en invierno”, me dije.
Proseguí mi deambular por la carretera camino de Masueco y al llegar a
la cuesta donde el coche de línea renqueaba antaño, recordé cuando nos
enganchábamos a la escalera trasera que subía
a la vaca y corríamos decenas de metros agarrados. Pensé que si hubiera
podido engancharme hoy, más de cincuenta años después, hubiera corrido una
docena de metros o más. Me hubiera gustado ponerme a prueba para comprobar el
paso de los años.
Llegué hasta la última casa y
todas estaban cerradas. Silencio. Tal vez en dos hubiera vida, y la había, pero
el sosiego de los moradores, fruto de tantos años de vida, imperaba en ambos hogares.
En lo alto de la cuesta y en la
oscuridad de la noche, aunque mitigada por la luna, fotografié el silencio del
pueblo y salieron tímidas las luces como
testigo de vida palpitante, como símbolo de una época que se resiste a morir.
Volví sobre mis pasos, llegué al pilar y completé la vuelta al pueblo
por la calle Trinchera. De nuevo casas cerradas, silencio. Me alegré al ver luz
en una, y un lienzo rojo colgado de la ventana alta con la figura del Niño
Jesús, y en la ventana baja, en un tiesto, pestañeaban unas lucecitas de
colores. Me alegré. Proseguí mi deambular y otra casa estaba alumbrada; dos,
entre seis cerradas, vacías y tristes.
Desde el punto de partida, en lo alto del Cotorro, deseé feliz noche a
las almas que aún celebran la Nochevieja. Un perro ladró cuatro veces, y volvió
el silencio.
Entré en casa con una sensación agridulce pensando que cada año la
Nochevieja sería más silenciosa porque ya no nacen niños, síntoma inequívoco
del fin de una época donde hubo alegría, canciones y esperanza a raudales.
Después de la cena recuperé ánimos viendo la televisión y tomando las
doce uvas con la Pedroche que mostraba su vestido, que no era vestido y que
alegraba la vida porque una bella imagen no ofende a nadie. Y en paz me dormí.
Félix Carreto.
La Zarza de Pumareda
Dia de Año Nuevo de 2018