19 mayo 2018

La hora del ángelus


                            
 
 
 
 
 

                                                                                      

Con el Ángelus asomaba la noche y llamaba  a reconciliarse. Las campanas eran la voz de todos, un sonido más que familiar, un sonido adherido a la piel,  la prolongación diaria de uno mismo,  el palpitar sereno de un pueblo que daba por amortizado su esfuerzo y se recluía en su morada. El sonido se expandía por la calles, por los prados y llamaba a los rezagados, a quienes estiraban la jornada, a reconciliarse con los suyos que éramos todos.
     Las campanadas del Ángelus tenían ese efecto sedante: cuando hacía viento se apagaba con el sol, si era lluvia, parecía amainar, hasta el frío que penetraba los huesos se disipaba al calor de la lumbre mientras la sartén repicaba friendo una morcilla o un trozo de farinato, preludio del tránsito hacia la alcoba donde  por lo general, velaba el hogar, colgado en el muro, el cuadro de la Santa Cena.
     La hora del Ángelus era el crepúsculo, a menudo con unas pinceladas de rosa, gris, amarillo y rojo púrpura en el cielo. Era el ir y venir de las gentes en las calles de tierra para dejar todo bien recogido y asentado, para volver a empezar en el nuevo amanecer.

     Llevo en mi  el son de las campanas anunciando el Ángelus porque  su tañido, hoy mudo, son otras tantas escenas cotidianas que sellaron en  mi mente el ajetreo, el trasiego, la alegría o la tristeza, el lamento, la esperanza, la resignación, la ilusión, la lucha por la supervivencia, la  amistad, la solidaridad, la satisfacción del deber cumplido de las gentes que compartíamos el universo que nos identificaba como habitantes de un mismo lugar. Y un atardecer de tantos, al sonar las campanas,  mi tío Indalecio paraba la yagua “Jabonera” y se santiguaba, después volvía a lanzarla al galope hasta entrar en el pueblo, mientras yo dando botes a la grupa, agarrado con todas mis fuerzas a su cintura, disfrutaba de la velocidad cortando el viento en un atardecer de verano.
      En mi mente resuenan las palabras y comentarios de la Andrea o la María,  Ángela o  Milagros, Esperanza o  Socorro, o de la Salvadora, que eran nombres con un destino bien definido desde el bautizo, comentarios que hacían a modo de  saludo o despedida en su encuentro efímero en la calle: “Te dejo, Milagros, porque ya suena el Ángelus y tengo que preparar la cena”. “Hasta luego, Salvadora, que tengo que atender al mi Deogracias y a los niños…” Y en la calle olía a sardinas, o a sofrito y uno regresaba a casa bendecido a esa hora por  la paz que  flotaba en el aire.

     Y, ya, las cabras en la cuadra, la yegua despojada de la albarda, ordeñadas las ovejas, el gato ronroneando, los perros buscando aposento al abrigo de un cobertizo, colgados los aperos del labrador, las alforjas y la cayada del pastor  en un rincón de la entrada, las gallinas aposentadas en el palo del gallinero haciendo equilibrio sobre una pata,  ya, todo recobraba el lugar de su destino.
     La hora del Ángelus creció conmigo, y la llevé adonde fui, y en un crepúsculo parisino, o madrileño, o en cualquier lugar por donde pasé, resonó de nuevo en cada atardecer con el cielo pintado de colores que buscan la soledad en el silencio crepuscular.

    En el fondo de mi alma suenan cada crepúsculo las campanas del Ángelus, como dicen que suenan en el fondo del lago de Sanabria la noche de San Juan.
    El Ángelus era eso: un discurrir de la vida de principio a fin.

 

Félix Carreto.

La Zarza de Pumareda, 2010

    

18 marzo 2018

Los cuatrillizos






 
 
 
Son cuatro los pinos, aunque en mi mente, no sé si me quiere engañar o no, me dice que fueron cinco, pero en realidad solo veo cuatro, y es posible que siempre hayan sido cuatro.
Así que a estos cuatro pinos robustos y nobles de mi infancia me dirijo ahora, ahora que han sido agredidos, heridos, mutilados en parte porque no pudieron resistir la ingente cantidad de hielo, tal vez más de cien kilos, en todo caso una cantidad descomunal de agua que una noche cayó y al instante se congelaba, fenómeno que ni los más viejos del lugar recuerdan haber visto jamás.
Son pinos centenarios que nacieron ahí, o los plantaron, juntitos, unidos para disfrutar y también para ayudarse y hacer frente a las agresiones atmosféricas.
Son la frontera entre las últimas casas del pueblo y el campo, su vocación es por tanto doble: Servir a  la vez al pueblo y al campo. Se yerguen majestuosos, altos como el campanario, mirándose ambos, intercambiando aromas y sonidos: Olor a incienso a cera y procesión destila el campanario, y aroma a resina, a hierba fresca, a cordero recental, a piñones y a paja trillada le envían los pinos: son los aromas de mi infancia.
Hermanados para siempre, pinos y pueblo, pueblo y pinos, han labrado primaveras, han soportado chaparrones, sorteado la ira del rayo y han renacido en cada Semana Santa que siempre anuncia el nuevo tiempo; la exuberancia primaveral que culminaba en la trilla bajo la sombra de los pinos, cosecha a veces conseguida a fuerza de rogativas invocando a la lluvia desde el campanario, para que  al final bajo los pinos se disfrutara separando la paja del trigo, pan nuestro de cada día, pan que fue también el fruto de tantos padrenuestros rezados por las abuelas que velaban por su prole y descendencia.
 Estos pinos tiene dueño, dueño oficial, propietario legal impreso en pergamino notarial, pero estos pinos son también míos, y tuyos, y de aquel que creció y vivió alegre con ellos, a  su sombra  en verano, al ritmo de las piñas que cada año dejaban caer su fruto.
Los pinos pueden cambiar de dueño, pero seguirá siendo sentimentalmente y para siempre, de cuantos los llevamos en el alma, pinos de nuestra infancia y juventud. De modo que estos pinos son míos porque los llevo dentro, porque comí sus piñones, porque levantaba un trozo de su corteza  y la hacía mía para moldear un barquito que flotaba en el pilo, en una caldereta llena de agua, en cualquier lugar, por todo eso son míos, su polvo es mi polvo, y su tierra la mía, tierra de mi tierra, agua de botijo que también llamábamos barril, barro refrescante en la era, como refrescante es la sonrisa placentera sin trampa de esa foto en la era de los pinos, felices de haber separado la paja del grano, sonrientes Pura y su esposo Cayo, que ya no está entre nosotros, y tampoco Evaristo, pero que siguen con nosotros, ahí en la era, sonrientes, con el sombreo en la mano para la foto en un día soleado y feliz por el trabajo hecho, por el deber cumplido.
Fueron muchas las horas que pasé bajo los pinos, entre ellos, sorteándolos con el tirachinas dispuesto a tumbar un pardal, o un tordo o una tórtola que se dejara caer en la cazuela, pero no coseché nada, solo ilusión y la alegría de retozar entre la torre el juego de pelota y los pinos
Tan dentro de mí los llevaba que una noche soñé que había hecho con unas tablas una casita allí arriba, y subía con una soga atada a la rama, y desde allí veía las procesiones de Corpus y SanLorenzo, y allí estaba al cobijo del sol de verano y de la ventisca en invierno, hinchando los pulmones con olor a pino, y desde allí veía trillar y  también el cortejo fúnebre camino del cementerio, y veía a Sebastián a la cabeza de la comitiva, algo encorvado por sus más de ochenta años, pero ágil y decidido, mostrando el camino último, del que no había que temer nada porque allí se iba a descansar; a esa conclusión llegué al verlo siempre en cabeza porque no había peligro de emboscada, sino reposo y paz al final del camino, hasta que un día ya no lo ví más, y otro había tomado el relevo con la misma fe y convicción
Pinos de mi adolescencia cuando los  montones de paja trillada a máquina, "Ajuria" (Vitoria) creo haber leído entre sus armazón de hierro y madera, con unas ruedas de hierro que le costaba un mundo arrastrar a la pareja de bueyes—vacas moruchas de fuerte armazón y cornamenta majestuosa. Aquellos montones de paja de varios dueños iban desapareciendo camino de pajar. Y allí estaba yo encalcando la paja mientras Ángel de la tía Luzdivina me cubría de paja en cada bieldada, bielda que llamábamos “brienda”, protegido yo con un saco de esparto sobre la cabeza y espalda. Y cuando él marchaba con el carro lleno al pajar, yo echaba un trago de agua del botijo y con una navaja esculpía mi nombre en la corteza de los pinos para quedar para siempre uncido a ellos.
Por tanto apego con ellos, ahora que nos hemos hecho viejos o vamos camino de ello, los pinos y yo, ellos perdiendo ramas y yo pelo, que viene a ser lo mismo, me he puesto triste al ver parte de su frondoso ramaje en el suelo, como brazos amputados que no soportaron el peso de los años, como el abuelo cuya cadera cede y rompe el hueso, porque los años es eso; un irse poco a poco, en sordina, desprendiéndose de lo que fuimos, de lo que era irrompible o se reparaba en un abrir y cerrar de ojos.
Los pinos han entregado parte de su esqueleto, ya irreparable. Pero ahí siguen con la ilusión de siempre mirando al campanario, y celebrando procesiones y acogiendo aves de paso, y aunque ya no hay vida de paja y grano y botijo de era, hay corderos recentales que siguen bajo ellos  balando y poniéndole vida a la vida.
Otros, los que fuimos pino y los llevamos dentro, seguiremos mirándolos con la misma ternura y agradecimiento con que se mira  a un abuelo que es la esencia de la vida vivida y esculpida a base de sacrificio pero también cantando y bailando y riendo cuando por la fiesta de las Madrinas ya todo estaba limpio de paja y grano, la panera y el pajar llenos, mientras,  nuestra vida sigue su rumbo, sin detenerse, intentando evitar el rayo y la ventisca, entre el campanario y los pinos. Entre el recuerdo y la esperanza.
 
 
 
 
 
 

13 marzo 2018

Atardecer zarceño

Cada día es distinto y cada atardecer zarceño nos muestra el avance del sol en el horizonte,es decir subiendo hacia el norte hasta el solsticio de verano que regresará sobre sus pasos. Y así vamos caminando juntos al compás de cada atardecer.







12 marzo 2018

LOS SONIDOS DEL AGUA



LOS SONIDOS DEL AGUA
Desde que el hombre es hombre,
mejor dicho el ser humano, para no herir susceptibilidades, ya se sabe, lo
primero que debió estimular su imaginación fue los sonidos, todos los sonidos,
los propios y los ajenos. Sin duda los de la naturaleza, el agua y el viento,
fueron los más llamativos, porque son los precursores de la música, o la
música, sin más.
Llevábamos en mi pueblo más de
una año sin que corrieran los regatos cantarines que acunaron nuestra infancia.
He salido al campo para empaparme
de los sonidos de antaño viendo correr el agua, ese agua  que lame maderos, pule la roca, salta alegre
y hace piruetas, se vuelve lechosa, se amansa para después salvar obstáculos
hasta descansar ya en la cuna del Duero camino del mar.
 
 Y, después de lo visto y
disfrutado, hago una pausa y me digo: “¿Qué  tendrá el agua cuando la bendicen?”.

11 marzo 2018

El agua que se hizo esperar


 

Por fin llegó. En forma de nieve, hielo, niebla, lluvia persistente, lluvia calabobos, lluvia al aire de arriba, y de abajo, y serrano, que así bautizaron nuestros antepasados a estas lluvias por ser acompañadas de la dirección de dichos vientos.
Se hizo esperar, se hizo de rogar, ya ni las rogativas surtían efecto. Más de un año sin correr los regatos, se vaciaron las charcas, lo pasó mal el ganado, y los ganaderos por su ganado, y todos por todos, porque todo repercute en todo, tanto para lo bueno como lo malo.
Así que como reza otra entrada  en este rincón bloguero ¡Aleluya!
De modo que este video es una muestra de lo alegre que va el regato, nuestro emblemático Ropinal. Y pensar que hace poco más de quince días todo seguía seco.

Se hizo pues el milagro. Así que como dice el refrán:” Nunca es tarde si la dicha es buena”

28 febrero 2018

Febrero el loco

Ayer 27 de febrero nevó en media España, también en la Zarza. Por la tarde noche llovió, después durante la noche llovió, nevó y heló. Lo hizo todo de una tacada. Amaneció con los carámbanos de antaño, cuando andábamos en pantalón corto.
Se produjeron fenómenos meteorológicos raros para no ser menos que el enrarecimiento de la vida política reinante en Hispania, Tabarnia y Tractoria…
Con el peso del hielo sufrieron las ramas de los árboles tronchándose alguna por aquí y  por allá. Los olivos sufrieron por el peso del hielo del que les costó separarse a pesar de la lluvia que cayó a mansalva entorno al mediodía. Las escobas estaban vencidas de mala manera, desgajadas, dislocadas, una rama por un lado, otra tumbada por otro besando el suelo, con carámbanos espesos y brillantes como diamantes. No recuerdo haber visto algo parecido. Nevó, llovió , heló encima, después apareció niebla lloviendo a la vez, algo insólito también. De modo que el mes se despide recordando el refrán: “Febrero el loco, si un día está malo, peor está el otro”.
¿Serán los signos del tiempo desquiciado que se acomodará en este mundo nuestro no menos  desquiciado? Tras la larga sequía,esto. Menos mal que están los braseros para socorrernos.
 
 
 
 













11 enero 2018

Una mirada retrospectiva


 

Este relato es la continuación del subido a la página el 30 de diciembre, cuyos personajes eran el Tío Doroteo, el tío José Manuel y mi tío Andrés.
Mi tío Andrés tenía cinco hermanos, entre ellos   mi abuela Pepa, y mi tío Casiano, fallecido muy joven en un accidente de camión.
Mi tío Andrés era muy culto, no sé dónde había adquirido tanta cultura, tal vez leyendo los periódicos que siempre   tenía en el mostrador. Me hablaba de la guerra civil, de la segunda guerra mundial, del presidente Eisenhower con tanta pasión y detalles, que parecía que lo había vivido sobre el terreno. Me consta que se le daban muy bien los números y tal vez por eso montó el negocio: Un pequeño bar, comercio  y carnicería, o mejor dicho un auténtico bazar adaptado a las necesidades del pueblo. Allí había de todo, y allí acudían los clientes, muchos llegados de fuera para la construcción de la carretera  y la “Obra” del Salto.
Era solterón, como decíamos, y muy dicharachero. Sufría una cojera .no sé desde cuándo y al tambalearse parecía que se iba a caer, pero no se caía. Tal vez tuviera una pierna más corta ¿causado por la polio? No lo sé. A mi edad escolar, yo pensaba en otras cosas que indagar sobre su cojera. El caso es que llevaba un alza en el zapato y tal vez de ahí el mote “Calzaparda”. Sabido es que en nuestro pueblo, como en otros, casi todas las familias tenían su mote o apodo,; el tío Doroteo lo tenía, mi abuelo Manuel, también etc, y se heredaba de padres a hijos aunque a los nietos nos llega ya de refilón. No es que los motes fueran denigrantes en sí ,pues designaban personas concretas, yo creo que lo negativo  era la forma despectiva de usarlos a menudo para zaherir, sobre todo los chavales cuando nos peleábamos, por eso la tía Ramona siempre me decía tras darme la perrita gorda “ Hay que rezar, hijo, que hay gente mu mala” .

Al vivir mi tío Andrés  a medio camino entre mi casa y la escuela ( la vieja), me acostumbré a pasar por su comercio para saludarlo. Esa era mi intención sincera, pero en el fondo, al tratarse de los años de posguerra, el motivo de la visita era guiado, pienso ahora, por el mero instinto de supervivencia.
    —¿Qué tal?, tío Andrés.
Me pasaba la mano por la cabeza.
    —¿Cómo andas  con las matemáticas, sabes ya multiplicar, dividir, restar? Cántame la tabla de multiplicar del 7, anda.
Yo se la cantaba, y bien cantada, y la del 8 , y la del 9, hasta que me decía:
     —Ya veo que te aplicas bien. ¿Qué quieres? ¿Castañas pilongas, cacahuetes, uvas pasas, higos pasos, o una castañita de chocolate?
No me atrevía a decirle que todo me gustaba, pero ya era lo suficiente recatado y me limitaba a meter la mano en el saco de castañas y cogía un puñado. Así lo visitaba a menudo, y un día cogía higos pasos, otro,  uvas,  el chocolate me lo proponía siempre él porque no me atrevía a pedirle un trozo. “¿Sabes cómo se llama el presidente de los Estados Unidos, y el de Rusia?” Yo se lo decía esperando el trocito de chocolate de almendra y regresaba a casa brincando y cantando la campanera.
     —Andrés, ponme un litro de vino y apúntalo en la libreta —le decía uno. Otro llevaba medio kilo de carne de oveja “apúntalo Andrés”, y a fuerza de apuntar y no cobrar, porque algunos clientes forasteros no volvían, el negocio de Andrés se  fue a pique. Pero mientras duró, qué jartura de castañas pilongas y uvas pasas me di, y que rico el chocolate que sabía a gloria.

Tenía el sentido del negocio y cuando montaron en el Abanico el taller de la Ibérica, y construyeron los barracones para los obreros, mi tío Andrés pensó que si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña. Y así lo hizo montando un chiringuito de madera en un prado en el Abanico para que los obreros fueran a tomar vinos, pero los obreros, muchos solteros, preferían venir al pueblo y parlotear al mostrador con las camareras, siempre atentas al negocio. De modo que aquel negocio no prosperó como él deseaba y al cabo de un tiempo lo cerró para no perder más dinero
En su comercio, un local donde había un mostrador para servir vinos y aguardiente, sobre todo, había un espacio a la izquierda de la entrada y allí se ponía un peluquero para, con una simple silla, cortar el pelo por un módico precio. Mi tío era así de acogedor. Demasiado bueno para hacer negocio. Ponía la botella de vino en el mostrador y el tío Marcos, padre de la tía Petra, alguacila, bebía un trago, que era media botella y le pagaba un chato ( mal negocio Andrés) Pero Andrés era feliz así y esperaba que la fortuna fuera su aliada.
El tio Marcos lo visitaba con frecuencia ( se entiende el porqué), fue tanta su amistad que eso lo llevo a un trágico final.
Era el tío Marcos un hombre rudo y noble a carta cabal, de talla media pero con unas espaldas como un armario y de una fuerza descomunal —me decía mi abuelo Ángel.
     —Marcos, necesito un haz de escobas para calentar el horno—le decía mi abuelo—y el tío Marcos cogía una soga y el pico y al  rato se presentaba con un enorme haz como el que se le echaba al lomo de la yegua. “Nunca he visto cosa igual, qué bárbaro, qué fortaleza”, decía mi abuelo.
Después el tio Marcos esperaba la recompensa que no era dinero, porque prefería una hogaza de pan candeal de kilo y medio, un trozo de tocino de medio kilo  y una botella de vino, que mi abuelo le presentaba junto al haz que acababa traer, porque él prefería dar cuenta de tan suculento manjar con su navaja cabritera  estribado en el haz de escobas.
Era un hombre servicial y siempre dispuesto  para echar una mano donde las fuerzas de los demás flaqueaban.
Cuentan que un día el meseguero que vigilaba la hoja, sorprendió a su burro en el sembrado y lo encerró en el Corral Concejo, detrás de las escuelas viejas. No quiso pagar la multa para recuperarlo y saltando la pared, no muy alta, probablemente de noche, se echó el burro a los hombros,  como si fuera un cordero, y lo sacó por encima de la pared.

Un día mi tío Olegario que en su casa había montado un pequeño comercio, le pidió que lo acompañara a Lumbrales para comprar género, pues había que manejar sacos pesados, que en aquella época eran de sesenta o cien kilos, como las sacas de harina.
Hacía frío aquella mañana y mi tio Olegario lo invitó a tomar una copa de aguardiente en un bar de Barrueco, camino de Lumbrales. Tomó el vaso, empinó la cabeza y el aguardiente pasó como un rayo por el gaznate. A mi tío Olegario le pareció demasiado fuerte el aguardiente y de un sabor raro, de manera que tras mojar los labios, se lo dijo al camarero. Este miró la botella y  se disculpó, mientras mi tío le preguntaba al Marcos “¿Qué tal el aguardiente”. “Un poquito fuerte pero estaba bueno”, contestó. Era alcohol puro, no aguardiente. Pero el tío Marcos tenía unas tragaderas propias para una fortaleza semejante. Esta pasión por las bebidas fuertes le llevó a la muerte demasiado pronto.

Solía, como he dicho, frecuentar el comercio-bar de mi tio Andrés y debido a la confianza, una mañana se presentó ante el mostrador, apañó la botella que estaba encima de la barra, mientras mi tio Andrés andaba en la trastienda, echó un trago de los suyos, o sea casi medio litro, pero cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Ante el alarido, acudió mi tío Andrés y se llevó las manos a la cabeza al ver la botella derramando el líquido restante, mientras el Marcos intentaba escupir y vomitar aquel brebaje. Mi tio Andrés estaba haciendo limpieza y al estar solo había dejado la botella en el mostrador. No se percató de la llegada de Marcos y el drama se consumó en un santiamén, pues el contenido de la botella era sosa. Se abrasó todo el tubo digestivo y debió sufrir horrores durante la semana de vida en que  luchó desesperadamente contra la muerte.
Fue un suceso trágico, como la muerte del tio Castro que se arrojó a rio con una piedra atada al cuerpo.

Así recuerdo yo a los personajes que he presentado, personas que pasaron por nuestro pueblo como vamos pasando los demás, con más o menos suerte, tal vez con más. Los que vengan detrás podrán juzgar.

 Félix Carreto
La Zarza de Pumareda
Enero de 2018

 

 

 

 

03 enero 2018

La noche de la Nochevieja


 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Eran las ocho de la noche en mi pueblo. La luna alta, casi Llena, avanzaba alumbrando los recovecos incitando al paseo nocturno.
La tarde había sido lluviosa y aproveché este cielo despejado para dar un paseo por todas las calles del pueblo para disfrutar del presente, recordar otra época, y abrir también el apetito para la cena suculenta que suele aguardar en semejante noche.
Salí de casa con anorak y gorro, pues soplaba una brisa que te sacaba los coloretes en la cara. Subí a la loma del Cotorro, oteé el pueblo, sus luces blancas mostraban la extensión de un extremo a otro; casi un kilómetro. Todo era silencio. Olía a humo hogareño que vomitaban algunas chimeneas. Bajé la cuesta del Cotorro, llegué al merendero-parque de Vallito Redondo. Silencio. Tampoco había agua en el tramo de laguna, otros años incubando las ranas y alguna vez cubierta de carámbano. Pasé por la puerta de Pacho, abandonada a su suerte, giré a la izquierda calle Camino Milano, casas cerradas, sin nadie, solo en  la última relumbraba la  luz  que Dolores mantenía viva cual  linterna  en un bosque oscuro.

Este fue mi barrio de infancia. Atrás quedaban las casas cerradas y frías de los dueños que fueron y que ya no son de este mundo: La casa de doña Daniela, la maestra, la de Santiago “el herrero”, la de La Emilia y José, la del tío David, la dela tía Manuela y José, donde me refugié una noche de verano siendo crio, porque hui de mi casa al ver dos ratones pasar por encima de la cama, hasta que mis padres regresaron de la función de sainetes en el salón de Aquilino, y me recogieron, no sin llamarme miedoso. Silencio ahora en la calle, jolgorio, frenesí  y pequeñas hogueras calentándonos las piernas de pantalón corto, tal día como hoy hace muchos años.

Proseguí calle arriba, una oveja de Agustín rompió el silencio y me alegré, las demás casas cuatro o cinco dispersas, estaban vacías. Silencio. Solo mis pasos ponían sonido  a la noche, y en ellos me reconciliaba.

Llegué a la carretera y en ella avancé camino de Barrueco. La Casa de Juan (Doroteo), vacía; la  de Manuel de la Lumi, vacía; la última que en mi infancia fue del brigada, después de Luis de Aquilino y finalmente de Manuel y Alfonsa, eran testimonios de la soledad y tristeza que representaban ahora sus muros; alegría, calor y aroma navideño en otra época.

Tomé conciencia de que el tiempo había seguido implacable mis pasos desde que nací y disfruté de este barrio y, a cuestas, llevaba todas las vivencias acumuladas que ahora en medio del silencio y la soledad se deshilvanaban con un punto de nostalgia al contemplar las calles vacías y tristes. La luna seguía mis pasos, la brisa me refrescaba la cara.

Regresé al corazón del pueblo, me detuve en Los Llanos, mi barrio de infancia, ahora cruzado por la carretera que lleva a  Mieza. Antes espacio diáfano donde en estas noches de invierno corríamos tras la pelota dándole patadas, bajo la mortecina luz  del único poste, juego que ni la mismísima niebla por gélida y sombría que fuera, nos lo impedía.

La casa de mi abuelo Ángel, que desprendía un olor a pan reciente, ahora una ruina; la que fue de teléfonos y nos traía  noticias lejanas, vacía; la que fue de Eusebio, el primer chalet de solera del pueblo, vacía. Por fin se encendieron las luces de la casa que fue del médico, ahora Casa Rural. Cuatro coches negros aparcados delante ponían vida a un barrio sumergido en la soledad y el silencio más absoluto. Avancé hasta vislumbrar el cementerio. A lo lejos las luces amarillentas de dos pueblos portugueses anunciaban la fraternidad de ambos pueblos. Alumbraba la luna con intensidad realzando la silueta de los cipreses del cementerio, tiesos, solemnes, apuntando al cielo. A mi derecha tenía las escuelas “nuevas” porque las estrenamos los de mi generación, cerradas a cal y canto porque ya no hay niños para abrirlas. Recordé el jolgorio que armábamos en el jardín durante el recreo batiendo como posesos la espumadera en el recipiente de la leche en polvo que llegó de América para quitar algo de hambre, o de sed de leche. A falta de niños, nuestra escuela es ahora un tanatorio. Los niños que fuimos, peinamos canas o calvicie, algunos ya se fueron para siempre. Tanatorio donde antes hubo niños. Todo un síntoma escalofriante. Sobran las palabras.

 

 Sacudí la tristeza que me asedió y proseguí hacia el centro, carretera abajo. Recuperé el ánimo al  contemplar luz en el hermoso chalé que habitaron Joaquín y Pepa, frente a la que fue de Doroteo. A través del gran ventanal se vislumbraba una llama danzarina en la chimenea entorno a sus moradores (venidos de lejos para la ocasión), y unas lucecitas de colores guiñaban al paseante. Calor hogareño, por fin, en la tristeza y soledad del barrio.

Todas las casas que en esta calle dejaba atrás hasta llegar al torreón dormían su solitaria vejez, sólo en dos o tres  había vida, pero nada  trascendía al exterior. Recogimiento en el hogar; silencio fuera. El reloj dio las ocho y media.

Giré a la izquierda camino del juego de pelota.  Casas cerradas, vacías, el campanario de la iglesia iluminado por un foco. Me detuve en medio del Juego  de pelota. Recodé la noche como hoy hace cincuenta años, cuando me tocó ser quinto y todo estaba listo para izar la bandera en lo alto del frontón como era costumbre.  En el centro de la plaza, entonces de tierra como las calles, prendimos una enorme hoguera con los postes de la luz que habían sustituido por otros de cemento. Pero la noche era larga y fría y necesitamos más leña. A uno se le ocurrió acarrear unas brazadas de leños de un vecino de la calle Bardera. El dueño lo denunció al juez de paz y este le dijo que su hijo también había cometido no pocas fechorías similares, “así que una cosa por otra” sentenció, y todo acabó en aguas de borrajas.

 Entorno a la media noche procedimos a colocar el mástil de la bandera. Dos escaleras empalmadas apoyadas sobre un carro de bueyes, nos ayudaron a escalar y  clavar el mástil de unos cuatro metros en la cara opuesta al muro liso del frontón. Yo sujetaba la escalera mientras otro, en lo alto, fijaba el palo sobre la piedra sin enfoscar. Al clavar se levantó un trocito de la cal que servía de argamasa, trozo que fue a caer sobre mi frente mientras miraba hacia arriba. Comencé a sangrar. Enjugué la sangre con un pañuelo. A la luz de la lumbre Ventura me dijo que era una  “pitera” insignificante, paro me dolía y se produjo una pequeña inflamación. Me até el pañuelo a la frente cual pirata y el sangrado cedió. Así pasé la noche entorno a la hoguera donde se comían perrunillas, higos pasos, golosinas y se bebía vino y anis.

Piedad, más joven que nosotros, relevó a su madre en el bar de enfrente y allí tomamos el chocolate esperando alegres el amanecer por la labor realizada. La bandera ondeaba majestuosa en la mañana del nuevo año. Orgullo de las quintas que la habían confeccionado la enorme tela bordando los nombres de quintos y quintas en letras grandes que se irían desgastando durante los doce meses de vida. ¡Quién iba a decir que cincuenta años después, nuestra bandera, la de todos, símbolo de nuestras ilusiones y juventud, sería denostada por demasiada gente,  como si ella no representara un trocito de la vida de cada español! Triste historia la nuestra!

Me repuse de tantas emociones y proseguí con la luna hacia la calle Bardera, saludé a las campanas que ya no llaman al Ángelus al atardecer, que ya no alegran los bautizos porque no hay, que hay que esperar cada año el día de san Lorenzo para alegrarnos de verdad.

Casas cerradas, silencio. En la última casa, mirando ya al campo, había luz, silencio y paz. Regresé al centro por la calle Larga, saludé a Vicente y le deseé feliz noche. En el bar de Bosco había murmullo, voces jóvenes, no muchas. Olía a humo en la calle, humo agrio, insulso, de chimeneas de calefacción. Nada que ver con el humo perfumado de antaño con olor a sofrito, o a sardinas, o farinato frito.

Llegué al `pilar y recordé la misma noche de 1960. Allí, sentados en unas piedras, al calor de la hoguera, charlábamos y cantábamos villancicos, comíamos castañas pilongas y uvas pasas. Recuerdo la gabardina de Marifé impregnada de olor a bar, que era un aroma inconfundible, el mismo que me llevaba a la cama cuando asistía al cine el sábado por la noche en el salón de Aquilino. Un mozo forastero, de los que trabajaban en el Salto de Aldeadávila, salía del bar de Aquilino o Salvadora, alegre, camino de casa iba cantándole a los perros con que se cruzaba y nos dio con la mano. Había dinero para gastar en chatos de vino con la obra del Salto.

Ahora todo era silencio, soledad, el pilar rebosante de agua entonces, ahora estaba seco y en el lugar del agua se erguía un árbol luminoso de Navidad. “Mal augurio, la sequía en invierno”, me dije.

Proseguí mi deambular por la carretera camino de Masueco y al llegar a la cuesta donde el coche de línea renqueaba antaño, recordé cuando nos enganchábamos a la escalera trasera que subía  a la vaca y corríamos decenas de metros agarrados. Pensé que si hubiera podido engancharme hoy, más de cincuenta años después, hubiera corrido una docena de metros o más. Me hubiera gustado ponerme a prueba para comprobar el paso de los años.

 Llegué hasta la última casa y todas estaban cerradas. Silencio. Tal vez en dos hubiera vida, y la había, pero el sosiego de los moradores, fruto de tantos años de vida, imperaba en ambos hogares.

 En lo alto de la cuesta y en la oscuridad de la noche, aunque mitigada por la luna, fotografié el silencio del pueblo y salieron tímidas  las luces como testigo de vida palpitante, como símbolo de una época que se resiste a morir.

Volví sobre mis pasos, llegué al pilar y completé la vuelta al pueblo por la calle Trinchera. De nuevo casas cerradas, silencio. Me alegré al ver luz en una, y un lienzo rojo colgado de la ventana alta con la figura del Niño Jesús, y en la ventana baja, en un tiesto, pestañeaban unas lucecitas de colores. Me alegré. Proseguí mi deambular y otra casa estaba alumbrada; dos, entre seis cerradas, vacías y tristes.  

Desde el punto de partida, en lo alto del Cotorro, deseé feliz noche a las almas que aún celebran la Nochevieja. Un perro ladró cuatro veces, y volvió el silencio.

Entré en casa con una sensación agridulce pensando que cada año la Nochevieja sería más silenciosa porque ya no nacen niños, síntoma inequívoco del fin de una época donde hubo alegría, canciones y esperanza a raudales.

Después de la cena recuperé ánimos viendo la televisión y tomando las doce uvas con la Pedroche que mostraba su vestido, que no era vestido y que alegraba la vida porque una bella imagen no ofende a nadie. Y en paz me dormí.

 

Félix Carreto. 

La Zarza de Pumareda

Dia de Año Nuevo de 2018