Ahí está esa florecilla amarilla,
radiante como el sol que la alumbra, a la vez fresca y solitaria, ¿floreciendo
a contratiempo? Ni mucho menos. Ella es el símbolo de la perseverancia.
Resurgir entre pajas resecas como florón de la vida.
Un poco más adelante me sorprende
otra florecilla blanca, a ras del suelo, junto a un surco pelado arañado a la
tierra por las hormigas, ahí están relucientes como dos luceros, en forma de
campanilla, o de esquila que anuncian con su blancura un nuevo tiempo; el
paulatino declinar del verano; ellas lo saben y nos animan desde su aparente
fragilidad, como afirmando que nada es insuperable.Otra planta de verano brota entre las piedras al pie de las paredes que jalonan la carretera que atraviesa el pueblo, desde la puerta de Francisco hasta la de Jesús. El color de sus flores , amarillo pálido y granate desteñido, no es muy vistoso a simple vista, bastante discreto, digamos que engañoso para no atraer depredadores, en este caso humanos, que los hay. Además durante el día, cierra sus pétalos a cal y canto, como para proteger su esencia, y también para protegerse del sol, quizás también para dormir la siesta. Porque llegada la noche, ¡ay! al despertar la noche, cuanto más tarde mejor, cuando regreso del bar de la Sagrario (de lejos el mejor de la comarca) a la una de la mañana en este tiempo de ocio, ahí están las flores esperando al transeúnte, todos su pétalos abiertos ahora, despojadas de su disfraz diurno, mostrando su desnudez o sea, vestidas de gala nocturna donde el granate, y el rosa, y el amarillo, deslumbran de repente por su intensidad cromática, al tiempo que destilan una potente fragancia que bien podía ser de Christian Dior, pero es algo más: es el perfume insuperable, genuinamente zarceño. Me paseo por este recorrido aromático bajo la luz de la luna y me dan ganas de subir y bajar la carretera hasta dormirme sumergido en este perfume.
Después de haber descubierto
estas flores que presento, y haber disfrutado de ellas, me digo que algo de
milagroso sí que hay.