23 marzo 2020

El tiempo suspendido


                                               


“Salí para disfrutar de la arquitectura rural —anoto en mi diario—. Me sorprendió un túnel pequeñito, rodeado de algunos chozos de piedra. Era un túnel corto, de unos treinta metros; gris cemento, reluciente su interior. Era lo que buscaba, pero no esperaba encontrarlo, ni  tan cerca de la aldea. El sonido grueso y suave que reproducía su interior al cantar una estrofa de Gracias a la vida, de Violeta Parra, me sedujo y pensé que era el lugar idóneo para grabar un video. Lo anoté en una libreta  para recordar el lugar.
Permanecía sentado afuera, contemplando el brillo de su interior, cuando llegó a mi lado un señor  de mediana edad con una botella de wiski medio vacía, o medio llena. Estaba agitado, el rostro rojo como una granada, resoplaba intentando aplacar el resuello. En cada trago que echaba desprendía burbujas minúsculas que se volatilizaban. “He matado a mi mujer”, me dijo, y volvió a darle otro tiento dejando la botella, ahora sí, casi vacía.
Llegó un policía  que probablemente lo perseguía y, pistola en mano, le dijo que lo siguiera,” y tú también”, me dijo. Apenas tuvimos que andar para llegar a unos locales de madera el  interior, color miel, sin adornos en los muros. Abrí una puerta y vi a un juez en el fondo de la sala. Una señora, tal vez la secretaria, me regañó  y cerró la puerta. Terminada la vista, el señor con la botella casi vacía y yo entramos. La sala se fue llenando de curiosos.
        —Póngase en pie —me dijo el juez.
    —Por qué me tengo que poner de pie si puedo responder  sentado como está usted —contesté.
     El juez se puso rojo, golpeó la mesa con el martillo  y dijo:
     —Aquí mando yo y usted, limítese a contestar.
     Iba a decirle  que estábamos en democracia y que en cierto modo éramos todos iguales y libres, pero me agarrotó el miedo.
     —¿Ha visto usted como mataba a su mujer el señor? —me preguntó el juez.
     —Yo no sé nada de esa historia. Estaba contemplando el túnel y llegó  a mi lado escapando de la policía. Pero no creo que le dé tiempo a declarar porque va a caer redondo, pues ha bebido una botella de Wiski.
   —Usted limítese a responder a las preguntas, no emita opiniones; tampoco se admiten respuestas jocosas  —dijo con tono agrio.
     Lo que sigue es  una acotación: Busco en mi diario una página equis y encuentro : “Recopilado de El País:   El señor Barrionuevo, exministro, para más inri,  cuando fue juzgado por malversación de dinero público y más cosas, a la pregunta del juez “¿Dónde guardó usted el dinero…?”,contestó que en un calcetín, y se quedó tan ancho. Este hecho es la prueba palmaria de que la Justicia no es igual para todos o, al menos, concede distinto trato a según qué ciudadano…” Retomo el relato:
    “El señor de la botella se desplomó. “Que lo lleven al hospital, que está a unos pasos de aquí”, dijo el juez.  En el hospital había  dos tipos de camas y algún destartalado sofá sobre baldosas levantadas. “Se van a deslomar con estas camas; unas a la altura del hombro y otras casi a ras del suelo”, le dije a la monja.
     “Las altas son literas, pues como sabe, acaba de terminar la guerra civil y es lo que hay; las pequeñas son para los niños”, dijo.
     —Pero yo trabajo en el Hospital Clínico, aquí en Madrid, y las hay con dispositivo automático —dije.
     —Sí, pero es en el otro lado de la Ciudad Universitaria. Ustedes llevan cuarenta años de democracia; nosotros acabamos de terminar la guerra, como le dije.
      La monja le regañó a una enfermera porque habían mezclado mujeres con hombres en una sala, y puso orden. “Esto es fruto de la “igualdad”, nosotros estamos ahora en ese camino”, le dije a la monja. Miró al cielo, se santiguó y juntó las manos para rezar por mí.
     Llamaron a la puerta de mi casa.
    —Hombre, primo. Qué alegría; dos años  sin verte es demasiado.
    —Acabo de llegar de Caracas—dijo.
     —Llegas a tiempo. Siéntate a la mesa, mi mujer ha preparado unas exquisitas albóndigas con arroz y una salsa de tomate que te gustará. Mira, están televisando el segundo entierro de Franco —dije.
      Acotación:
      Este hecho de presentar las exequias y sucesos truculentos en el telediario coincidiendo con un plato exquisito de arroz con albóndigas, me resulta una coincidencia extraña. Busco en el diario anotaciones lejanas y encuentro anotado: “Mientras como, en torno a las tres de la tarde, unas exquisitas albóndigas con arroz, el telediario,  “Telemadrid”, 26 de agosto de 2003, emite un suceso truculento: “Un antiguo empleado municipal fue el primero que encontró a las 5.50 horas de ayer la cabeza de la mujer de raza negra, en una bolsa de basura cuando él mismo iba a arrojar residuos en un contenedor en la localidad de Boadilla del Monte”.
Pero hay más anotaciones similares: “Hallan mujer descuartizada junto a un contenedor en Sanchinarro, (Madrid) 10/12/ 2012”. Y otros dos sucesos más del mismo estilo.
    Anoto al margen: “Franco lo hacen una vez más, inmortal, inmortal como otros dictadores; Pinochet, Pol Pot , Videla y otros de la misma estofa; así de paradójica puede ser la inmortalidad”.
   —Me gustó mucho tu novela “Los pecados sobre la mesa”. Fue un acierto ambientarla en el siglo XVI. Me alegré que te dieran el primer premio Luque Herrera, en Caracas—le dije a mi primo que acaba de jubilarse—.Disfruté mucho con algunos pasajes: cuando el obispo en  un banquete, “La gula”, mira el escote y los pechos de la marquesa, y entrega un cáliz de oro al marqués como trueque por un elegante efebo. Esa escena es genial.  
    —Te agradezco el elogio, primo —me dijo.
    —Pero también recuerdo otros pasajes —añadí—, como cuando el protagonista dice: “El  Estado le quita el dinero a quien menos tiene para dárselo a quien más tiene”—. De nuevo genial—.Yo acabo de escribir una novela y me gustaría, como escritor fino y  experimentado que eres, me la corrigieras.
     —No es bueno que te la corrija, porque debe guardar tu esencia. Sé tú mismo, sin complejos.
     —Te agradezco el consejo, primo, aunque reconozco mi escasa valía, pero bueno; escribir me divierte.
     —Preséntala en algún concurso, aunque sea de poca monta; prueba suerte.
     —No voy a  hacerlo porque pienso que a menudo  están amañados, sobre todo los grandes, como bien recuerda Cervantes en el  “Quijote”.
     —¿Estoy soñando o es realidad?
     Acotación:
     Esto me lo pregunto muchas veces cuando sueño. Me parece todo tan real, y algo  surrealista a la vez, que me pregunto si es o no un sueño. Y es entonces cuando  me despierto.
Y esta vez, acto seguido, me desperté también. Y recordé, con suma tristeza, que mi primo del alma falleció hace más de diez años. Mientras, la televisión sigue emitiendo extractos de ayer sobre las exequias,  traslado, paseo, pompa o show, del difunto Franco.
    Esto ha sido a grandes rasgos lo acaecido en ese tiempo añadido al tiempo, en ese universo inasible, impalpable y etéreo de mis sueños, donde lo viejo se torna nuevo y lo nuevo viejo. Después todo vuelve a ser lo real y fugaz, lo marchito en ese laberinto labrado día a día de voces y ecos que se volatilizan y se pierden en el tiempo; tiempo agitado  de nuestro tiempo de solaz recuerdo, a veces; de soledades  sin encuentros, a veces; de saludos cálidos, a veces; de sonrisas falsas, a menudo; de “duelos y quebrantos” y de quebrantos y duelos, para alternar; de sueños  perseguidos que maduran en silencio, acaso también; ahí afuera la lluvia y el viento barren  los desechos de nuestro mundo moderno y voraz, y, después, todo vuelve a ser nuevo y viejo, ruido estridente de sirenas, ambulancias, policía, bomberos, frenesí, como si la ciudad ardiera y, más allá, silencio en el cementerio, tiempo suspendido en la punta del ciprés, el verdadero tiempo; tiempo de mis sueños: suspendido el tiempo.