22 mayo 2019

La primavera o la nueva vida

El mes de mayo siempre llega con sus coloridos. Cierto es que la primavera, de un tiempo a esta parte, ya no es lo que era; llega tarde y a destiempo, a veces con frio y heladas que dan al traste con los árboles frutales rebosantes de flor. Pero son los signos de los nuevos tiempos, el cambio climático que nos toca sufrir.

De todos modos, y aunque uno espera las mejores imágenes que no siempre llegan para inmortalizarlas,  el campo de nuestro pueblo sigue siendo generosos y  se viste con su manto variopinto donde predomina el amarillo escoba, la rubia, nuestra rubia, el morado cantueso de nuestro tomillo y los distintos tonos del verde, el verde roble el verde centeno, los distintos verdes  de la hierba y también el verde rana se deja ver. Es una sinfonía de colores que cuando te paseas por el campo, además de sus aromas, los pajarillos ponen el contrapunto musical: la abubilla por aquí, el cuco por allá, el ruiseñor en los lugares frondosos y frescos y por encima de todos la cigüeña machando el ajo.
La primavera es eso; un resurgir de la vida, un avance del verano, un aperitivo de las vacaciones, una bocanada de aromas para airear las alcobas y perfumar las calles con la festividad del Corpus que nos recuerda, a los que fuimos chavales, el acarrear tomillos para alfombrar las calles al paso de la procesión.
No hay nada como a primavera para hacer acopio de energías y esperar el tránsito apacible hasta la siguiente. La primavera por nuestros lares es música, luz, amor y fiesta.











11 mayo 2019

Reflexiones a bote pronto sobre la vida y la muerte


                    
 
 
El otro día asistí a un entierro en mi pueblo, de ahí esta reflexión a bote pronto.
Al contrario de las ciudades, en las aldeas o pequeños pueblos donde nos conocemos todos hasta en los andares, estamos familiarizados con la muerte al asistir desde la infancia a estos sepelios de forma natural.
Ya había observado en otros cortejos fúnebres, como nos comportamos las personas, cada cual con su idea de la vida y de la muerte.
Me di cuenta de que en los quinientos metros que separan la iglesia del cementerio, en las afueras,  por lo general, la misma persona, siempre hombre, encabezaba el susodicho cortejo, a veces solo, como tirando del resto, como animando a entrar sin temor en el camposanto, a veces acompañado por uno o dos lugareños. Siempre ese afán por ir delante, el primero, con naturalidad, como diciendo: “Esto es lo que nos espera a todos, resignación y aceptación, pues”.

Este hombre rondaba los ochenta y pico.  Cada año que pasaba caminaba más encorvado y más lento, pero no cejaba en su empeño de ir el primero, resuelto, con las manos unidas atrás, la boina colgando de  los dedos, en silencio, con el sol de frente, o el viento, hasta que falleció y otro tomó el relevo. Este que lo sucedió de forma espontánea y natural en su cometido, también entrado en años, también encorvado, también lento en sus últimos recorridos, es el difunto que acompañé al cementerio el otro día.
Me unía una gran amistad. Nos encontrábamos en el campo a menudo. Me gustaba escuchar sus historias, anécdotas, consejos, aprender de él cosas de la vida porque con los de mi generación no aprendo ya nada, eso me parece. Ese es el premio  que conceden los años.

Comencé a reflexionar sobre ese deambular, sobre ese mirar desde que se nace hasta la vejez. Cómo cuando nacemos nuestra mirada es hacia arriba, hacia la madre que amamanta, hacia sus ojos, su sonrisa, después hacia el padre y cómo echamos a andar casi mirando más hacia arriba o de frente que hacia el suelo, no vemos el suelo, no nos importa, porque el mundo de la infancia está en lo alto, en la mano tendida del adulto que está por encima de él, en la mirada y la sonrisa que el niño aprecia alzando la vista, siempre mirando al cielo, aspirando a llegar a la altura del adulto para mirarlo de frente, como la planta  se estira mirando al cielo, buscando la luz para alcanzar su altura máxima. El niño crece buscando también esa luz. El cuerpo se estira y ya de adulto su mirada es frontal, al mismo nivel que los demás adultos, cara a cara, cuerpo erguido.

Pero hete aquí que el tiempo transcurre sin que advirtamos que un día, esa mirada se torna paulatinamente hacía el suelo, hacia la tierra que nos vio nacer, igual que  las plantas, como el roble entregado. Y esos mimbres de nuestro esqueleto van cediendo, doblegándose, arqueándose cada año más cuando se coquetea con los ochenta, como los lugareños que encorvados encabezaban el cortejo fúnebre, y más si se llega a los noventa y así hasta el final cuando el cuerpo se abraza a sí mismo para retornar al punto de partida, retraído sobre sí como el embrión. Y entre ese periplo de principio a fin está la búsqueda de la felicidad.
Esa meta que perseguimos hasta tirar, encorvados, del cortejo fúnebre. ¿Y si la felicidad residiera  las más delas veces en el  mero intento de alcanzarla, sin consumarse a veces el intento? Reparo en el afán de esos miles de espermatozoides desenfrenados, lanzados a la conquista del óvulo para fecundarlo donde solo uno será el elegido. Ahí empezó nuestra lucha en pos de la felicidad.  Conseguida o no,  de forma plena o aleatoria, puede que la esencia esté en el propio intento y en la forma  de quererla  alcanzar.  Por lo demás, después de lo descrito, ya sabemos cómo  acaba nuestra mirada. Otro tomará el relevo a la cabeza del cortejo de forma natural.

Así es la vida…y la muerte.