20 octubre 2019

Así fuimos caminando


                         
Hubo un tiempo en que las cosas eran algo distintas que ahora, algunas muy distintas, allá por los años cincuenta y sesenta, en nuestra comarca rayando con el Duero y Portugal. El clima era otra cosa; las estaciones del año bien marcadas; temperaturas extremas en invierno y verano; suaves y dulces en primavera y parte del otoño. Así íbamos creciendo los chavales.
Era el mes de agosto, la cosecha de cereales estaba a buen recaudo; faltaban las patatas que recoger, y a esa tarea nos aplicábamos una mañana mi abuelo, mi tío Indalecio y yo.
El cuarto de luna había comenzado con tormentas que durarían al menos ese cuarto que, como se sabe, equivale a una semana. Eran algo así como en el trópico, de una exactitud implacable. Hacia las once de la mañana el bochorno hacía que se formaran nubes y poco a poco la tormenta. Todos los días igual, a la misma hora. Esta nos venía del Oeste, de la vecina Portugal, cuyas lomas y teso Taio cerraban el horizonte, el cañón del Duero de por medio. Allí se construía una central hidroeléctrica, la mayor de España y la segunda de Europa.
La cortina de las patatas distaba de un kilómetro del pueblo(Fuente Sosa) .Mi abuelo y tío las arrancaban con el azadón. Yo iba apañándolas en una caldereta. De vez en cuando asomaba un grillo asustado por haberlo sacado de su nicho patatero. Yo jugaba a atraparlo, pero mi abuelo que detestaba que jugáramos haciendo una tarea me reñía: “Deja de enredar y apremia antes de que venga la tormenta”. Yo iba entonces a la escuela y me gustaba jugar como a mis amigos. Además disfrutaba oliendo aquella tierra que era un olor agradable mezcla de tierra como fermentada con olor a patata: un aroma único. Aún lo huelo escribiendo esto. Después vaciaba la caldereta  en un costal de lana que hacia el tío Valeriano en su telar. Yo le tenía un cariño especial a los costales porque ellos eran la lana de las ovejas de abuelo, y a mí me parecía que tenían vida y los acariciaba.
Abuelo miró el horizonte, hacia el oeste y dijo: “El cielo se va poniendo negro más allá del Duero y la tormenta la tenemos aquí en menos de media hora”. Así fue. Al poco dijo: “Esa nube más negra que la boca de un lobo nos trae pedrisco.  Recojamos  las patatas levantadas y llenemos dos costales”. El cañón del Duero en aquel lugar formaba una hondonada de mil demonios, como el cráter de un volcán. Y era cuando la tormenta estaba encima, que los truenos retumbaban como si fuera el fin del mundo. Aquello me aterraba porque eran de un estruendo muy superior a los conocidos. Apenas pasaba un minuto entre trueno y trueno. Parecía un cañoneo de los que veía en las películas de guerra en la sábana colgada en el salón de cine del tío Aquilino.
Cayó una gota gorda. Después otra. Los grillos saltaban despavoridos buscando refugio. Abuelo dijo: “Menos mal que tenemos  un chozo a un tiro de piedra para cobijarnos”. Cayeron más gotas gordas  que sonaban seco en  el suelo, como una pelota al estrellarse en el frontón: Plaf, plaf. “Tal vez sea el principio del pedrisco”, pensé. Un trueno enorme rodó sobre nuestras cabezas, después el relámpago me deslumbró. Abuelo dijo: “Recojamos los cuatro costales vacíos para que no se mojen y vámonos deprisa al chozo. Era un refugio destartalado, la entrada desportillas en los laterales, piedras que apenas se tenían en su sitio. A mi me parecía más peligroso que la propia tormenta.

La carretera sin asfaltar pasaba delante de la finca y apareció una señora agobiada dándole voces al burro. Venía de Aldeadávila con dos cántaros de vino en las alforjas. Abuelo gritó : “¡Isabel, ata el burro a la cerca y vente rápido acá”. Había que alejarse de las caballerías y de las vacas cuando la tormenta, porque las orejas de mulos y burros, y los cuernos atraían los rayos y más de una vaca murió así. Isabel, que rondaba la cuarentena, había aseado una cuadra para montar una cantina, con dos tablones por mostrador. Luego añadía agua al vino y decía: “Así los mozos que trabajan en el Salto se emborrachan menos”.
Llegó hasta nosotros sin aliento, como quien dice. La lluvia arreciaba. Gotas más gordas pero no pedrisco arremetían en la bóveda del chozo que era pequeñito y  por eso nos apretujamos. Isabel a mi lado. Era regordeta y ocupaba el sitio de dos. Yo me sentía a gusto a su vera ahora que de su cuerpo emanaba —tal vez debido al sofoco, que ahora encontraba sosiego— emanaba, pues, con toda la intensidad, el olor a berberechos, a queso y a bodega de vino. Me pareció casi un alimento que pasaba delante de mis narices y me hizo cosquillas el estómago. Un pañuelo gris cubría su cabeza. Un trueno hizo temblar el chozo que era circular, de piedra medio desmoronada. Puse la mano en una y me pareció que tembló con el trueno. Después un relámpago se nos metió dentro. Mi tío Indalecio se santiguó. Yo también. Isabel hizo una cruz con dos dedos y la besó. Afuera todo era negro y una cortina de lluvia candaba todo horizonte. Cerré los ojos. Aun así percibía los relámpagos. Isabel rezaba. Mi tío también. El chozo parecía que iba a derrumbarse a cada trueno. Se lo dije a mi tío. Me dijo: “No te preocupes, somos cuatro espaldas y tocamos a sesenta kilos cada uno. Tenía mucho humor. De repente se oyó un tremendo chasquido, seco, casi al tiempo del trueno, como cuando se rasga una tela pero mucho más fuerte.

“ ¡Quietos, que nadie se mueva, ha sido un rayo casi a nuestros pies!”, advirtió mi abuelo del peligro. Yo detuve la respiración. Los truenos, los relámpagos, el aguacero seguían arreciando. Una gotera me cayó en la cabeza y pensé que iba a abrirse la bóveda. Isabel rezaba con la cara entre las manos. Volvió a caer otro rayo cercano. De repente olía como a madera y brea chamuscadas. La tormenta se fue alejando. Dejó de llover. El cielo se abría en Portugal, por donde vino. Salimos del chozo. Abuelo dijo: “El rayo ha caído  detrás de nosotros. ¡Míralo!”, apuntó hacia los postes de la línea telefónica que pasaba a unos diez metros detrás del chozo. Un poste estaba rajado de arriba abajo, hecho astillas, y otros cuatro dañados.
“Tuvimos suerte” dijo Isabel. Volvimos al mundo terrenal curados de espanto, cada cual a lo suyo. Por mi parte, me deleitaba respirando hondo el aroma inconfundible de tierra mojada tras la tormenta. Aún sigo empapándome de ese perfume al terminar este relato: “ Así fuimos creciendo”.