El roble ambarino de mi pueblo, por ahora en diciembre,
anuncia la fiesta navideña y se suma a ella vestido de luces; el ambarino, su
colorido último, que es otra forma de renacer.
No es roble de madera para hacer toneles, no, para eso está el roble francés, que es más corpulento, más altivo; ya se sabe: los franceses son así. Pero nuestro roble cumple con creces su misión. Siempre nos acompaña: Desde la cuna hecha con su madera, hasta en la despedida de este mundo, de cuya madera, el tío Juan “Carretero”, hacedor de carros y excelente carpintero, conseguía unas tablas para el féretro, a falta de madera de pino.
De modo que nuestro roble nació para morir con nosotros. Que el invierno se ponía terco y montaraz, ahí estaba el roble proporcionando leña para la lumbre, para el horno, para hacer cisco, madera para los anaqueles en la cocina, para el tajo donde se sacrificaba el cerdo, para el escabel de la cocina, para tajuelas y artesas. Siempre el roble salía al paso para aliviarnos nuestro paso en el tiempo.
En la primavera se vestía de verde roble, claro está, y sus ramas daban cobijo a las aves, las tórtolas anidaban y criaban sus pichones, y alzaban el vuelo triunfantes, aunque no siempre, porque los chavales más de una vez le hurtamos un polluelo para admirar su corbata de adulto en la jaula.
En verano el roble con su frondoso ramaje, proporcionaba sombra a los segadores donde encontraban el frescor reconfortante a la hora del almuerzo reparador: cocido al canto, queso, chorizo y lomo.
En septiembre alumbraba su fruto, el verde bellota despuntaba en sus
ramas, bellotas para los chanchos, como decía mi abuelo Ángel a los cerdos, que
así se llaman también. De modo que nuestro roble, antes de despedirse para hibernar con nosotros, nos
ofrece su último aroma, su último traje de luces: es nuestro querido roble
ambarino.