23 agosto 2024

COMO “LÁGRIMÁS DE SAN LORENZO”

Hay noches oscuras y hay noches iluminadas por la magia de la poesía.

El día 13 de agosto fue una de esas noches para guardar en el recuerdo; la poesía llenó de luz, en mi pueblo de Zarza de Pumareda, los rincones otrora llenos de vida, de esperanza y de sueños; unas veces al calor del hogar, y otras tomando el fresco en las noches de verano. 

Festejamos el 10 de agosto la fiesta del Patrón, San Lorenzo. Numerosas actividades lúdicas llenaban el programa de fiestas, una de ellas la “Ronda poética”, a partir de las once de la noche. El calor asfixiante de días anteriores cesó por arte de magia, y esa noche había que tirar, incluso, de rebeca o jersey. Así que el recorrido se hizo ameno, con la mente despejada por la suave brisa; las “lágrimas de San Lorenzo”, esperando su turno para iluminar ciertos recovecos menos alumbrados.















El inicio del recorrido comenzó en un rinconcito de las afueras del pueblo, un apéndice de la que fuera mi calle de infancia. Tal vez por eso me eligió Angelita —la organizadora de la velada—, para que iniciara con el poema que le había dedicado a tan entrañable lugar. Unos sesenta y cinco años habían transcurrido desde que los muchachos y chicas del barrio subíamos a una peña, en medio de la plaza, y bajo una tímida bombilla que alargaba nuestras siluetas, en las noches de verano, dábamos rienda suelta a la imaginación realizando nuestro teatro: ademanes y pantomimas que imitaban una actividad (cogiendo peras de un árbol, simulé yo) que había que descubrir para dar paso al siguiente actor o actriz.

El lugar no había cambiado mucho: una angosta entrada, casi intacta, de unos diez metros de larga, por donde pasaba el carro de bueyes del tío Castilla, que era, con su mujer e hijos, el único morador, junto a Cesáreo  —el cabrero que pastoreaba las cabras de todos los vecinos—, con su mujer e hijos también. La casa de piedra del tío Castilla permanecía intacta, con el único ventanuco por donde entraba el sol al levantarse y un rato más, para que la esposa, Cándida, observara de nuevo la foto de su boda colgada en la pared encalada, y el cuadro de la Santa Cena que presidía Jesús de Nazaret, mientras barría y hacía las camas, y más cosas durante jornadas interminables, pero con la satisfacción de acostarse con la conciencia tranquila por el deber cumplido, en paz con su alma, sin necesidad de somníferos, aunque no los había ni falta que hacían.

Vivienda ahora huérfana, triste, con las telarañas correspondientes, con los recuerdos allí encerrados, con los llantos de los niños en la cuna, con la alegría desbordante durante los bautizos, y las primeras comuniones, y la algarabía posterior durante las bodas de Rafael y Teresa. Todo tan lejano y presente a la vez. Entonces había una tenada donde el tío Castilla metía su carro y las escobas y leña para la lumbre, donde jugábamos al escondite entre las escobas, en invierno cuando llovía, y en verano durante las vacaciones escolares, donde mi hermana Inda, Adela y Maruja, jugaban en verano al parchís, sentadas en la caja del carro, riendo y disputándose las fichas como locas, felices, tal vez sin saberlo, cuando no había televisión ni falta que hacía, porque los actores de verdad éramos los adolescentes que crecíamos con el amor paterno a raudales.

Aquella tenada desapareció y una modesta vivienda de los descendientes del tío Castilla ocupa dicho lugar. Frente a la casa del tío Castilla había un estercolero al aire libre, junto a la cerca de un huerto vecino, estercolero sepultado ahora bajo el cemento de la modernidad que cubría el rincón circular que seguía llenándose de gente. Recuerdo el día en que unos mozos metieron la piel de un perro para curtirla con el calor del estiércol, rociada de sal y vinagre, recubierta luego con dicho estiércol. Piel que serviría para forrar las pelotas usadas para jugar en el frontón. Esta noche, por contraste, olía a perfume estelar y terrenal de los allí congregados.

Me viene a la mente un matrimonio de mendigos que llamábamos “Los chililes”, con sus dos  o tres hijos, que visitaban dicho lugar, donde el tío Castilla les daba cobijo en la tenada, donde cocinaban las patatas y el tocino de la mendicidad.  A él lo llamaban “El Catracas”; un tipo feo y mal encarado, de unos treinta o cuarenta años, aunque aparentaba un viejo, encorvado, con una boina sobada, unas botas raídas, de cuero, un cinto retorcido ciñendo su pantalón ajado, de pana, cinto que blandía con sus torcidos y gruesos dedos, de uñas negras, para darle unos correazos a su hijo de unos siete años, para que saliera por las calles, “ vete a pedir, lagumán”, le gritaba; el niño engarañado, con sus mocos colgando y las manos ateridas en aquellos inviernos sin piedad. A la esposa la llamaban “La tía Chilila”. Era una mujer flaca, menudita, con una mirada entre resignada y resuelta, orgullosa de mendigar con su niño a la espalda, sujeto con un lienzo, cual bolsa de canguro.

Mientras caminaba con la mano tendida, ella le daba de mamar. Era nuestra atracción, porque nunca habíamos visto una teta tan larga y flexible, tan esmirriada. El niño pedía mamar y su madre sacaba la teta que se estiraba como un chicle, y el retoño enganchaba el pezón por encima del hombro y estrujaba cuanto podía.

Me inspiró un relato que incluí en mi libro: “Poesía, cuentos y relatos cálidos”, y que termina así:

“Llovía, nevaba, y el niño,

de la teta chupaba.

Llovía, nevaba, y al niño,

la teta entregaba.

De negro su ropa,

dorada su alma,

eran lágrimas de leche,

que su madre le daba”.

Todo aquel universo volaba esta noche bajo las jugosas “Lágrimas de San Lorenzo”, que comenzaban a chispear.

Bajo la farola que iluminaba aquel recoveco, proseguí ensimismado con las imágenes de un tiempo lejano. La gente seguía afluyendo al encuentro más fraterno, si cabe, que nunca. Los diferentes perfumes de ropas festivas de modelos variopintos y caras alegres, planeaban en el ambiente. Se fue formando un círculo que iba estrechando el espacio como si fuéramos a jugar al corro, y no sería por falta de ganas, pues el extraordinario ambiente casi familiar lo sugería.

Antes de comenzar a recitar mi poema, recorrí con la vista la parroquia allí congregada.

El pueblo entero había acudido, salvo los mayores que andarían camino del dormitorio, si es que no dormía ya. Me sorprendió ver a tantos jóvenes de entre 15 y 25 años, aproximadamente (hijos y nietos de los que un día emigraron a la ciudad). “¿Y yo que creía que solo les atraía el móvil y las redes sociales?” Craso error de mi parte, porque esta generación son los que tomarán el relevo de la cultura, que es lo que de verdad identifica a un pueblo y por eso estaban allí.

Comencé bajo la farola, cuya luz insuficiente para la letra pequeña me hizo descarrilar en dos o tres renglones, pero hubo comprensión, aunque perdió ritmo lo que sigue:

“Era mi calle terrosa en la Zarza, el escenario oloroso de días que se iban gastando con la brisa, la deliciosa brisa que acariciaba los sayales de las abuelas y la cabellera de los muchachos alegres rodando el aro y sorteando obstáculos; los obstáculos de la propia vida. ..”.

Después tomó el relevo Anselmo, un excelente poeta del Milano, pueblo limítrofe, que se unió al evento. Siguieron otros actores. Luego cambiamos de escenario.

Al salir de aquel “Rincón de la Alondra”, como figura en la placa del callejero, acaricié el ventanuco de madera pintada de verde pradera de la casa de Cesáreo (nuestro cabrero) y su familia. Vivienda vacía que encierra a cal y canto los recuerdos que viajan conmigo. Recordé a Alejandro, quinto mío, poeta innato, excepcional, haciendo pantomimas en las representaciones improvisadas de teatro encima de la peña de la plazoleta a esta hora veraniega. Y lo recordé con las cabras en la ladera abrupta de nuestro río Uces, donde nos bañábamos desnudos en la balsa del molino, en Singuilina. Allí hacíamos dos haces de bayón y cual indios en el Amazonas, navegábamos por las orilla, bajo el canto chillón de los abejarucos sobre nuestras cabezas. Después, de regreso a casa, cazamos dos lagartos que desollamos y freímos; carne blanca y sabrosa como de conejo. Era el aprendizaje de la vida en nuestra adolescencia. No teníamos ni bicicletas ni falta que hacía, teníamos piernas incansables para recorrer los cuatro kilómetros que separaban el pueblo del río. Alejandro, mi amigo del alma, lo transformaba todo en poesía, por eso esta noche sentí que era un homenaje callado a su memoria, pues falleció demasiado joven y, a buen seguro, ahora estaría celebrándolo con nosotros desde el más allá con su sonrisa perenne.

Dejamos atrás el “Rincón de la Alondra” y mi calle de infancia, para dirigirnos, calle abajo, al “Rincón del Ruiseñor”. El murmullo de la comitiva contrastaba con el silencio de la noche. Procesión laica, con la brisa acariciando nuestros pasos, y nuestras palabras  liberadas de las cadenas de lo políticamente correcto, pues lo correcto era manifestarse libremente, como los versos recitados, salidos del corazón del poeta para cautivar otros corazones. Y en eso estábamos bajo la chispeante cúpula celeste hasta llegar al “Rincón del Ruiseñor”. De nuevo se formó el círculo humano, sereno, cada cual flanqueado por otra alma afín, de forma natural, sin pretenderlo, simplemente llevados por esa energía sutil que nos conecta unos a otros como criaturas del universo que nos guía. Y se hizo el silencio, la respiración sosegada, las miradas puestas en los nuevos actores, hombres y mujeres, con sus poemas en una mano y el micrófono en la otra, y los versos volaban como copos de nieve cálidos, como mariposas azules, como el canto del ruiseñor. Los versos fluyen, los aplausos agradecidos crepitan, las sonrisas de satisfacción afloran para dar paso a la siguiente parada: en el “Torreón”. Pero antes de emprender la marcha me vino a la mente, que en dicho rincón del “Ruiseñor”, con sus dos viviendas humildes, el piso de la plazoleta de cemento impoluto, unas macetas con flores al fondo del recoveco, contrastaban poderosamente con el alma de dicho lugar de hace 65 años, donde había una higuera (desaparecida hoy) donde Aureliano, a sus 18 años, tras su ardua jornada laboral, le gustaba merendar a la sombra de la higuera, hasta que un día aciago le sorprendió la muerte en la construcción de la carretera que llevaría al embalse de la presa de Aldeadávila, y  este rincón se vistió de luto, y la noche se hizo más larga  y oscura que nunca y lloró lágrimas negras; y el velatorio respiró, entre la tristeza y el dolor, el aroma del café más negro y cálido que el padre servía con una entereza sobrenatural. Recordé toda la tragedia, sus pletóricos 18 años, y pensé que estos versos le llegarían al cielo, porque no podía ser de otra forma, porque la poesía es vida y amor, y por tanto, el ramillete de flores que allí nació, volaría a su encuentro como un cálido beso.

Más adelante, en la parada frente al Torreón, donde en lo alto se yergue la campana que dio las horas y medias horas de todos los años que nos vieron pasar, salió al balcón Anselmo, y después otro actor, y otra bella intérprete. Como cuentas del rosario fueron desgranándose a través de la artística forja del balcón, versos de Unamuno, de Gustavo Adolfo Bécquer, y la noche fue llenándose de pétalos de rosa sembrados a cada paso, y de repente una estrella fugaz rasgó el firmamento, y todos, como bendecidos por la esencia de la poesía, caminamos hacia la última estación, no del viacrucis, sino de la ronda poética más gozosa hasta llegar al “Corral Largo”, al extremo opuesto del comienzo.


En el amplio recoveco, donde hay un cobertizo que cobijaba a la abuela de la lluvia o el sol veraniego mientras hilaba en tiempos de posguerra, se leyeron los últimos poemas. La media noche entregaba el relevo más peculiar, más apacible y armonioso, al nuevo día. Nadie quería marcharse. La poesía había funcionado como catarsis. Todo eran caras risueñas. Los comentarios de gratitud a los promotores de esta velada se sucedían: “Gracias, Angelita. Gracias, Manolo. Gracias, Anselmo, por venir de tu pueblo…” y así unos y otros nos congratulábamos por el éxito obtenido.  No cabe más alegría cuando el pueblo es el protagonista de su fiesta, aunque el grupo de músicos veraniegos vengan a amenizar el baile con su orquesta.

De entre la muchedumbre, salió Nicolás con su cayada para ponerle el colofón a la inolvidable “Ronda”. Nicolás que es vecino de Masueco, pueblo limítrofe, no quiso perderse esta velada. Él se siente también zarceño, pues a sus 16 o 18 años, prestó su servicio a un labrador que tenía vacas lecheras. Se plantó ante el micrófono. Yo pensé que iba a contar un chiste, como buen animador que es. Pero se arrancó con un poema larguísimo de la época del Siglo de Oro. Dijo que lo había aprendido en la escuela a los siete años, y me asombró que a sus 76 lo recitara imprimiendo el tono, el énfasis, las pausas, el ritmo perfecto. Lo que demuestra que eso que aún se dice de que “la letra con sangre entra”, en alusión a la brutalidad de los maestros en tiempos de dictadura, casa poco con la realidad, aunque hubiera algún desalmado, que los había, pero Nicolás es un ejemplo de todo lo contrario.  Se llevó una ovación atronadora.

Y nadie quería abandonar el lugar, y poco a poco fuimos caminando con pasitos cortos y paradas intermitentes, para comentar lo extraordinario del momento vivido, irrepetible, fantástico, y en corrillos avanzábamos hacia la plaza del Ayuntamiento para celebrarlo con una copa en la terraza del bar, como si la noche no tuviera fin.

Era la una cuando regresé a casa, con el espíritu en paz, satisfecho, porque la poesía fue el eslabón que nos unió como nunca. Miré la cúpula celeste y una estrella fugaz, una “lágrima de San Lorenzo”, corrió y fue un visto y no visto. Como si quisiera recordarnos lo fugaz de nuestra existencia. Fugaz, efímera, sí, pero también maravillosa cuando la poesía consigue desvelar y proclamar lo mejor de cada cual, eso que atesoramos sin percatarnos, a menudo, de que la esencia de la vida está en compartir, en dar y recibir sin esperar nada a cambio.

                                                                     Félix Carreto

                                                           La Zarza de Pumareda,

                                                                 Agosto de 2024

07 abril 2024

LAUREANO MARTÍN VICENTE, Y SUS CIEN AÑOS

 












Antes de nada, voy a felicitar a Laureano tal como me había enseñado mi abuela Pepa en el cumpleaños de mi abuelo Manuel a modo de rima:

“Esta mañanita/ muy tempranito/ cantaban las codornices/ y en su canto le decían/ ¡Que le sean muy felices!

Pues eso, dicho queda.

Previo al convite con que iban a agasajarnos a los vecinos del lugar en la sala multiusos del Ayuntamiento, Laureano y su familia, me di un paseo por los caminos de mi pueblo. El sol y la temperatura agradable, como era de esperar en tamaña celebración, caldearon el ambiente. Camino de la Fuente el Prado, unas cinco o seis golondrinas jaleaban el aire y pensé que habían adelantado algo su regreso anual del África. Más adelante me salió al paso el cuco, este llevaba ya unos días anunciando su presencia, también algo prematura. El mismo cuco, pues aún no han regresado todos, cantaba en un lugar, luego alzaba el vuelo y cantaba más lejos, como si quisiera él solo poblar con su canto toda la zona de Valdemayas a los Navazos. Precisamente, en la pontonera del regato por Valdemayas, me sorprendió el canto del ruiseñor. Éste sí que había adelantado su regreso, porque donde se aposenta el resto, a lo largo del camino, solo había silencio. En mi caminar anduve cavilando sobre la llegada prematura de estas aves cantarinas. De pronto me dije: “¡Pero qué poco pesquis tienes! Está más que claro que han querido asistir al cumpleaños centenario de Laureano, que cantar los cien es la mayor lotería que se otorga a los mortales”.

Pues sí, señor, ahí fuera andaban las golondrinas haciendo sus piruetas en olas del viento perfumado por la mañana primaveral, y el cuco anunciando la buena nueva: “¡Laureano, cien, cien, cien años, cu-cu, cu-cu, cien, cu-cu!”

Personalmete, siempre he sintonizado muy bien con Laureano, (hasta le dediqué una reseña en mi novela, “Las campanas del amor y del dolor”), creo que sintonizar como todo el mundo, porque Laureano, podríamos decir que es de todos, pues para todos tiene un saludo y una sonrisa. Tal vez ahí radique el secreto de su longevidad: ni una mala palabra, ni un mal gesto; adaptarse y vivir el presente, degustar una cerveza (sin alcohol), echar una partida de cartas, leer un libro tomando el sol y dejar que el aire limpie las telarañas de la indiferencia. Eso parece simple, pero no lo es.

Sin embargo, no solo eso basta para llegar tan lejos; los genes son la base, desde luego, pero depende de cómo los administre cada cual, y Laureano ha sabido gestionarlos.

Digo esto, porque, como todo hijo de vecino, también tuvo que enfrentarse a reveses  no menores de la vida; algunos los conocemos todos y no merece la pena insistir, pero otros los soportó estoicamente como cuando sufrió un accidente, en su peregrinar con la empresa, en Mallorca, quedando maltrechos sus huesos: cirugía por aquí, poleas y escayola por allá. Los médicos le auguraron una complicada recuperación —según me comenta un familiar—, pero la palabra “complicada”, no cabía en su talante, “y si hay que llevar muletas, las llevo, y si hay que hacer dos horas diarias de rehabilitación, las hago, y si son cuatro, también”. Eso parece ser que le respondió Laureano al ceño fruncido del médico en el hospital. En la mente de Laureano no caben imposibles, eso no va con él. Así que pasados los meses pertinentes, recobró su autonomía, aunque en su empresa tuvieron la deferencia de asignarle un trabajo sin riesgos, para distribuir material, y ahí fue donde se granjeó más amistades, porque, ¿quién no se deja seducir por ese rostro orondo y feliz, por ese cuerpo sólido y musculoso, por esa mirada serena, por ese tono de voz sosegado?

Mis recuerdos más lejanos de nuestro homenajeado, datan de cuando yo rondaba los diez años. Fue cuando a finales de los cincuenta del siglo pasado, construyeron, como sabemos, a un kilómetro de nuestro pueblo, el que se llamó “Talleres San Miguel”, de la empresa La Ibérica, en el paraje llamado “El Abanico”. Allí se enroló Laureano, como Manuel, como Alfonso y otros zarceños que trocaron la mancera del arado y el pastoreo por un oficio mejor remunerado. Allí soldaban, moldeaban el acero, torcían hierros, ensamblaban los enormes tubos de acero que, bajo la roca granítica, conducirían el agua de la presa a las turbinas del Salto de Aldeadávila de la Ribera que comenzó a funcionar en 1962, aunque se inauguró en el 64.

Allí se golpeaba el hierro, y tal vez ese machacar incesantemente los oídos —pues la prevención de riesgos laborales, ni existía ni se le esperaba—, afectara más tarde a su audición. Otros también sufrieron sus percances al ser alcanzada la vista por los chispazos al soldar. Era el precio a pagar por aprender un oficio del que vivirían el resto  de sus vidas. Aquel taller me trae infinidad de recuerdos que darían para escribir decenas de páginas. No obstante, recuerdo uno muy gracioso:

Yo dormía entonces en el sobrado y desde allí escuchaba todos los ruidos: el coche de línea a las siete, los camiones que acudían a la obra del Salto. Eran los sonidos metálicos de los talleres San Miguel los que nos servían de barómetro. Se oían con más o menos intensidad según la dirección del viento. Uno se imaginaba a Laureano manejando una grúa, o a Alfonso moldeando los tubos; era un ruido familiar con olor a salario más o menos decente. Lo curioso era cuando en invierno se oía cada golpetazo como si lo tuvieras al lado. Entonces era habitual escuchar a un vecino, tras mirar al cielo plomizo: “El agua está al caer, rapaz, porque se oyen los ruidos de El Abanico, como si salieran de ahí mismito, así que la lluvia no va a tardar…” Y la lluvia acudía puntual, porque casi siempre llovía al viento del suroeste, donde estaba situado el famoso taller.

Todo aquello pasó a mejor vida, pero hete aquí que, gracias a Laureano, he revivido momentos inolvidables de mi adolescencia.

Laureano sigue con nosotros, y es un deleite verlo leer sin gafas, gracias a la operación de cataratas, “no sin riesgo para su salud”, parece que le dijo el cirujano, a lo que Laureano respondió: “Le autorizo y firmo para que haga lo que tenga que hacer, que del resto me encargo yo”. Pues eso; Laureano, imperturbable, ha sabido gestionar su legado genético. Me comentan que su hermano, que emigró de mozo a la Argentina, fuerte y robusto también, anda por los 96 años, allá en su segunda patria. Claro que su abuelo también llegó a los 96, algo impensable en el siglo XIX, pues dicen que le gustaba mucho el pan con tocino, el vino y el aguardiente de Aldeadávila. Está claro que lo que esta tierra ha criado, y el campesino mimado, ha sido un aval para llegar muy lejos a poco que se haya sabido administrar la herencia genética. Por otra parte, es un deleite ver el álbum de fotos del evento con los familiares directos: hijos, nietos, bisnietos etcétera, hasta 26 salen en una foto, todo un orgullo. 

Vaya, pues, este relato, en agradecimiento a su bonhomía, a su saludo cordial, a su estima con la que uno siempre intenta corresponder. Tiempo al tiempo para celebrar los 101 años, vayamos de uno en uno, sin prisa; ese es mi mejor deseo.