Si anduviera entre
nosotros la Tía Petra, la alguacila de mi infancia, es muy probable que alguien
la hubiera animado para, cornetín en mano, anunciar por las calles la buena
nueva ¡Alegría, zarceños, está lloviendo! Y su voz cálida hubiera volado de casa
en casa, de teso en teso, de huerto en
huerto, de tomatera en tomatera. Y es que acaba siendo insoportable este calor
asfixiante de todo el mes de julio y lo que llevamos de agosto, y lo que te
rondaré morena. Las plantas sufren, como las personas, sus flores se
achicharran con el sol del mediodía y caen desfallecidas sin lograr superar la
siguiente fase para ofrecer su fruto “¡Llueve en La Zarza de Pumareda”. Y es
que siempre se ha dicho que lo poco agrada, pero lo mucho cansa. Este calor
tórrido afecta a todo ser viviente, ensañándose con los más débiles, como
siempre.
Anoche creí que soñaba
cuando a eso de las dos, más o menos, escuché, a través de la ventana abierta,
como un ventarrón y, al poco, un par de truenos y acto seguido el tintineo de
la lluvia. Agucé el oído para cerciorarme y, sí, no era un sueño, era un sueño
real.
Desde el primer piso
del Ayuntamiento, en la sala de la exposición fotográfica, a eso de las once de
la mañana, observo con deleite después de mucho tiempo, cómo el agua golpea las
tejas de un local bajo la ventana. ¡Qué
gusto!, qué sensación casi olvidada, ese repique del agua, esos espejos en el
suelo. La carretera luce su azabache plateado. Hay un silencio dulce en la
atmósfera. El agua corre mansamente sobre el cemento. Desde lo alto con una
panorámica envidiable, observo dos personas en el quicio de la puerta
contemplando la lluvia, otras personas miran a través de la ventana, todas las
miradas están puestas en la calle, se ha apagado el fuego de la cocina donde
chisporrotea la sartén pasa salir a ver llover. Nunca llueve a gusto de todos,
es cierto, pero hoy es una excepción, hasta ahora, pues si persevera, alterará
los programas festivos al aire libre. Aceptamos el canjeo; lluvia por acto
lúdico.
Escampa, salgo a la
calle. Enfrente del Ayuntamiento, bajo un cobertizo y a modo de terraza, una
niña rubita de apenas un año, sonríe
sobre el regazo de su tía, que es joven y podía ser su madre. Unas
plantas en sus macetas han recibido el agua salpicada y sus hojas tienen el
lustre de la felicidad. La niña sonríe cuando la solicitas. Ella no sabe que la
lluvia es vida, que no hay vida sin agua. Ella vive el momento de felicidad,
como los demás cuando fuimos niños en brazos firmes y seguros y cálidos. Ella
es como la lluvia en esta mañana festiva de San Lorenzo, nuestro Patrón: un
remanso de paz y de esperanza en este mundo tan revuelto y disparatado, pero
también alegre cuando nos empeñamos.
Por un momento, la
lluvia nos ha alegrado y la buena nueva nos trae la esperanza: resistir entre
la mediocridad, entre el sofoco estival: La Tía Petra, nuestra alguacila seguiría
soplando el cornetín para anunciarnos la buena nueva: “¡LLueve en la Zarza de Pumareda!”