En mi pueblo todas las casas tenían chimenea cuando yo me
criaba, y por eso crecí con ellas. Las chimeneas eran el reflejo del hogar. La
abundancia de chorizos y jamones colgados que se ahumaban sin prisa en torno a
ella, marcaba la diferencia entre unos y otros, porque algunas chimeneas eran huérfanas
de estos manjares. La chimenea era el centro de todo: allí se calentaba el agua
para lavarnos, se calentaba el ladrillo o la teja que iba a los pies de la cama
en invierno, y qué sensación más rica en los pies cuando las sabanas estaban
heladas, la chimenea te secaba cuando llagabas mojado de la calle, la chimenea
lo resolvía todo. La chimenea era el lugar acogedor por excelencia: allí se
cocinaba a lo largo del día, entorno a ella comíamos, sobre todo en invierno,
allí escuchábamos las historias, los cuentos que nos hacían soñar, las
oraciones de la madre o abuela, los avatares del día a día contados por cada cual, como un diario que iba escribiendo nuestra
historia, allí se aprendía a respetar a los abuelos, a los padres, y la
educación empezaba entorno a la chimenea.
“Toma, pon este pulpo sobre las brasas. Dale la vuelta que
se te tuesta demasiado. ¡Ya está madre! ¿Lo cojo? Esperar, impacientes, que sois unos impacientes, yo me
encargo de eso, que os podéis quemar; y aquello olía a gloria. Después rascaba
la costra quemada y a repartir el pulpo asado, ¡y sin pelearse! Dijo mi madre.
Otro día le tocaba al membrillo asado bajo la vigilancia siempre de mi madre,
como todas las madres que velan, que educan, que te enseñan paso a paso a
correr y más tarde a volar.
Y qué decir del pan untado con manteca que era la
mantequilla del pobre, y del rico, aunque el rico siempre tenía. Aquel pan
tostado sabía a gloria porque era pan de harina de trigo puro, amasada con arte y con amor y por eso siempre queda el
recuerdo de aquel pan que, aunque no fuera abundante, nunca nos faltó.
Y no había chimenea que no fuera morada de golondrinas cuyo
trino parecía jalear nuestras discusiones. Y la noche de Reyes por allí entró
el Rey Mago para dejarme los regalos, según me dijo mi abuela, y era factible
porque era muy ancha. Resultaba
agradable, reconfortante, el ronroneo de la olla o el pote de barro
cociendo las alubias, o los garbanzos, o las patatas, y el sofrito que al final
de la cocción perfumaba la cocina entera. No había nada más generoso que una
chimenea ya fuera de rico o de hogar humilde.
Y cuando el pastor llegaba
caída la noche, aterido de frío aquellos días de carámbano y ventisca…”Anda,
caliéntate”, le decía María a Liborio que era el pastor que guardaba las ovejas
de muchos y que cenaba en casa de todos. Y Liborio se desentumecía las manos y,
ya caliente, con su barba de cinco días, daba buena cuenta del plato de patatas
humeando, y del farinato o morcilla que María había guisado, cuyo aroma aireaba
la chimenea delatando la cena de cada
cual al pasar la calle. La vida de cada
día empezaba y terminaba con la chimenea, como la llama que surgía de
los leños para acabar en cenizas,
como la vida misma. Chimenea generosa, humilde, donde reposaban los sueños
antes de soñar durmiendo aquellas noches de invierno.
Y Era sobre todo en invierno, justo antes de caer la noche,
cuando las chimeneas arrojaban al viento el humo que anunciaba la hora de la
cena y de recogerse. El humo unas veces se estiraba hasta el cielo, otras se
apelmazaba cubriendo las miserias de algunos tejados, otras el viento imponía
su dirección. Desde el altozano Cotorro, me recreo observando el espectáculo de
decenas de chimeneas tosiendo humo sin cesar. “Aquella que echa el humo tan
negro es de tío tal…y la otra de humo gris, de fulano, y la otra que tarda en
arrancar sé de quien es porque o tiene poca leña, o es un tacaño, que de todo
hay.” Y el humo expiraba poco a poco anunciando el final del día y la hora de
cenar, apurando luego el pertinaz bostezo que te empujaba a la cama.
Pero de todas las chimeneas había dos mellizas que humeaban como ninguna al
amanecer y volvían a las dos horas con el mismo entusiasmo para anunciar al
pueblo el sustento diario que no le
faltaría. Todo el mundo se guiaba por ellas, sentía los aromas más deliciosos y
suaves que ellas nos regalaban, eran
además el reloj que nunca daba la hora pero que todos sabíamos ,sin embargo, la
hora que era cuando su aroma se expandía
y permanecía flotando en el barrio hasta que alguien se
exclamaba:”¡Caray! van a ser ya las
once.¡Qué bien huele el pan del tío Angelín!,( mi abuelo), que nos dejó el
mejor recuerdo de su pan y del aroma que salía a borbotones cuando abría el
tiro para aliviar el calor del horno, mientras cocía las setenta hogazas
doradas que eran el oro del hogar, y se
volvía a escuchar: “Ya está listo el pan del tío Angelin!¡Que bien huele, qué
rico! El pan que llegó primero a la nariz que al estómago. Hechizo de un tiempo
pasado que sigo añorando, aunque las chimeneas de mi pueblo sean ya un mero
testimonio de ese tiempo que se esfumó
como el humo para nunca volver.
Félix.