18 marzo 2023

LOS CUATRILLIZOS

 









Eran cinco los pinos o eran cuatro? La memoria nos juega estas faenas porque tengo en mi mente de chaval grabados cinco. Tal vez talaron uno, o quizás siempre hayan sido cuatro, como ahora. No importa.

Ahora quiero dirigirme a estos cuatro pinos robustos y nobles de mi infancia, ahora que han sido agredidos, heridos, mutilados en parte porque no pudieron resistir la ingente cantidad de hielo, tal vez más de cien kilos, en todo caso una cantidad descomunal de agua que una noche cayó y al instante se congelaba, fenómeno que ni los más viejos del lugar recuerdan haber visto jamás.

Son pinos centenarios que nacieron ahí, o los plantaron, juntitos, unidos para disfrutar y también para ayudarse y hacer frente a las agresiones atmosféricas.

Son la frontera entre las últimas casas del pueblo y el campo, su vocación es por tanto doble: Servir a la vez al pueblo y al campo. Se yerguen majestuosos, altos como el campanario, mirándose ambos, intercambiando aromas y sonidos: Olor a incienso a cera y procesión destila el campanario, y aroma a resina, a hierba fresca, a cordero recental, a piñones y a paja trillada le envían los pinos: son los aromas de mi infancia.

Hermanados para siempre, pinos y pueblo, pueblo y pinos, han labrado primaveras, han soportado chaparrones, sorteado la ira del rayo y han renacido en cada Semana Santa que siempre anuncia el nuevo tiempo; la exuberancia primaveral que culminaba en la trilla bajo la sombra de los pinos, cosecha a veces conseguida a fuerza de rogativas invocando a la lluvia desde el campanario, para que  al final bajo los pinos se disfrutara separando la paja del trigo, pan nuestro de cada día, pan que fue también el fruto de tantos padrenuestros rezados por las abuelas que velaban por su prole y descendencia.

 Estos pinos tiene dueño, dueño oficial, propietario legal impreso en pergamino notarial, pero estos pinos son también míos, y de quien creció y vivió alegre con ellos, a su sombra en verano, al ritmo de las piñas que cada año dejaban caer su fruto.

Los pinos pueden cambiar de dueño, pero seguirá siendo sentimentalmente y para siempre, de cuantos los llevamos en el alma, pinos de nuestra infancia y juventud.

De modo que estos pinos son míos porque los llevo dentro, porque comí sus piñones, porque levantaba un trozo de su corteza  y la hacía mía para moldear un barquito que flotaba en el pilón, en una caldereta llena de agua, en cualquier lugar, por todo eso los llevo dentro, su polvo es mi polvo, y su tierra la mía, tierra de mi tierra, agua de botijo que también llamábamos barril, barro refrescante en la era, como refrescante es la sonrisa placentera sin trampa de una de las fotos emblemáticas del pueblo con tres personas en la era, sonrientes, con el sombrero de paja en la mano, posando, risueños, felices por el trabajo expeditivo realizado por la primera trilladora que fue para el campesino como la  llegada de lavadora para el ama de casa.

Fueron muchas las horas que pasé bajo los pinos, entre ellos, sorteándolos con el tirachinas dispuesto a tumbar un pardal, o un tordo o una tórtola que se dejara caer en la cazuela, pero no coseché nada, solo ilusión y la alegría de retozar entre la torre el juego de pelota y los pinos.

Tan dentro de mí los llevaba que una noche soñé que había hecho con unas tablas una casita allí arriba, y subía con una soga atada a la rama, y desde allí veía las procesiones de Corpus y San Lorenzo, y allí estaba al cobijo del sol de verano y de la ventisca en invierno, hinchando los pulmones con olor a pino, y desde allí veía trillar y  también el cortejo fúnebre camino del cementerio, y veía a Serapio a la cabeza de la comitiva, algo encorvado por sus más de ochenta años, pero ágil y decidido, mostrando el camino último, del que no había que temer nada porque allí se iba a descansar; a esa conclusión llegué al verlo siempre en cabeza porque no había peligro de emboscada, sino reposo y paz al final del camino, hasta que un día ya no lo vi más, y otro había tomado el relevo con la misma fe y convicción.

Pinos de mi adolescencia cuando los montones de paja trillada a máquina, Ajuria (Vitoria) creo haber leído entre sus armazón de hierro y madera, con unas ruedas de hierro que le costaba un mundo arrastrar a la pareja de bueyes—vacas moruchas de recio esqueleto y cornamenta majestuosa.

Aquellos montones de paja de varios dueños iban desapareciendo camino de pajar. Y allí estaba yo encalcando la paja mientras Indalecio me cubría de paja en cada bieldada, “bielda” que llamábamos “brienda”, protegido yo con un saco de esparto sobre la cabeza y espalda, sudando por dentro y barnizado el pecho con el polvillo.

Y cuando él marchaba con el carro lleno al pajar, yo echaba un trago de agua del botijo y con una navaja esculpía mi nombre en la corteza de los pinos para quedar para siempre uncido a ellos.

Por tanto apego, ahora que nos hemos hecho viejos o vamos camino de ello, los pinos y yo, ellos perdiendo ramas y yo pelo, que viene a ser lo mismo, me he puesto triste al ver parte de su frondoso ramaje en el suelo, como brazos amputados que no soportaron el peso de los años, como el abuelo cuya cadera cede y rompe el hueso, porque los años es eso; un irse poco a poco, en sordina, desprendiéndose de lo que fuimos, de lo que era irrompible o se reparaba en un abrir y cerrar de ojos.

Los pinos han entregado parte de su esqueleto, ya irreparable. Pero ahí siguen con la ilusión de siempre mirando al campanario, y celebrando procesiones y acogiendo aves de paso, y aunque ya no hay vida de paja y grano y botijo de era, hay corderos recentales que siguen bajo ellos  balando y poniéndole vida a la vida. Tras hacer las fotos me abracé a ellos para sentir sus vibraciones, que es otra forma de hablar o de comunicar, en todo caso de compartir.

 Me alejé mirándolos con ternura, porque somos de idéntica madera,  maleable, a veces frágil,  a veces  resistente, madera batida por los cuatro vientos, torneada por la insolencia de tiempos agrios, de escarcha y ventisca, pero  también por  primaveras perfumadas, madera que llora resina como lloran los cirios de Semana Santa, madera  que abraza su destino, sin más.

Sigo caminando con los cuatro pinos de mi infancia, y los sigo mirando con la misma ternura y agradecimiento con que se mira  a un abuelo que es la esencia de la vida vivida y esculpida a base de sacrificio pero también cantando y bailando y riendo cuando por la fiesta de las Madrinas ya todo estaba limpio de paja y grano, la panera y el pajar llenos, mientras, la vida sigue su rumbo, sin detenerse, sorteando la ventisca y el rayo voy, con el alma  entre el campanario y los pinos. Entre el recuerdo y la esperanza.