18 abril 2022

LOS ASTROS QUE RIGEN NUESTROS DÍAS

 







 

Ayer, 16 de abril, se pude decir que fue un gran día  en mi pueblo, nuestro pueblo de Zarza de Pumareda, escoltado, como se sabe,  por  ríos Uces y el Duero que nos separa, o nos une, con Portugal.

No es fácil en los tiempos que corren poder disfrutar de un gran día. Por eso escribo estas letras para que vuelen libres y lleguen como palomas mensajeras a los corazones donde anida la fraternidad y la alegría, también para no sucumbir a la tristeza allí donde llama a la puerta.

Los cómplices necesarios para que este día fuera así de logrado fueron el  Sol y la Luna. ¿Es fruto del azar  o se empeñaron ambos en unirse a la fiesta, o en protagonizarla desde la discreción? “Qué hermoso día, qué sol, que cielo más azul, que brisa más gratificante, esto es un regalo, hacía mucho que no disfrutábamos de una Semana Santa así,…”, comentarios que estaban en boca de los paseantes, ( la mayoría hijos del pueblo que viven lejos; en Madrid, Barcelona,  Castellón, Salamanca, Valladolid, País Vasco y otros muchos lugares), personas que habían venido, junto con otros foráneos más próximos, a disfrutar de la naturaleza y la paz que siempre nos regala el universo rural, tan  maltratado, sin embargo,  por los gobernantes de alto rango que viven en su burbuja particular.

Celebramos la sexta Feria Agroalimentaria por todo lo alto. Unas catorce casetas se asentaban a lo largo de la calle con productos variopintos, artesanales o industriales, embutidos de primerísima calidad, licores, cerámica etcétera. Yo también tuve mi puesto publicitando mi novela” Lágrimas por Estrella”. Acomodado como Dios en peana entre dos casetas, la de chorizos, salchichones, morcillas y jamón, y la de bonito en aceite de oliva y otros artículos en tarros.

La feria es cada año un éxito. Es una de las más celebradas en la comarca. Todo gracias al empeño y buen hacer de los regidores  con el alcalde a la cabeza.

Entablé buena relación con los vecinos feriantes. El sol del mediodía caldeaba el ambiente. Paseantes jóvenes, niños y ancianos, matrimonios y solterones, guapos y menos guapos, gordos, delgados, o bien plantados, de cadera ancha o estrecha, de andares firmes o derrengados, que de todo hay, según los años acumulados, mozos dicharacheros con el vaso de bebida dorada o roja en la mano, jóvenes con sus atuendos vistosos abarcando  toda la gama del arcoíris, algunos con mascarilla, la mayoría sin ella. Todo un elenco de figuras masculinas y femeninas desfilaba con la mirada puesta en el objeto deseado. Pasó una de carnes más que  generosas, de unos treinta y cinco años, muy ágil, eso sí,  delante de la caseta de los embutidos donde había una tabla redonda con lonchas de chorizo y salchichón de muestra. Alargó la mano y, en un visto y no visto, se llevó una rodaja a la boca sin apenas detener su marcha. Tremendamente hábil. Me gusta esa forma de actuar sin complejos. Supongo que donde ofrecían queso haría lo mismo, y donde los licores tomaría su chupito, y donde las colonias se rociaría una miaja tras la oreja, llegaría donde los botijos, pero, una pena; llenos de aire. Hizo el recorrido varias veces. Me gusta esa forma de ser, ese actuar sin esconder sus gustos y preferencias. La feria está para eso. Y el sol alumbrando que daba gusto.

Vendí unos cuantos ejemplares. Un matrimonio joven de un pueblo algo distante me dijo que había oído hablar de ella y le firmé la correspondiente dedicatoria después de charlar unos instantes. Otro me dijo que para regalar a su suegro de 90 años, de la Sierra de Madrid. Otra de Zaragoza, lo mismo, y así parloteando con cada cual, uno abre horizontes y se congratula de compartir sentimientos y emociones con gente de  gustos muy afines, gente anónima que es, a menudo, a quien merece la pena escuchar. El mundo es, a veces, un lugar inhóspito. La feria ha sido todo lo contrario.

Hacia las siete, a la sombra del Ayuntamiento, subí al escenario, guitarra en mano, para entonar boleros, alguna rumba y canciones célebres de otro tiempo. Terminé con un potpourrí o popurrí, que fue entonado con entusiasmo por los asistentes. Creo que fue un rotundo éxito a tenor de los rostros llenos de alegría de personas de edad avanzada y de sus acompañantes, algunas con merma cognitiva o alguna minusvalía, pero con un semblante pletórico. Eso fue lo más sensacional, ver como tarareaban canciones de su juventud archivadas en el compartimento del olvido, pero que renacieron con vigor inusitado en ese justo momento. Ahí está el milagro, la magia de la música: devolvernos aquello que impregnó nuestro espíritu. Después vinieron los parabienes de sus acompañantes y de otras personas. Por fin, la música nos había hermanado, estrechando lazos, recordándonos que todos somos parte del otro,  de un todo, que la individualidad absoluta no existe, que nos necesitamos mutuamente. Para mí fue un momento de satisfacción plena, un regalo inesperado.

Después vino el abrazo de una amistad que vive en otra villa. La señora rebosante de salud y belleza a sus 90 años me recordó: “Cuánto lamento no haber podido asistir al entierro de tu padre, nos llevábamos como hermanos. ¿Por qué no me lo dijisteis?, me reprochó cariñosamente”. “Pues dame otro abrazo, venga”, dijo,  y  fueron tres los  abrazos que nunca olvidaré.

La jornada había sido larga, llena de emociones. El sol apagándose dio paso a la luna, pero antes había que recoger los bártulos de la caseta. Le regalé un libro al de los embutidos. Pero él y su mujer me tenían preparado ya en una bolsa un regalito que olía a gloria para deleite del estómago. Gente trabajadora, humilde y generosa. Le agradecí tanto afecto.   A la señora de la caseta de los atunes en aceite de oliva y otras delicias, le regalé otro libro. Charlamos largo y tendido sobre las dificultades de ser autónomo, las trabas de la administración, la indolencia de los gobernantes. “Esta gente que madruga y trasnocha, que va de feria en feria, es la que de verdad levanta el país”, pensé. “Toma un tarro de atún preparado según la tradición del Cantábrico”, me dijo. Y nos despedimos unos y otros con el sentimiento de pertenecer a la misma familia. “Sin duda lo somos”, pensé camino de casa.

El cuerpo me pedía cama a las once de la noche. Bajo el techo, donde duermo, hay unas cuatro tejas de cristal para que haya claridad. Apagué la luz. Fue entonces cuando en la oscuridad vi a través de la teja transparente, la luna llena que me miraba. ¡Qué belleza, la luna rosada! Nunca había recibido sus rayos directamente a la cara, sobre la almohada. “Vaya día que he tenido, y ahora vienes tú a rematar la faena vestida de rosa, pues gracias, amiga”, le dije, guiñando el ojo. Los rayos de luz  no eran verticales, sino de soslayo. Junté las manos y ensayé una figura chinesca. Entonces me vino a la mente cuando era un niño y mi padre, al resplandor de las llamas, junto a la chimenea, nos hacia una sombra chinesca con sus manos, y la figura de la cabeza de un lobo se proyectaba sobre la pared encalada, el lobo abriendo y cerrando las fauces. Seguí contemplando la luz de la luna, una luz bautismal sobre la almohada, maravilla que duró unos minutos hasta que la hermosa dama se fue yendo a otros lugares.

Di media vuelta y me dormí pensando que todo lo acontecido  en este día fue un sueño.

 

14 abril 2022

LA VIDA ANDANDO

 

                                                           



 

Siempre recordaré aquella tarde, el sol declinando en el horizonte, hacia Portugal, del otro lado del Duero, cuando saboreabas con deleite la pera que te había llevado. Siempre te hablé de usted, padre, hasta el último día, porque así crecimos. Tampoco tiene mucha importancia porque la esencia está en el tono y el respeto al hablar, pero me saltaré dicho hábito  en esta remembranza.

Estabas en la silla de ruedas, en la explanada de hierba y setos de la residencia de  ancianos, en el pueblo vecino, rodeado del algún rosal, un madroño y algunos paseantes. Mirabas el horizonte diáfano, al cañón del Duero, tal vez contemplando los colores rosa y malva anunciando el ocaso y tú, saboreando la jugosa pera, trozo a trozo, después te limpiaste con el pañuelo y dijiste algo que me dejó pensativo un largo rato, no un rato, sino hasta hoy mismo. Esa sentencia tuya, ese pensamiento súbito del que hablo, lo describiré en algún párrafo de una novela para que seas el protagonista, sin que nadie sepa que eres tú.

Yo empujaba la silla de ruedas mientras saludabas algún conocido y te brillaban los ojos cuando te preguntaban la edad, y tú: “pronto haré los noventa y cuatro”. Pero no llegaste, faltó poco, aunque eso carece de importancia, porque lo mollar está en la forma en que se llega al final del camino.

Ese camino es el que me lleva ahora a relatar ese momento plácido de aquella tarde, a comprender, o al menos intentarlo, la lucha por la vida.

La memoria va guardando imágenes de momentos que a uno le parecieron importantes por algún motivo, por  eso me viene a la mente una tarde de verano cuando le diste una patada al balón,  le hiciste un regate a Ignacio del tío Doroteo, tres años mayor que yo, en la calle donde jugábamos, al lado de casa. Ese gesto me alegró y me asombró a la vez. “Anda, mi padre jugando como un crio…”. Yo  tendría entre ocho y diez años y tú unos treinta y cinco. Yo te veía muy mayor, un hombre maduro, fuerte, con músculos de acero por haber bregado sin tregua, con  cinco hijos ya. Qué extraña es la perspectiva del tiempo cuando se es  un chaval. Fíjate que contraste, ahora a los treinta y cinco muchos jóvenes buscan su primer empleo, y yo mismo con tres cuartos de siglo en las piernas, o en las espaldas, que ambas cosas han soportado lo suyo, podría repetir tu gesto con el balón. La vida es un misterio que nos sorprende en cada recodo del camino.

Aquella patada al balón fue un momento fugaz de plenitud, luego proseguiste camino de casa, satisfecho, sin duda, de haber revivido ese retozar  de la infancia, gracias al balón. ¿Por qué guardo yo esa imagen tan nítida después de toda una vida? ¿Será eso lo que se llama amor? Misterios del cerebro.

Pero hubo otros momentos, menos sabrosos, como cuando se te clavó la esquirla de madera bajo la uña del pulgar, y el dolor y los sudores al intentar extraerla el médico, en carne viva, médico que se alojaba en el bar de Alonso que hacía de pensión también, y allí mismo, en una sala del bar, como en las películas del Oeste un médico extrayendo una bala a un herido rociando con wiski la herida, si es que parece de película, sí, tú sentado en una silla, junto a la mesa camilla, el médico que hurgaba “ ya la tengo, aguanta un poco más” , y los goterones te cubrían la frente y la  tía Salvadora le dijo a su marido que abriera la ventana, que entrara aire, que te ibas a desmayar, “pero aguanté, aunque estaba al límite”, me dijiste. 

Podría seguir horas recordando miles de anécdotas, como cuando Arcadio, tres años mayor que yo, me dio un puñetazo en la nariz y yo sangrando como un gorrino, empapé el pañuelo y tú al verme saliste a la calle y retaste al mozo y a sus padres que salieron a la puerta de casa “ Si tenéis huevos venir aquí…” y yo me asusté; “Padre, que no es nada, que ya no sangro…”, miedo que tenía que os enzarzarais a puñetazos. Y la madre del otro “que sí, que tienes razón, que perdona…” y tú “¡qué perdona ni que hostias, hay que ser menos salvaje, me caguen…”. Un vendaval desatado eras cuando te herían el amor propio, y eso no es malo porque había que defenderse a cara de perro, llegado el caso. Eran tiempos duros.  Por cuantos desafíos ha pasado uno en la dichosa vida. Esa defensa a ultranza de lo nuestro, arriesgando el pellejo si era necesario para defender y protegernos, es lo que más admiro de ti, ahora que el camino se ha andado, como quien dice.  

Por eso no he podido resistir, al recordar aquella tarde de verano con la jugosa pera, teclear en el ordenador—porque escribo con más consistencia que con el bolígrafo— estos sentimientos, ese mirar tuyo al horizonte. Lo repetiría mil veces, porque me pareció un momento inenarrable, único, sublime, revelador, balsámico y a la vez estremecedor por lo que conlleva de reflexión profunda tu sentencia, simple y aleccionadora, sí.

“Padre, le ha traído otra pera, sé que le gustan más que ninguna. ¿Se acuerda cuando planté el peral, hace unos veinte años?, yo también era joven”.  He dicho “se acuerda, en lugar de te acuerdas”; sucedió tal cual para ser fiel al relato. Pero sigamos con la historia. “Tú lo regabas con cariño cuando llegaba julio y agosto, acariciabas sus ramas y él lleno de peras correspondió a tanto celo. Todas las tardes te llevaba una”. Un día una cuidadora me dijo, “que no coma a esta hora que luego no  cena”. Qué ignorante, “ya llegarás a vieja y lo comprenderás”, me dije. Ella no sabía que ese momento, saboreando la pera dulce y jugosa, mirando el horizonte con sus colores, viendo caer el sol hacia Portugal a los noventa y tres años, serena el alma, la paz en el jardín, una palabra cariñosa de los paseantes, ese momento era el colofón al final del día, que era casi el de la vida entera.

Saboreaste el último trozo de pera, te limpiaste con el pañuelo, afirmabas con la cabeza “qué rica está”, la mirada fija en el ocaso, la respiración sosegada, el pañuelo en la mano,  luego te acariciaste la nariz, y enrollaste el pañuelo entre los dedos, como si no lo quisieras guardar, te pasaste la lengua por los labios y fue entonces cuando dijiste: “Qué corta es la vida”. Esa es la frase que me ha llevado a recordar aquella tarde serena y a escribir estas remembranzas.

La vida es una lección que vas aprendiendo hasta el último día, como lo que representó para ti ese momento sublime con la perita dulce. Ahora pienso que uno debe sacar conclusiones de lo vivido, de la experiencia de los padres que velaron por nosotros, para entender mejor la razón de nuestra existencia, para captar lo esencial y entender lo que es superfluo.

Hoy, a mis setenta y pico años, después del recorrido junto a ti, llego a la conclusión que la vida es un dar patadas al balón y un sacarse la espina que llevas dentro. Y, sin embargo, ¡qué corta es la vida!, padre.

 

Félix Carreto.

La Zarza de Pumareda, 31 de marzo de 2022.  día 780 de pandemia.

 

 

09 abril 2022

HA LLEGADO EL CUCO

 

                                             


“¿Ya estamos todos? El que no esté colocado, que se coloque…” Algo así dijo el alcalde de Madrid, un tal Tierno Galván, al asistir a un concierto, supongo roquero en aquellos años de los ochenta de la “movida madrileña”, de droga , chute y viva la Pepa, de gente envenenada por el aceite de colza, y  otra parte enviada  al otro barrio por la maldita heroína. Eran los ochenta.

Bueno, pues lo mismo me he preguntado yo esta mañana de 8 de abril, pero no aludiendo a colocarse con ningún tipo de estupefaciente o del  alcohol de la “marcha libertina”, no, yo me refiero a la borrachera de placeres que la madre naturaleza comienza a brindarnos cada año por estas fechas, finalizando, más o menos, con la marcha del cuco tramposo,  por San Pedro, o sea cuando cierra junio. 

Esta mañana me he dado una placentera caminata por los caminos de mi pueblo, viendo un tractor arando por aquí (acosado por milanos en pos de alimento, lombrices, ratones o lo que salga), vacas sesteando, la panza llena (les he cantado mientras me miraban embobadas), apenas agua en los regatos, el campo verde hierba y maraojo, un cielo ventoso y gris y  escobas con flor blanca bailando al son del viento y, cómo no, el canto del cuco que ya llegó. Cu- cú, le digo. Cu- cú, me responde. Ya somos dos, le digo. Más adelante me saluda otro, y más lejos, otro.

Echo cuentas y me digo que la cigüeña llegó por san Blas, el 3 de febrero. También he visto con inmensa alegría, esta mañana, sobrevolar por encima de mi cabeza golondrinas, las que le quitaron las espinas a la corona del  Cristo en la cruz, decía mi abuela, que algo sabía de espinas y quebrantos. Ahora el cuco, el que pone el huevo en casa ajena y se larga como si hubiera hecho una gracia. El ruiseñor, solo han llegado tres o cuatro, porque conozco sus asentamientos. Los otros están en camino, tal vez algo remisos por este tiempo hosco de bombas que retumban en la noche de los tiempos, pero no tardarán, porque la naturaleza funciona como un reloj, marcando unos tiempos muy precisos que no conviene alterar.

 Ya están aquí estas aves que emigraron hacia el sur, hacia el África espoliada por la usura del primer mundo, para huir del invierno, otras van llegando sin prisa, porque las prisas son malas consejeras. Las flores van cumpliendo con su ciclo, haga el tiempo que haga, como nosotros, sin darnos cuenta; los robles, los chopos y fresnos comienzan a teñirse de un tímido verde encendido. Todo apunta hacia el cielo; las hojas primerizas en las ramas, la hierba, las flores, todo mira  hacia el universo que nos cobija, porque la vida es alzar el vuelo, lo más alto posible para huir de los depredadores rastreros, porque nuestro universo terráqueo se compone de aves que lanzan su trino al viento para seguir con esperanza renovada, y de buitres carroñeros insaciables; estos no emigran, fieles a  su condición.

Así que ya estamos todos, o casi todos; los que anidan sus sueños en nidos acolchados para perpetuar la especie, los que escuchamos su hermoso canto esperando que la primavera sea eterna,  también los que deambulan  sin enterarse que todo es efímero y que el paraíso está aquí, a nuestro alcance, y no en extraños lugares de neones arrabaleros o de playas untuosas de espejismos candentes.

¡Ha llegado el cuco! Nos aguarda en la arboleda, Santiago. Cu-cú, cu-cú.

“Esperaaaaa, que ya llego”.