29 enero 2022

QUE SE NOS VA ENERO, JUAN.



Levántate, Juan, que se nos va enero, que ya cantó el gallo de la Piluca. Ya sé que solo oyes lo que te interesa, camastrón. No querrás que salte por encima de ti para levantarme, que para otras cosas bien que me quieres arrinconada contra la pared, así que salta de la cama. Ve haciendo la lumbre que en seguida preparo el desayuno para los críos. Menos mal que a la Piluca le gusta criar gallos, y buen servicio que me hacen, porque las campanadas del torreón solo se escuchan según la dirección del aire, y se ve que esta mañana está de arriba, por lo que me huelo una buena helada, un día de tapabocas.

Me viene a la mente el tiempo que estuve sin escuchar el gallo de la Piluca. Lloraba como una Magdalena  cuando se lo robaron forzando la puerta del gallinero, porque desde que murió el su José, a sus años, la pobre, el corral y sus gallinas son su vida y consuelo. Recuerdo cuando me dijo la Priscila,” mira, Felisa, no se lo digas a nadie, y menos a la Piluca, pero cuantos quebraderos de cabeza me dio aquel gallo que guisé para los quintos. Uno me decía que era de su abuela, otro que lo habían comprado, pero nada me cuadraba, y en seguida pensé en la Piluca”.  La Priscila que es más astuta que una zorra, y que tiene más espolones que un gallo al mando de su cantina, porque el su Zacarías es un pobre culeras, ya te lo digo yo, y solo le vale para cuidar el rebaño de ovejas, pues bien puede darle las gracias a ella que saca el negocio pa lante, te decía Juan, que la Priscila dio en el clavo con lo del gallo, no se dejó engañar, y menos mal, por lo de los guardias.

Ahora me entra la risa, porque veo a la Priscila yendo de la cocina al cuarto donde los mozos comían el gallo, bebían vino y gozaban a la salud de la Piluca, y la Priscila temblando cuando vio llegar a la pareja de la guardia civil con sus bicicletas, y al entrar en la tasca, como hacía frio, se fueron directos a la cocina donde, por costumbre, la Priscila les ponía el café de puchero, y ella: entren, entren, caliéntense, qué día más canalla, ¿verdad?, este frio solo es bueno para encallar las carnes de la matanza, y hablando alto, la muy cuca, para tapar el ruido que hacían los mozos, según me dijo, porque el jolgorio, aunque tenía las puertas del cuarto y de la cocina cerradas, le  llegaba por estar la salita pegando a la cocina, y ella, mientras engatusaba a los guardias, poniéndoles las sillas cerca de la lumbre, les dijo que iba a por el azúcar y se presentó donde los mozos y les dijo —parece que la estoy viendo, Juan, con ese aire tan suyo de comedianta llorona: “ callar que la guardia civil está en la cocina”. Y al parecer los mozos sí obedecieron, por la cuenta que les traía. Cuantos secretos no tendrá en su buchaca, porque bien sabemos que para criar a tantos hijos hay que ser más astuta que la zorra y más discreta que una santa. Pero mira, ahí la tienes, engatusando a los guardias con su café de puchero, lo mismo que al Toribio que se cree que porque esté jubilado y con buenas perras la va a camelar y tocarle el culo, pero ella los torea a los cuatro de siempre con su café de puchero en la cocina, les cuenta cuatro historias, muchas mentiras y algún secreto que son enredos suyos, y siempre con su “ me han dicho, dicen que fulano, ¿será verdad lo que me han dicho en esta cocina?”, pero nunca dice quien ha dicho. Eso es una mujer sabia, Juan.

Anda, levántate que se nos va enero.

Hace cuatro días fue san Sebastián, por san Sebastián una hora más, dice el refrán, otros dicen que por san Blas. Ya he oído el rebuzno del burro del Castoro, que reclama su ración de cebada antes de las ocho. A mí los animales me dan la hora, pero a ti te da igual que cante el gallo de la Piluca, que rebuzne el burro del Castoro, que ladre el perro del cabrero cuando va al corral, eres un camastrón, no hay quien te cambie. Orgulloso puedes estar de haberte casado conmigo porque con la Petronila, con la que fuiste novio, mira como domina al su Manuel, como a un corderito, claro que a él, como siempre tiene una pinta de más, le da igual Juana que su hermana. Bien que te riñó el otro día la Petronila por haber ayudado a Manuel a bajar de la mula. “Déjalo que se descalabre de una vez, así dejo de padecer”, te decía, y yo hubiera dicho lo mismo, porque si era  incapaz de bajar de la mula es porque ya había bebido lo suyo en la bodega de Aldeadávila con el Miñambres, el vinatero. Dos damajuanas le duran dieciséis días, lo tengo controlado. Así tiene de desatendido el ganado y las fincas, y hace los surcos torcidos, que si no fuera por la mula que sabe más que él y tira recto del arado, aquello sería la risión y el acabose, un carcamal es lo que es.

Levántate, Juan, que se nos va enero.

La que ha tenido suerte con su marido es la cursi de Andrea. Iba para vestir santos, pero su madre acertó al endiñarle al Carlitos. No me dirás que no es mariquita, todos los peluqueros lo son, bueno, todos no, pero casi. Es la profesión que lo requiere, porque tocar y tocar, ahora la orejita, luego las patillas, después recortando las cejas, y el bigote, y toque va y toque viene en el pescuezo, y en el hombro, con mucho disimulo, y las tijeras tiqui, tiqui, tiqui, ese sonido de mariquita, no me digas que no, Juan. Mucho me reí el día de su boda. Claro, eso le pasó por querer unos pantalones tan ceñidos, bien ajustaditos al culito, no me digas que no Juan. Estaba cantado que al agacharse para atar los zapatos pasara lo que pasó, la racha del culo se abrió y en la puerta de la calle, los mirones y los chavales riéndose hasta llorar. Qué apuro para su madre, tan orgullosa, la novia vestida de blanco, el tamborilero tocando en la calle, los chavales esperando el cortejo, dos gallos enzarzados escarbando en la tierra de la calle, peleándose y  levantando polvo, y el padre de la novia con una hoz que entregó a los muchachos para que les cortara el pescuezo a los gallos alborotadores, la madre de Carlitos pidiendo una aguja  a la vecina, porque no encontraba la suya, para coser los pantalones que dejaban ver los calzoncillos que,  según la Agustina, que está en todas, dijo que no eran nuevos. Qué apuros, por eso siempre me gustaste tú, porque eres flaco, pero con nervio, y te gusta la ropa amplia, o sea que de mariquita nada, no te rías. No me dirás que no se le nota cuando camina, con esos pasitos cortos tiqui, tiqui, tiqui, como con las tijeras, no será mañana que le venga un hijo, porque ella, beata como es, seguro que se pasó la noche de bodas rezando ,con el rosario entre las manos, en lugar de tenerlas ocupadas en otros menesteres, como hice yo ¿o no te acuerdas ya cuando me decías “así ,así, Felisa” no te rías, que bien  generosa que he sido en estos asuntos de entre sábanas, bien lo sabes, que no solo hay que pedir, Juan, que también hay que dar, como buenos cristianos, métetelo en la chinostra, otra palabreja que no le gusta a la del mariquita “ se dice cabeza”, la cosa es presumir y creerse superior, la cursi.

Levántate Juan, que se nos va enero.

Luego mando a Marcelino a la tienda para que te compre las hojas de afeitar Palmera Oro acanalada, de las que te gustan, aunque son algo más caras, una siempre quiere lo mejor pa su marido, y bien poco me lo agradeces, y que le llene el frasco de la brillantina que tanto te gusta, no te quejarás de como gestiono las cuatro perras que ganamos con el ganado. Los corderos que vendimos por Navidad dicen que los mandan pa San Sebastian, y Bilbao, cuidado que come esa gente, pero nos los pagaron bien, no como el tratante de hace tres años que estafó a todos del pueblo y se fue de rositas sin pagar , y dicen que es insolvente y no paga, pero le ha abierto cuatro tiendas a los hijos, no hay ley ni justicia, no me digas lo contrario, Juan, que tu con tal de que te dé todo hecho  esta, la Felisa, sí, lo demás no te interesa. Sabes que dentro de cuatro días es el cumpleaños de Marcelino, quien lo diría, diez años ya, mi niño, y no olvides que iba de dos meses embarazada de él cuando nos casamos, sí, diez años, echa cuentas, nació en 1947 y estamos a enero del 57, como pasa el tiempo. No olvides de llevar las rejas del arado a la fragua para que le saque temple y las aguce, que pronto tienes que aricar las tierras de trigo, que una está en todas, Juan, otra mujer no se ocuparía de eso, bien lo sabes. No salgo aun de mi asombro por la astucia de la Dominga. Cuando la otra mañana la oí cantar a primera hora, así con una voz empañada y no de leche merengada que es la suya propia, me dije, ¡tate!, Felisa, ya ha empinado el codo otra vez. Y su marido, que es un calzonazos, diciéndole al Andrés, que no le venda vino, pero él defiende el negocio de su cantina, claro, como vive al lado, en un pispas llena la botella, la mete bajo el refajo y nadie se entera, y su marido loco, busca que te busca la botella, ni rastro en la casa. Nadie podía imaginar donde la escondía hasta que con las lluvias, se atascó la cuneta junto a su casa, y al mirar debajo de la piedra que cubre la alcantarilla para  entrar en casa dieron con el escondite, qué vergüenza, Juan, y tu reprochándome porque en estas mañanas frías de enero me tomo una copita de anís del Mono, solo una copita, Juan,  para entrar en calor, porque si no, ya me dirás con qué ganas anda una toda engarañada en la cocina, “engarañada no se dice, sino aterida”, me suelta la cursi esa, la del mariquita, de dónde sacará esas palabritas que nadie usa en esta aldea,” aterida”, qué cursi, la cosa es presumir,  pero, en fin, así es la vida. Muévete, camastrón, no querrás que salte por encima de ti.

Anda, levántate, Juan, que se nos va enero.

Félix Carreto

La Zarza de Pumareda 26 de enero de 2021


22 enero 2022

EL ESPÍRITU NAVIDEÑO


 

                                                    

 

Ayer, día de Navidad, se celebró el nacimiento de un niño, del niño que según el cristianismo vino a salvar al mundo. De modo que el fin de año es el principio de otro reflejado en el nacimiento celebrado. Venir al mundo en cualquier momento y lugar es motivo de alegría. Así debió ser la noche en que nací, noche gélida afuera, cálida adentro, cálidas las manos de la partera, la Tía Vicenta, cálido el espacio alumbrado por el candil y lamparillas en aceite, el fuego en la cocina calentando el agua, y el caldo de gallina para mi madre, para recuperar fuerzas, cálido el primer grito del recién nacido como agradeciendo el empeño puesto por los allí presentes para que asomara al mundo.

Hace 74 años, en este día, yo cumplía 20 días, y mis padres celebraban la Navidad con un niño de verdad, en un Portal de Belén auténtico, con un niño envuelto en  pañales de tela suave que mi abuela Pepa se encargaba de lavar y calentar antes de envolverme calentito, escuchando los villancicos que me cantaba mientras le daba la vuelta al pañal sobre mi cuerpo, y ese calor humano siguió fluyendo, y en esa búsqueda del confort y la paz fueron pasando los años, la vida, hasta hoy.

Siempre es motivo de alegría cumplir años, porque ese es nuestro sino, y motivo de alegría para mí es relatar estos hechos, que son, en el fondo, los de todos los nacidos.

“Mamabas que daba gusto, con qué alegría te enganchabas al pecho”, me dijo mi madre. Mi madre era muy joven. Su cuerpo lleno de energía hacía brotar la leche como una fuente divina, porque divina debió ser para la niña que nació un mes después, cuya madre no producía la leche necesaria para su alimento, y fue así como mi madre la acogió en su seno para compartir conmigo tan suculento manjar. “Pero mi obligación era darte de mamar a ti primero, y después de saciarte, ponía a la niña”, decía mi madre al relatar aquellos días gélidos de enero. Claro que yo me criaba con todo el regalo “y bien gordito que te criaste, pero con casi dos años, una bronquitis  estuvo a punto de llevarte de este mundo”. Pero aquí estoy, a pesar de que pudo no ser cuando la parca, por tres o cuatro ocasiones a lo largo del tiempo, se acercó hasta el límite, pero la genética heredada le hizo frente y la vencí.

Pensando en aquel momento, me pregunto si hay algo que encarne mejor el espíritu navideño que lo que hacía madre con su leche. Creo que no. La niña que era mi hermana de leche y yo, fuimos creciendo a la par.

     —Hizo un frío terrible aquel invierno —decía mi madre—. Leoncio, el padre de la niña, me la traía arropada bajo su tapabocas (que es la manta del pastor, pues pastor era Leoncio). El pobre Leoncio llegaba con la cabeza escondida entre la boina y el tapabocas y, humilde, casi avergonzado, como quien pide limosna, me decía “Aquí la tienes, no para de llorar desde hace un rato, creo que tiene hambre”. Me la entregaba junto a la chimenea y al calor de la lumbre yo la amamantaba. Él salía a la calle a esperar, por pudor. Cuando había estrujado bien la teta le decía “Leoncio, ya puedes entrar”. Y él no sabía cómo agradecérmelo. Pero luego afloraba en sus labios una sonrisa cuando tras entregársela le decía: “No tienes que agradecerme nada, si no nos ayudamos entre los pobres, quien nos va a ayudar”. La acurrucaba entre sus brazos. Yo le ayudaba a embozarse en el tapabocas y así regresaba a su casa aguantando las ráfagas del cierzo que soplaba en las bocacalles. Así fue aquel tiempo.

Los años pasaron, cada familia sobreviviendo como podía, compartiendo lo poco que tenía, encontrando en la palabra del otro el apoyo vital, “pues no solo de pan vive el hombre”, recalcaba don Matías desde el púlpito, “Qué bien se habla desde lo alto del  cajón cuando se posee un  buen gallinero como él, y buena barriga, y no le da pena cobrar por bautizar a un pobre”, decía mi abuelo Marcial. 

Ahora pienso que el ser humano, como los animales en general, descubrieron enseguida que la vida en grupo, aunque no faltaran indeseables, era mejor que vivir aislado. Los más humildes encontraban en los suyos lo mismo que los ricos entre los iguales. Así hemos llegado a estas navidades, en subgrupos, sin que esa fraternidad encarnada en la Navidad sea una realidad en este planeta.

Pero Leoncio sí sabía lo que significaba la Navidad, y mi madre, y la Tía Vicenta, la partera.

Un día, cuando Nati (Natividad), mi hermana de leche, y yo, habíamos crecido, distanciados, ajenos a aquellos avatares lejanos, acudimos al salón de baile, como todos los muchachos y mozas que se iniciaban en  los primeros compases, al son de la gramola, nos miramos a los ojos sin buscar nada que no fuera divertirse. Ellas sentadas en los bancos esperando escuchar “¿bailas?”. Nati me dijo que sí. Las manos inocentemente estrechadas, arropando la cintura, guardando casi instintivamente la distancia que separa la alegría del pecado, Nati y yo dimos los primeros pasos. Me quedé mirando de soslayo sus opulentos senos, pues gordita se había criado y, tal vez porque no le faltó leche de las ovejas que su padre guardaba, ovejas algunas suyas, pero la mayoría de labriegos pudientes. Avanzamos al ritmo de vals, a nuestra manera. Por un momento pensé: "Qué bien te vino, “condená”, que compartiéramos leche”.

Ella nunca hizo mención a este hecho fraterno. Yo tampoco. Ella se casó. Yo también. Y tuvimos descendencia, y la vida siguió como fluye el agua de manantial, sin más. Me hubiera gustado haber tenido una relación más estrecha, pero nunca fue de palabra desprendida. Su padre era así también. Algo taciturno, o al menos me lo parecía. A este respecto, me comentaba mi abuelo Marcial que un día de verano tendió la manta en el suelo, a la sombre de un  roble, y cuando se despertó estaba invadido de hormigas hasta en los más recónditos entresijos, tal fue el empeño de ellas  en colonizar —no se sabe por qué— su cuerpo. Hubo de regresar al pueblo para deshacerse de tal asedio cambiándose toda la ropa. Pues sí que era un alma extraña. Siempre lo vi en el campo con su rebaño, alejado de otros pastores, apoyado el trasero en su cayado, vagando quién sabe por dónde  sus pensamientos en medio de la soledad, compañera fiel de sus pasos con las abarcas y el bajo de los pantalones de pana remendados metidos en los gruesos calcetines de lana tejidos por su esposa a la que la Naturaleza, tal vez sabia, le negó  más hijos.

Algunas veces, durante mis vacaciones estivales francesas, recorría el campo de mi pueblo, y cuando lo veía me tentaban las ganas de hablar de aquellos días que llegaba con la niña como llegan los pastores con su cordero al Belén. No fue posible. De modo que este relato navideño es un revivir lo que solo se conoce por la transmisión oral, como es el caso de Jesús de Nazaret. Tal vez la Navidad sea eso: un revivir  lo inasible, lo soñado, un abrazar lo más íntimo de uno mismo, un perseguir la paz interna. Amén

 

 

 

13 enero 2022

MI PUEBLO

Mañanas blancas de enero, espejos de carámbano, duro el suelo, gris el campo, azul el cielo, silencio en las almas, paso lento, borbotea en la lumbre el puchero, aroma de café que llevo dentro. 
 Mi pueblo. 
Rezuma la hojarasca quieta en su lecho, se consume la vida a paso lento, luz de musgo fresco verde terciopelo, sale a mi encuentro; es enero 
Mi pueblo. 
 Zurce las calles el viento, espesas toquillas negras abrazan los cuerpos, recogidos, callados, rastro de naftalina camino del templo, losas gélidas de tumba el suelo, volutas de incienso suben al cielo, mariposas de enero, ruegos por los vivos, y por los muertos, renace enero. 
Mi pueblo. 
 Luna fría de niquel vuela en la noche, luna llena, la más llena del año brilla en los tejados, adentro el brasero, en la alcoba cabalgan los sueños, en silencio, en la paz de enero 
 Mi pueblo.