01 noviembre 2020

ECOS DE LA VIDA Y DE LA MUERTE.

 

                     





         

El día de Todos los Santos en tiempos de posguerra y hasta los años setenta en que España comienza a tomar aires de modernismo, era un día de rezos, de reconciliación con los seres queridos que se fueron sin dejarnos del todo. Mi abuela Pepa besaba la foto de su hermano Casiano fallecido trágicamente, demasiado joven. Después nos invitaba a seguir sus oraciones.

Ese día, al amor de la lumbre, pues solía hacer frío ya, en nuestra casa, mi abuela nos había reunido en torno a ella, mi madre y los hermanos, cinco por entonces, después vendrían más, pequeños todos. (pues mi abuelo no era de rezos, mi padre tampoco, y eso me ha llevado a la conclusión de que las madres al parir adquieren otra dimensión que los hombres nunca alcanzaremos: la del amor eterno), el rosario en la mano, la mirada serena, fija en su universo que en ese momento era el de su hermano fallecido.

Vestida de negro, con el pañuelo cubriendo la cabeza, pañuelo que de vez en cuando se lo ajustaba pasando la mano por debajo recorriendo la circunferencia de la cara para acoplarlo y sentirlo ahí, como una parte más de su ser; y es que una prenda puede representar ni más ni menos que la trayectoria íntima de un pasado, cómplice de alegrías y tristezas; el pañuelo como protección divina, como si mientras lo pudiera acariciar, que era como acariciar su alma, sus sentimientos fluyeran en armonía y sus pensamientos nunca descarrilaban. Y es que el pañuelo de mi abuela, como el de todas las abuelas, era un agarrarse a la vida, un acariciar lo que no se alcanzaba, en beso a todos los seres querido que nombraba desgranando las bolitas de plata que eran todas las avemarías y padrenuestros que iba acariciando con su mano de seda, porque el rosario era de plata, regalo de su hermano fallecido. Y yo observaba que a cada bolita que iba quedando atrás, (que eran avemarías y padrenuestros para dar paso a otros tantos) le había imprimido su dosis de cariño con el índice y el pulgar. Ese era el contacto y la comunicación directa, que entonces yo ignoraba, con sus seres queridos, con su hermano del alma.

     Madre nos miraba para ver si rezábamos. Tal vez en nuestra mirada se reflejase la emoción del momento. De vez en cuando pasábamos las manos por las llamas y las frotábamos, mientras madre con una mirada que ya comprendíamos (pues las miradas profundas y sinceras hablan y dicen más que las palabras),madre, como decía, nos invitaba con un gesto de la mirada puesta en la abuela, para que no perdiéramos el ritmo de la oración, que era como no desprenderse de la mano con quienes estábamos unidos en ese momento de silencio monocorde, en la cocina lóbrega de familia humilde y de pan escaso, aunque siempre hubo el necesario en el momento apropiado.

Abuela se pasó de nuevo la mano bajo el pañuelo y su frente relumbró de un rojo amarillo cuando avivó la llama. Misterios dolorosos, gloriosos y gozosos salieron de sus labios que yo sentía acolchados y suaves cuando me besaba. Su voz parecía cada vez más tierna, más del mundo de los que descansaban en paz que del mundo terrenal, de miseria impuesta a base de “avaricia, envidia y soberbia que el diablo cultiva” decía ella que en sus ratos libres repasaba el misal y breviario ante la indiferencia de mi abuelo. Tardé años en darme cuenta de que cada cual de los dos vivía en un mundo diferente, lo que no les impedía de vivir con cierta armonía, gracias a la sabiduría y a la mano izquierda de abuela. La vida era dura y los inviernos también y para afrontar ambos, siempre, o a menudo, había una botella de anís en la alacena, o aguardiente de la Ribera, que surtía el mismo efecto espiritual que el vino que bebe del cáliz el sacerdote durante la misa. Todo en la vida se resume a aferrarse a un ritual; la misa, el rosario y la oración, hallar ese contacto con el más allá, que es lo mismo que decir con lo más profundo de uno mismo, y uno puede encontrarse con su propia esencia, a través de infinidad de medios; la escritura, la poesía, para contar historias, momentos, emociones; la música y todo arte cuanto el ser humano ha creado para seguir viviendo, a ser posible, en paz.

De modo que el día de Todos los Santos, era y sigue siendo en mi fuero interno, el día de la reconciliación con los seres queridos, el día para reflexionar sobre nuestra condición de mortales, el día para marcar en los días postreros el camino para seguir viviendo en paz, de la mano del que quiera agarrarse para subir y bajar empinadas cuestas, sortear recovecos sombríos y llegar a la meta con el deber cumplido: el del amor hacia el otro.

     Abuela dijo: “Gracias hijos, por asistir a este rosario por nuestras almas, Dios os acogerá en su seno”. Las llamas revolotearon como celebrando la reunión y abuela fue besándonos a todos.  “Gracias, hija —le dijo a madre—, que Dios te de fuerzas y alegría para criarlos, pues mientras yo viva, mi ayuda no te faltará”.

Hoy recuerdo emocionado aquel día tan lejano y, sin embargo, tan presente.