25 diciembre 2022

CUENTO NAVIDEÑO

 


Mi abuelo me contaba, al calor de la lumbre, en estos días navideños, cómo había sido su infancia, y eso me hacía soñar. Decía que a veces realizaba tareas para conseguir alimentos, ayudando a sus padres, ayudándoles a colocar la leña cortada, o llevándoles el cubo para ordeñar, y lo hacía a modo de juego, porque casi todo en la infancia es un juego, ya lo entenderás más tarde, aunque ahora con la televisión y el internet uno se sorprende que haya niños en lugares remotos que no saben lo que es el juego, o que su juego, que no es otro que el de la supervivencia, consiste en hurgar con un palo o con la mano, desprotegida ante los objetos cortantes, en la montaña del basurero de la ciudad, basurero que son los despojos del mundo rico, indiferente, egoísta, soberbio, vanidoso y carnívoro, pero eso ya lo comprenderás más tarde, lo importante es que ahora sigas soñando, soñar con el juego para disfrutar.

Mi abuelo tenía un rebaño de cabras, mi abuela ordeñaba, y hacía queso y requesón, todo natural, hoy diríamos ecológico, sin conservantes ni colorantes, con sabor propio. Ese sabor tú no has podido guardarlo en tu memoria, porque ya no se elaboran productos de esa calidad, aunque el sabor de lo que se hace ahora sea muy agradable, porque para eso están los químicos, para conseguir sabores a la medida del consumidor. De hecho, tu amigo Fran, que vive en la ciudad, prefiere los huevos de yema pálida e insípida, a los de las gallinas de corral que les da su abuelo. Lo mismo le ocurre con el pollo de hormonas que prefiere, al buen muslo del pollo casero. ¿Ves cómo se adueñan de nuestros gustos?  Somos consumidores, hijo, nos programan para eso: para consumir y producir, ya lo entenderás más tarde, ahora a tus diez años, tienes que disfrutar de la infancia, que se va rápido, disfrutar como lo hice yo, y mi abuelo, y los anteriores hasta llegar al hombre de las cavernas.  

Uno se pregunta cómo vivirían los hombres de las cavernas sin calendarios, sin navidades, sin microondas, sin duchas ni dentistas para sacarle una muela cuando les dolía, y así podíamos seguir enumerando todo cuanto nos rodea.

     Mi abuelo tampoco conoció la ducha ni todas las modernidades, y era feliz en su mundo. Los niños de aquellos hombres de las cavernas, debían jugar con los pequeños huesos que sobraban tras comer la carne, como nosotros hemos jugado a las “tabas”, y su padre debía contarles historias de caza y los avatares del día a día, como lo hago yo al amor de la lumbre. Así que, en el fondo, apenas hemos cambiado, o mejor dicho, hemos aprendido a construir utensilios y artilugios, no solo para cazar mejor, como ellos hacían, sino para matar a nuestros congéneres de forma muy aséptica, sin dejar rastro. Esto ya lo entenderás más tarde, ahora es Navidad, es tiempo de soñar, de contar historias observando como las llamas danzarinas se estiran y se apagan lentamente.

     Uno sigue impregnado de aquellas adoraciones al Niño en la iglesia de la Zarza de Pumareda de mi niñez. El templo lleno a rebosar, las jóvenes cantando, sones de panderetas y el botijo en forma de juguete que cuando soplabas el agua hacía unos gorgoritos musicales que nunca he vuelto a oír. Pero bueno, sabes que el mundo ha cambiado mucho, no siempre para bien, solo la Navidad nos recuerda que nacemos para hacer el bien y para vivir con esperanza.

Pienso mucho en aquellos hombres de la Prehistoria, que habrás estudiado en la escuela, cuando nos separamos del mono y emigraron del África hacía otros países más fríos y se protegieron con pieles, y cuando descubrieron cómo hacer fuego, seguro que pasaban largos ratos hablando al amor de la lumbre, como nosotros ahora contando historias de ahora que, en el fondo, no difieren mucho de las suyas. Lo que más me sorprende es ese misterio de la Naturaleza que hizo que la pelvis de aquellas mujeres de las cavernas —tu madre estará de acuerdo conmigo—, se ampliara para facilitar el paso, durante el parto, de la cabecita del nuevo hombre que somos, ese cráneo más grande para albergar el cerebro más voluminoso, el mayor de la especie animal en proporción a su cuerpo. ¿Cómo fue posible esto? La vida está llena de misterios, hijo, como lo es la Navidad que celebramos, ¿inventada para dominar?, tal vez, pero también con el fin de reconciliarnos con nosotros mismos y mirar el interior de nuestra alma, esto lo entenderás con los años, pero ahora es tiempo para disfrutar la Navidad.   

 Los herederos de aquellos hombres de las cavernas, muchos siglos después, aprendieron a escribir y nos dejaron la Biblia, con historias muy parecidas a las de ahora; con plagas, incendios, guerras y reyes y, el Dios que el hombre se inventó, supervisándolo todo. Luego vino el Nuevo Testamento y hablaron de un judío que vino a salvar al mundo del pecado, cuyo nacimiento celebramos, a la postre, cada año por estas fechas.  Ahora la prensa también escribe lo que le conviene a unos y otros, digamos que es la nueva Biblia. Pero unas formas de vida suplen a otras y ahora parece que Papá Noel es el nuevo Mesías; que no nos confundan, hijo, es el Mesías del consumo, como el tal Santa Claus, otro negociante, que no pretenden hermandad alguna, ni luchar contra las injusticias, no, sino confundir y dividirnos, o imponerse como lo está haciendo Halloween en el día de Todos los Santos. No hay que perder de perspectiva quienes somos y de dónde venimos.

     Yo te cuento esto, hijo, para que vayas aprendiendo, para que no te dejes engañar. Piensa que aquellos hombres de las cavernas mirarían a la luna nueva de hoy, que es la misma desde millones de años, y se preguntarían por qué cambia de forma y como se podría llegar hasta allí. Nosotros conseguimos llegar en 1969, pero ¿eso cambió algo? Nada, hijo, nada.

 En el fondo, seguimos emigrando como los hombres de las cavernas, y matando animales para comer, y lo que es peor; creando dolor con las guerras, y miseria que se esconde bajo las farolas sombrías de las ciudades donde se refugian miles de personas sin hogar, despojadas de su dignidad, con harapos que nadie quiere ver, por eso, hijo, quiero que te des cuenta de la suerte que tenemos; por eso seguiremos cada Navidad hablando al calor del hogar, para que estos momentos de regocijo impregnen tu alma, como hizo mi abuelo, y el tuyo que emigró a Francia en los años sesenta y se empapó de lo mejor de otras culturas, y me enseñó a tocar la guitarra, como yo a ti, porque él creía, y yo también, que la música nos salvará, la música que eleva el espíritu, eso lo irás comprendiendo poco a poco.

     La Navidad ya no es lo que era, porque se ha vuelto un gigantesco escaparate de consumo, aparcando lo que es el verdadero espíritu navideño, inmersos ahora en  ese consumo desaforado que nos lleva al nuevo paganismo, como ocurre en la Semana Santa de procesiones del ocio de vino y tapas y retransmisiones televisivas sin alma. Por eso es bueno no perder nuestra tradición navideña de cuentos e historias.

      Me da mucha pena ver cómo esta sociedad nuestra no favorece el reagrupamiento familiar —al contrario de los hombres de las cavernas—, es desolador asistir a esa falta de sensibilidad de los gobernantes que no propician que los miembros de una familia encuentren trabajo en el mismo entorno, o muy próximo; matrimonios alejados por el empleo, hijos obligados a emigrar, con el magro consuelo de reencontrarse por la Navidad. Vamos por mal camino, hijo, por fortuna nosotros podemos disfrutar juntos el día a día.

Me queda la esperanza de que algún día lejano —quizás tú no lo veas, pero transmitirás esta esperanza como yo lo hago contigo—, aparezca en el firmamento otra estrella —de David o del nombre que quieran—, para alumbrarnos y mostrarnos el camino de la verdad, el alumbramiento de ese Hombre Nuevo, de ese Mesías que nos despoje de la ceguera inducida por el consumo desaforado y de neones y escaparates que son espejismos en el desierto; para que el espíritu navideño perviva, y para que se haya erradicado de la faz de la Tierra la explotación obscena de niños a los que les robaron la infancia; que los vertederos inmundos de la infamia, que son los despojos de la usura, se conviertan en montañas de libros y de pan, y que por fin seamos libres, a ser posible reunidos en torno al calor de la hoguera, como los hombres de las cavernas. Te preguntarás si somos mejores o no que aquellos hombres. Reconozco, hijo, que entre ellos y nosotros media un gran abismo, porque la ciencia y la tecnología nos ha llevado a cotas inimaginables, sin embargo, pienso que el corazón no lo hemos elevado a semejantes cotas, al contrario, y eso me induce a pensar, con infinita tristeza, que no hemos avanzado nada.

 Así que, vivamos en paz otra Navidad con el mismo espíritu, con la misma ilusión, tal como nos la transmitieron nuestros abuelos, recordando que es en el corazón de las personas donde reside la verdadera riqueza, y no en lo material que es algo volátil. Dentro de unos días llegarán los Reyes Magos para hacernos soñar, porque la vida también es sueño, lo demás, hijo, lo irás aprendiendo con los años. Ahora coge la guitarra que vamos a cantar unos villancicos.

 

La Zarza de Pumareda, 25 de diciembre de 2022

 

¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo! a todos las almas de buen corazón.

 

08 diciembre 2022

TIEMPO DE REFLEXIÓN

 

                 

 

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía

Las chimeneas en mi aldea fumaban al unísono en el crepúsculo incipiente, mientras el fuego en la cocina freía el huevo fresco de la gallina que había picoteando en la calle la sustancia de un tiempo de postguerra, de esperanza y de alegría de vivir.

Era aquel huevo puro, puesto con amor en el nial, el alimento sano y sabroso que iba a degustar el niño que crecía y reía al amor de la lumbre, huevo que alimentaba al pastor que regresaba al pueblo con el haz de leña para freír ese huevo del amor.

El sol como yema de huevo se hundía en el horizonte dando paso al recogimiento, al descanso bien merecido para soñar en la alcoba con huevos y tortillas y soles de primavera y besos dulces de peladillas de bautizo bañadas en el amor de los sueños dulces que alimentaban los días de pan escaso para seguir soñando.

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.

Se repartía el pan en la sagrada cena que era la representación exacta y prolongación diaria de la imagen de la Santa Cena que colgaba del muro de todas las alcobas encaladas, imagen que no era sino un asidero vital y piadoso en el discurrir de los días grises de gallinas peregrinas azotadas por el cierzo que criaba sabañones y de perros callejeros ateridos buscando aposento al abrigo de la helada en la noche incipiente.

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.

Se degustaba con deleite y se mordía con suavidad y devoción el pan candeal, elaborado con amor y cocido en el horno con leña o retama. Era el pan alimento puro de los campos abonados con estiércol natural cuyo olor purificado por la brisa se tornaba agradable cuando el campesino hundía el arado y acariciaba la tierra agarrado a la mancera para dibujar los surcos rectos de la rectitud del arte, del gusto por el trabajo bien hecho, rectos como velas devotas de Semana Santa, rectitud de la vida que se abrazaba con la ilusión de sembrar el pan nuestro de cada día.

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía, y tú, viajero en este mundo de luminarias navideñas que alumbran los rostros sonrientes de suflé chispeante, te preguntarás por qué hoy, los viejos que vivieron aquel tiempo de trabajo duro y de pan escaso, tú, viajero sagaz cautivado por el oropel festivo, te preguntarás el porqué de su longevidad.

No hay secreto, ni misterio, querido viajante; la naturaleza nos regala lo mejor de sus entrañas salvajemente generosa, pero la avaricia y la usura desbocadas, la soberbia, la vanidad también, acaba contaminándolo todo: los alimentos, el amor, la alegría de vivir con la esperanza renovada cada día que sale el sol, porque la inseguridad de perderlo todo ensombrece y amenaza nuestra paz interna para someternos al dictado del estrés pernicioso y de obesidades mórbidas de alimentos contaminados e insalubres, todo edulcorado con el sabor adictivo para seguir consumiendo el producto elaborado con fines de lucro insaciable. ¿Te extraña que seamos ese producto?

 

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.