19 noviembre 2022

ES TIEMPO DE CASTAÑAS

 





  Mira  por la ventana, María

Los arreboles del alba

Encendidos como ascuas

Bello será el día

Es tiempo de castañas, María


El viejo castaño octogenario que plantó cuando niño el abuelo León

Se yergue en la loma, junto a las viñas y olivos, mirando al Duero y su cañón.

Se ha ido vistiendo de verde pálido,

De rojo vino,

De oro miel,

De anaranjado marrón,

De amarillo sandia

Y de verde limón

Es tiempo de castañas.


Caen sus hojas bailando al son de la brisa

Con resignación caen

Sin  prisa.

Tras azaroso vuelo se abrazan

En el suelo

En mullido colchón

Para solaz consuelo.

Asoman los erizos  entre las hojas dormidas

El fruto sale a gritos de su guarida

Mostrando su belleza escondida

Y esperan la mano tendida

Para llenar la cesta

 De vida.

Es tiempo de castañas.


El sol se apaga

La noche cae deprisa

Y el viejo castaño se duerme

Acunado por la brisa.

La aldea recoge a sus almas

El humo sale a bocanadas por las chimeneas

Y expande en la calle de mortecino alumbrado

El aroma de guiso de laurel de la cocina

Farinato frito y chorizo asado.

Es tiempo de castañas.


La chimenea ronronea

Los leños  se empujan ardiendo

Escupen su aliento  con llama feroz

Y en su último estertor

 Hasta el más rezagado

 Silba medroso

 Su adiós.

Es tiempo de castañas.


En la trébede  asentada en las brasas

La cazuela rebulle  y las castañas danzan

Cocidas y asadas, su aroma vuela

Sahumerio de la casa

Miel sobre hojuelas.

Es tiempo e castañas.


Así van pasando  los años

Al ritmo del viejo castaño

Entre aromas frescos de rocío

Arreboles encendidos

Y un beso

Florido.

Estira la sábana y cúbrete  con el embozo

Y arrima tu pecho al mío

Que es tiempo de castañas, María

Que es  nuestro tiempo de gozo.



02 noviembre 2022

01 noviembre 2022

EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS

 

                    

 




El día de Todos los Santos es el día de todos, de todos los Germanes, de los Afrodisios, de las Isabeles, de las Raqueles, de los Josés y las Marías Josés, de las Nieves y Noelias y de todos los que deseamos un mundo en paz.

 Hoy es el día del santo que llevo dentro, es decir, de todos los que conocí y se fueron, los que pasaron por este mundo, dejaron su impronta y se marchitaron, en un visto y no visto, como la rosa del jardín, como el viento primaveral que entró por la ventana y perfumó las alcobas, como el humo de la chimenea que se elevó hasta perderse en el cielo, como la oración que en este día la abuela iba desgranando en las cuentas del rosario, en la cocina, al calor de la lumbre, con su semblante serio y tierno a la vez, con su dulce voz que sigo escuchando, “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”, pasándose la mano por debajo del pañuelo negro sobre la cabeza en un gesto comedido, como acariciando las arrugas de su frente que este día eran arrugas que descansaban en paz, la mirada fijada en los leños que ardían cuyo semblante nos sumía en un  profundo estado de recogimiento expresado en nuestras manos entrelazadas y nuestras caras arreboladas, con el viento bramando en la boca de la chimenea, a veces unas gotas de lluvia hostigada que se hundían en el hollín grasiento y rugoso avivando su olor agrio, gotas que se deslizaban como lágrimas negras, como deseando  unirse a la oración, hasta que el calor de la lumbre las evaporaba y volvían al cielo abrazadas al humo, mientras  el gato ronroneaba como si entendiera que ese momento era de recogimiento y, entretanto, el silencio, el silencio espiritual que anidaba en el corazón de todos, cuatro hermanos sentados en el escabel, dos en sillas bajas de enea y abuela y madre en el centro, silencio al compás de las ráfagas del viento que también callaban en breves lapsos para no interferir en el cambio de oración, y todo fluía como dirigido por una mano invisible, quién sabe si el alma o el espíritu de los que se fueron, todos presentes en el recuerdo, todos unidos en torno a la abuela cuyo rostro cobraba el rosado o amarillo, o dorado o azulado de las llamas danzarinas que los leños regalaban en suave susurro al consumir su propia existencia, “Padre nuestro que estás en el cielo…”, la voz hilvanando ruegos, a veces callada, a veces sumisa, la voz tierna, la voz que era alimento de tantos años velando por los hijos, y por los nietos, para que no les faltara un trozo de pan, lavando los pañales de los primeros días de vida, la vida misma envuelta en pañales y entregada en lienzos, benditas abuelas, “Dios te salve María, llena eres de gracia…”, la gracia de seguir viviendo, de seguir con la plegaria, por los vivos y por los ausentes, que no muertos, la gracia de sentir el amor fraterno, la gracia de amar al prójimo como a uno mismo, la gracia de entender que estamos de paso sin apenas darnos cuenta, la gracia de amar a los que amaron, de abrazar a los que abrazaron, la gracia de no ser devorados por la envidia, por la soberbia, por el resentimiento, por la codicia, por, por … “Ruega por nosotros…”, y el viento parecía que iba amainando cuando el rosario que desgranaba la abuela llegaba a la última cuenta, palpando la bolita sin mirarla, para cerciorarse de que todo tiene su fin, de que todo tiene su premio en la vida a poco que hayas entendido que nada es eterno, y que lo material es perecedero, a veces insalubre, y hasta el gato estiraba su lomo como si también entendiera que llevaba mucho rato sin recibir una caricia, y que los leños se iban consumiendo y el calor no le llegaba igual, en la cocina lóbrega sin ventanas, donde todo estaba en su sitio, las llares, las trébedes, el fuelle a mano para seguir avivando la llama que languidecía, cocina de pobre, más iluminada que nunca ese día, más alegre que nunca en el silencio, más serena también, porque la abuela con su presencia imprimía ese halo misterioso que solo la vejez otorga, cocina austera, sin olor a embutidos en el techo ni queso, porque no había, solo algo de manteca de cerdo donde no llegaban los ratones, negro el frontispicio de la chimenea de hollín celestial de sofrito humilde, blanco inmaculado los tabiques de adobe encalados con cariño por madre cada verano, adobes fáciles de horadar por algún ratón atrevido, pero para eso estaba el gato, para zampárselo,  “sed humildes y no olvidéis nunca a los que os amaron. Que Dios nos proteja a todos, hijos…”. “Sí, abuela, así lo haremos”, y sus ojos se iluminaban al escuchar de nuestros labios la obediencia de niños educados en el respeto a los mayores y en el amor a los abuelos, y terminado el rosario, ella nos pasaba el crucifijo de éste para que lo besáramos, convencidos de que ese gesto nos libraría de muchos males, nos liberaría de muchos miedos, y así debió ser, porque aquí seguimos todos los hermanos; rosario balsámico que tenía el don de hacernos mirar hacia dentro que es donde está la esencia del ser humano. Ni padre ni abuelo participaban de esta reunión, abuela y madre rogaban por ellos ocupados en otros menesteres.

Abuela se levantó ante el quejido de la silla, poniendo la mano en el cuadril, “dichosa cadera, los años, hijos”; nos besó y, “no olvidéis, hijos, de rezar al acostaros”, y así lo hicimos.

 Salí con ella afuera, para acompañarla a su casa por el camino que bordeaba los alrededores, entre ráfagas gélidas que azotaban la cara.

La noche comenzaba a adueñarse de la aldea. A lo lejos vislumbré una luz borracha que flotaba como un fantasma y apreté la mano de la abuela, “no temas, hijo, Dios nos protege, es la luz del farol del tío Leandro que va al corral porque una oveja le ha parido dos corderos.

 Las campanas comenzaron a tocar su lastimero tin, tong, y ya no callarían en toda la noche. Adentro, en la iglesia, dos monaguillos sentados en un banco tiraban de la cuerda que llegaba hasta el campanario activando el badajo, y las campanas modorras seguían llamando a la oración, al recogimiento y al descanso, mientras los muchachos comían castañas, higos pasos y pan tostado, hasta que a media noche los relevaron cuatro mozos que se instalaron con una mesita donde colgaba la cuerda y activaban el sonido lúgubre, casi fantasmagórico en medio de la noche tenebrosa y gélida, tin, tong, tin, tong, sonido que ritmaba la partida de tute que celebraban mientras comían castañas y chorizo y bebían de la bota de vino“. ¡Benito, las cuarenta!”. “No joden, pero atormentan”. “No blasfemes, Benito, que estamos en la iglesia”. “No toques tres veces seguidas, Manolo, que son dos”. “No te preocupes, Benito, que el cura duerme a esta hora”. “Pero no la tía Filomena que es tan beata que pasa la noche en vela”. “Veinte en bastos, y atiende las campanas que te has olvidado dos toques”. “No importa, Manolo, el bueno de don Matías, el cura, me dio ya las cuatro pesetas para cada uno, aquí las tengo en el bolsillo”. “¿Habéis oído el gallo de la Piluca?”. “Sí, no tardará en amanecer, y nos estamos quedando sin vino”. “Manolo, que has dejado de tocar casi cinco minutos”. “¿Te extraña?, ha sido por estrujar la bota de vino”. “¿Has visto?, Paco, ya empieza a clarear, vámonos, muchachos, que me dijo don Matías que dejáramos de tocar al alba”.

Pero eso, amigos míos, fue hace muchísimo tiempo, y después, cuando yo peinaba canas marchitas, llegó Halloween, acaso para remediar algo, o para enmascararlo todo.

A cada generación, sus certezas y desengaños, sus alegrías y llantos…, y su toque de campanas, ya de vuelo alto cansado hacia el olvido.  

Que el universo que nos trae y nos lleva a su antojo, nos sirva un mundo (en este día de Todos, de Todos los Santos), pleno de armonía y paz.

Amén.

 

Félix Carreto.

La Zarza de Pumareda. 1 de noviembre de 2022