Hoy, querido primo, es un día más para recordarte, por eso escribo estas letras, para recordar, para que queden grabadas como tú dejaste grabado tu pensamiento en tus libros, y en las ondas de radio, y en la universidad, y en los barrios obreros abandonados a su suerte, y en tantos y tantos lugares, antes de dejarnos para siempre. Pero tu caminar por este mundo ha quedado grabado como la piedra labrada que identifica a su autor, al artista, al hombre apasionado por la vida dedicándose a los demás como tú lo hiciste. Por eso Adolfo, no puedo olvidar tu obra y por eso quiero recordarla en unos párrafos que tú nos dejaste y que recojo con el orgullo de primo, con el orgullo que nos legó nuestro abuelo Ángel, grande y noble donde los hubiera. Así que es un orgullo para mi transcribir:”La canción del rabadán.” Tu canción, la que siempre seguiré escuchando y, que a buen seguro, suena en el Más Allá.
Félix.
LA CANCIÓN DEL RABADÁN.
-¿Tienes miedo?
Mentí:
-No tengo.
Y luego el silencio, solemne, trágico, como si fuera la carne de la noche pegada a todos mis huesos. Y luego un búho mirándome desde la encina de enfrente con sus ojos terriblemente asustados. Y luego una esquila que sonó, removiéndose en el cuello de la oveja, esparciendo el sonido sin manchar el silencio. Y luego…
-¡Tienes frío?
No mentí:
-No tengo.
No sabría si era nostalgia, angustia, o pesadez de todo mi cuerpo lo que sentía. No, frío no.
Ya verás -dijo mi primo-.Esto te gustará.
Se levantó. Su figura se recortaba en las peñas, como un premio que la luna le daba.
-Tú espera,-me dijo.
Caminaba con él la noche, el silencio y la luna sobre sus espaldas.
Caminaba lentamente, igual que los ministros cuando suben al altar, con majestad, con misterio. Algo de rito sagrado poseía mi primo aquella noche. Mis ojos no se apartaban de su espalda, de su chaleco raído, de sus abarcas, del pelo revuelto por el viento invisible, de toda su figura. Mi primo era un dios derrotado a quien la noche, el silencio y la luna intentaban seguir asegurando que era un dios.
-Es esto –me dijo.
Traía en la mano una flauta de caña.
-¿Te gusta la música?
-Claro.
Voy a tocarte”La canción del rabadán.” Ven.
Cogio mi mano. Apretó con fuerza; quería inyectar todo su misterio dentro de mi cuerpo. Yo lo deseaba. Quería ser como mi primo: abandonado a todo y queriendo abarcarlo todo. Subimos a la “peña alta”.La luna nos alumbraba la cara. Los ojos de mi primo lucían de forma distinta, algo parecido a los del búho de la encina, pero con otra cosa: había sonrisa y dolor en sus ojos al mismo tiempo; un mundo extraño danzaba en sus pupilas. No daban miedo los ojos de mi primo, no, daban confianza, aseguraban a uno.
-Ya verás. Cuando comience a tocar sonará la esquila de la “nevada”.
Sonrió como diciéndome:” No, no es u n truco. Los trucos únicamente se utilizan para ganar dinero. Aquí no se gana dinero; aquí tocaré para ti, exclusivamente par ti.”Quise decirle que no había pensado eso, pero le pregunté:
-¿Quién es ” la nevada”.
-Aquella oveja que se movió antes.
-¿Por qué la llamas así?
-Nació en una noche de frío. Casi se muere. La bauticé con nieve, ¿sabes? No murió.
¿Era así mi primo? ¿Quién sabia que bautizaba a las ovejas, que inventaba nombres bonitos y que se le agrandaban los ojos cuando decía:”No murió”?
-¿Y pones tu el nombre a todas?
-Claro. ¿Quien si no?
-El amo.
Los amos no entienden de estas cosas.
Y luego, como una sentencia que jamás se ha borrado de mi mente:
-Para bautizar a las ovejas hay que vivir con ellas: amarlas. Los amos no aman a las ovejas; solo desean su lana, su leche y sus corderos. Para amar a las ovejas hay que sufrir con ellas, y los amos no sufren.
¿Tú si? –me atreví a preguntarle.
Mi primo me miró con pena. Se llevó la flauta a los labios. Dijo simplemente:
-Escucha.
Y mi primo tocó. Y “la nevada” le acompañaba con su esquila. Y la noche temblaba sin verse. Y yo sentía una cosa alegre bailándome en el pecho: alegre y triste a la vez.
El búho abrió más los ojos. La luna ponía cara de risa. Mi primo se recortaba en la “peña alta” como una estatua cincelada en la noche. Su música seguía siendo de silencio, de nostalgia oculta, de misterio. No había palabras; solo notas que subían, subían hasta las estrellas. Pero yo entendía todo lo que tocaba mi primo. Lo entendía así:
“Aquí está mi dolor, junto a las estrellas y en la
noche. Todo es mío. Me pertenece todo: el río
de abajo, las charcas dond beben las ovejas, las
encinas, los pájaros que ya no se asustan, la
tormenta, las piedras frías y las piedras
calientes, el sol y los lagartos que salen al sol y
las ramas de las encinas, y la sombra; la soledad,
los corderillos que nacen, la lluvia
cuando cae y me empapa, la manta que me
cubre por la noche, el zurrón y la honda. Y el
frío, y el silencio, y la luna a lo lejos. Todo es
mío. Todo. Menos las ovejas.”
La flauta aquí producía un sonido extraño, un gemido angustioso, como una voz de hombre que se queja y nadie le escucha. Era como si la flauta tuviera lágrimas y el sonido fueran lágrimas y mi primo fuera una lágrima inmensa y gorda que regaba las piedras y daba de beber a las ovejas. Así continuó sonando la flauta:
“Todo menos las ovejas. Esas son del amo. Yo sé que
ellas me quieren. Las llamo por su nombre y vienen; me
lamen los calzones, les doy pan en la boca, es toco la
flauta, me lamen la cara…Quieren que yo sea de ellas,
quieren ser mías. Y ellas comprenden que no puede ser,
que hay una barrera terrible entre los hombres, una
barrera que se llama “dinero.” Ellas lo saben, aunque no
puedan expresarlo. Pero cuando lamen mis manos yo
comprendo todas sus palabras, el ansia que tienen de
poder gritar que la injusticia no solo se ve en las grandes
ciudades sino también en el campo y en este cuerpo de
los hombres que se llama RABADÁN.”
La flauta calló.
Mi primo quedó apretándola con fuerza. Ahora su estatua era terrible. Ahora el dios se había convertido en piedra. Quise decirle algo pero no me salía nada. “La nevada” había callado también. De nuevo el silencio. El búho cerró los ojos. La luna quitó claridad. La tragedia se movía sin ruido. Parecía que “peña alta” llevaba vida en su vientre de piedra.
A lo lejos, reventando el silencio sagrado de la noche, se inició un aullido que fue agrandándose hasta ocupar toda la sierra. Las ovejas se removieron. Sentí miedo. Una nube tapaba la luna. Miré a mi primo. Seguía igual: estático, clavado a la peña con su flauta de caña en los labios. Noté que caían de sus ojos lágrimas tristes. El aullido creció más. Se metió en mi cuerpo. Sentí un miedo atroz.
-¿Oyes? –le dije.
Es el lobo –respondió sin mirarme.
-¿No tienes miedo?
No mintió. Dijo:
-Al lobo, no. Solo tengo miedo a los hombres.
Y siguió llorando.
Adolfo Carreto.
Madrid-1970.