12 enero 2021

MI CALLE O METAMORFOSIS DE UN SUEÑO

Digo lo de la “La calle donde me crié”, que muestra la foto, porque en realidad, en aquellas décadas de los cincuenta y sesenta, uno se criaba en la calle. La casa era para comer, dormir y calentarse en invierno, y poco más, si acaso también para recibir un zapatillazo por desobedecer a la madre que, solo ahora, admito su ardua tarea para criar nada menos que once hijos. Por eso digo que siempre tenía razón, aunque no la tuviera en algún caso, porque nadie es perfecto. La calle está tal cual, igual de ancha, las mismas casas, salvo la que sustituyó a la nuestra que se llevó tantos momentos que perduran en mi mente. Con ella se fueron muchas cosas: Se fueron las golondrinas que anidaban en la chimenea negra de hollín pringoso, impermeable a la ventisca que azotaba y bramaba en la boca penetrando, hostigada parte de la lluvia. Las gotas resbalaban como lágrimas de cocina humilde hacia el nido de las golondrinas que pasaban el invierno en el África. La lumbre ahuyentaba aquellas gotas intrusas transformándolas en vapor que se fugaba arrastrado por el humo, mientras mi madre o algún hermano contaba los avatares del día. Aquel podía ser el informativo actual de la radio o de la televisión, pero mucho más cálido, con risas o reproches, o alabanzas incluidas. Con ella se fueron las llares donde colgaba el caldero para calentar el agua para lavarnos en un barreño; también para teñir de negro la ropa para el luto de mi tío Casiano que murió demasiado joven en un accidente de tráfico; caldero donde se cocían las patatas para alimentar un cerdito para tener algo de carne un día lejano, si es que no se moría por alguna desgracia; patatas que le dio mi madre a un mendigo que nos visitó y le hicimos un sitio en torno a la lumbre porque era un Cristo lleno de harapos, derrotado por el gélido invierno, y él sonreía tímidamente, y agradecía con la cabeza gacha tanta humanidad, como si ser pobre fuera su culpa, porque no era quien más tenía quien más daba, sino al contrario, y pienso que es porque quien no ha conocido el hambre y la miseria, no se paraba a pensar que todos nacemos desnudos y que solo la suerte o la desgracia nos hace parecer distintos, porque en el fondo, la muerte viene a igualarnos en la desnudez que es nuestra seña de identidad de pobres mortales. La cocina era eso y mucho más, sin embargo, la calle era el espectáculo permanente. La calle era de tierra, en ligera pendiente, y por el centro corría el agua de los chaparrones de abril y mayo. Para retenerla hacíamos cuatro o cinco presas de barro y palitroques ( las llamábamos boronas), y dejábamos que se llenaran, después abortábamos la de más arriba cuyo torrente arrastraba a todas, y entonces se formaba una algarabía que alertaba a alguna madre que salía a la puerta temiendo por alguno de su prole. Cuando nevaba copiosamente en enero o febrero, rodábamos la bola de nieve calle arriba calle abajo. Las manos se congelaban primero, después se producía un dolor intenso que era el preludio del calentamiento de forma natural. El viento se colaba por entre las perneras del pantalón corto y en los pies ateridos se formaban los sabañones que al entrar en calor en la cama picaban como diablos y cuanto más los frotabas, más picaban. Después el muñeco quedaba plantado en medio de la calle, adornado con un viejo sombrero ,un palo de escoba y otros inventos. En verano rodábamos el aro, o jugábamos al castro, a la sombra, a al parchís quien lo tenía. También jugábamos a la comba, eso era la especialidad de las chicas que también admitían a chicos para reírse de su torpeza al entrar a destiempo. El juego del “calderón”, que en otros lugares llaman “rayuela”, era una delicia. No recuerdo como se llamaba cada cuadro pero recuerdo de los dos últimos que decíamos “ indi” y “peruco”, y el siguiente lanzaba la china. En eso de la “igualdad” éramos pioneros, porque jugábamos chicos y chicas, salvo algunos juegos algo brutos, o jugar a la pelota sobre la fachada de una casa. Al fondo de la calle, llegada la noche, se solía hacer la hoguera de la matanza del cerdo que se celebraba con gran algarabía. Cuando un vecino mataba su cerdo, cuando llegaba el frío, poníamos una montaña de zarzales secos y las llamas soltaban enormes potricas, motas gigantes, que luego caían sobre las cabezas, fuego que iluminaba el barrio, y cuando la brasa se iba amontonando se saltaba por encima , entre las llamas, luego nos sentábamos en piedras en torno a la lumbre y asábamos membrillos, o castañas, o patatas. No faltaba quien metía una castaña sin hacerle la muesca y esta saltaba levantando brasas y cenizas. Entonces el irresponsable era sancionado o expulsado del grupo. Después, aprovechando la presencia de las chicas, se contaban chistes verdes y así terminaba la sesión nocturna. La calle era un aprendizaje permanente. Por ella desfilaban los rebaños de ovejas con sus esquilas, las vacas y la piara de cerdos. El gallo cantaba en el muladar demostrando ser el dueño de su harem, de modo que la calle era una orquesta variopinta con algún rebuzno, o el ladrido de un perro apareado que era perseguido cruelmente por muchachos que ya anunciaban muchas cosas sobre sus inclinaciones poco civilizadas. Lo mismo se jugaba a la “taba”, que a formar figuras geométricas con un hilo de lana entre las manos, que se hablaba una jerga para que solo los expertos la entendiera, en esto, como en otros muchas facetas, las chicas eran más hábiles. No sé de donde procedía ni quien lo había inventado. Lo llamábamos “ a pan y pico po”. Consistía en añadir a cada sílaba la letra p con la última pegada a la última letra. Así para decir: “ te quiero mucho”, la resultante era: “ tepé, quipi, epe, ropo, mupu, chopó”. Realmente muy divertido. Mi hermana Inda y Maruja eran unas expertas y si hablaban deprisa no las entendías, pues de eso se trataba. O sea que la calle era la universidad de la vida, porque además los pájaros anidaban a diez metros de casa, en los zarzales, y veíamos sus huevos y sus polluelos, y era una sinfonía permanente entre los jilgueros, los “pimienteros”, petirrojos, la abubilla, las golondrinas, el cuco y por la noche el búho autillo y la lechuza. Todo aquel universo ha desaparecido; ya no pasa el cortejo con el niño para el bautizo, ni la novia radiante vestida de blanco, ni tampoco lo inevitable; el féretro camino del cementerio, un viejo, a veces alguien que no llegó a la vejez. La vida y la muerte desfilaron por mi calle como algo intrínseco a nuestro paso por este mundo, como la alegría y el dolor, de modo que así aprendimos a llorar y reír todos juntos. Hoy mi calle está muda, solo una persona la habita. Esta mañana nevada me ha devuelto los recuerdos perdidos, las sensaciones vividas, los amores perseguidos, las voces que siguen sonando porque permanecieron ingrávidas, suspendidas en lo etéreo para renacer en forma de nieve, pura y fresca, de cristalina mañana, disuelta en lo más hondo de mi imaginación; y en mi pecho sigue borbotando el puchero de café de achicoria, y en la chimenea siguen cantando las golondrinas, y bramando la ventisca, y colándose un rayo de luna, y con el último rescoldo que ya no calienta bajo la ceniza, me despido de esta película que la nieve se empeñó en hacerme vivir como superviviente en la nebulosa de lo eterno, y escucho de nuevo el silencio, porque solo yo escucho el vacío que no es vacío sino la gratitud inasible que perdura suspendida para asomar cuando los sentidos se vuelven a recrear y a sublimar lo dulce del tiempo vivido de la infancia, lo cual no deja de ser un suspiro fugaz, y a la vez eterno. Metamorfosis de un sueño

04 enero 2021

FELIZ AÑO 20121

 








Dede la Zarza de Pumareda, estas ovejitas nos desean un feliz año nuevo y mucha leche y corderos, y lana, aunque no la paguen como se merece. La oveja siempre fue nuestra aliada en aquella infancia de los años cincuenta y sesenta para salir airosos del tiempo de posguerra. Buena lana `para tejer calcetines y jerseys, y bufandas y guantes y más cosas, para aguantar los duros inviernos, que eran otra cosa muy distinta a los de ahora. La leche que hacia el queso para aguantar la dura faena de la siega y la trilla, y así fuimos creciendo en aquel tiempo ,al sonido de las cencerras que sonaban cuando entraban y salían del pueblo. Hoy esos sonidos están ausentes, solo ruidos de coches y máquinas. Todo ha cambiado. Casi nada es igual, las huellas en los caminos son de tractor, es el progreso, pero menos mal que las ovejas siguen poniendo el aroma de lo que se llevó el tiempo., de lo que fuimos y de lo que seguimos llevando dentro