Como el de la foto era el coche
de línea de mi infancia. En el cabía todo: maletas atadas con cuerdas, paquetes
de toda índole, las sacas de Correos, cestas de mimbre, talegos con cacharros o
productos de la tierra, damajuanas de vino o aceite, algún pellejo de vino, algún
manojo de gallinas atadas, todo en la baca a la que se accedía por la
escalerilla de atrás.
Su recorrido era de unos treinta
y cinco kilómetros hasta llegar a Vitigudino y después volvía a Aldeadávila de
la Ribera, donde dormía. Era un Chevrolet
vetusto y renqueante pero fiel como un asno porque nunca te dejaba
tirado. Al lado del chofer, colgaba un letrero que rezaba” Prohibido hablar con
el chofer y escupir en el suelo”. Pensé que escupir hacia el techo era
arriesgado y nadie lo haría.
Un año, el día de san Felipe, en
mayo, fiesta de Barruecopardo, (los bordes de la carretera salpicados de
tomillos morados y olorosos), el autobús venía casi lleno de Aldeadávila y en
mi pueblo se completó. Hubo mozos que se
quedaron sin sitio y también querían ir. “Pues subiros a la baca”, les propuso
el chófer creyendo que no se atreverían. Pero los mozos, una veintena,
subieron. “Allá vosotros si os caeis”. Los mozos rieron.Así que lleno a rebosar
dentro, incluso de pie en el pasillo, el autobús emprendió su marcha,
cansino como un burro cargado de
pellejos. “A dos kilómetros, en la cuesta de la Berzosa, un repecho de unos
cincuenta metros, “el autobús empezó a cagarse”, me decía Emiliano al contar la
aventura. “El autobús dijo: “ya no puedo más”. Así que bajamos de la baca y le
dijimos al chofer: “Si él no nos puede llevar, lo llevamos nosotros a él”. Lo
empujamos entre todos unos treinta metros y ya, en el llano, volvimos a subir y
así llegamos a la fiesta con ganas de comer cabrito asado y empinar la bota de
vino”.
El coche de línea era plaza; era
tasca; era procesión; era confesionario; era salón de terapia; era el pregón
del alguacil; era la vida de todos los presentes y ausentes. Porque allí
dentro, mientras se bamboleaba, se daba cuenta de todo cuanto acontecía en los
pueblos del contorno, se daba cuenta del
presente, del pasado y futuro.
Era sobre todo los martes, día de
mercado en Vitigudino, cuando acudían a esta localidad viajeros de todos los
pueblos del contorno. Y era sobre todo al regreso cuando en el habitáculo se
desempolvaban los secretos de alcoba o, gracias al vino, y coñac en invierno,
se saldaban cuentas y reproches enconados, en plan amistoso, con una palmadita
en el hombro para reforzar la amistad cuando estaba algo maltrecha: “Olvidemos
aquello, Jeremías, a veces uno comete errores”, y todo volvía a la normalidad.
—Te he visto, Gervasio, apipándote de sardas en vinagre en el bar del
Modesto—comentaba uno barrigudo con voz aguardentosa.
—Y yo a ti, granuja de Serapio, arrimándote
con disimulo a la Antonia del Bernardo. Y ambos reían a carcajadas dejando un
rastro acre en el aliento como de vino, cebolla y aceitunas en remojo. Otro alto
y flaco que iba de pie en el pasillo con chaleco, sombrero y cayada en la mano,
entró en conversación.
—¿Sabes, Gervasio, que murió
Facunda "la Pirulina" la del Anastasio? —dijo el Serapio.
—¿La de Mieza?
—Sí, pues cual iba a ser,
si no.
—Es que no he vuelto a ese
pueblo y no estoy al corriente de lo que pasa, ya viajo poco, uno va ya pa viejo, y le dio unos golpecitos en la barriga: “A ver
si zampas menos que si no te va a dar también un jamacuco como a la Facunda”.
—La pobre andaba delicada,
se comenta que desde que marcharon sus dos hijas a trabajar a Barcelona, él la
agobiaba, dicen que la zurcía de vez en
cuando, sobre todo cuando bebía unos chatos de más.
—Y parecía un santurrón el
Anastasio. Me da pena de él.
—¡¿Pena?! —intervino el
otro—. A mi ninguna. Las hijas vinieron al entierro y se marcharon, no quieren
saber nada de él.
—Hombre, Gervasio, ahora se queda solo con su burra, tiene que
hacerse la comida y sus cosas, no te da un poco…
—Pues allá se las componga él
con su burra, que la meta en la cama —intervino Secundino—, porque ya sabes:
después de burro muerto, la cebada al rabo.
El ambiente se iba
saturando de olor a tasca, predominando el humo de los puros y el vaho a
alcohol, también los efluvios corporales comenzaban a neutralizar el olor a
colonia de las dos o tres señoras que orgullosas lucían su permanente y
peinados pomposos recién salidos de la peluquería.
Y así cada martes, día de
mercado, iba desfilando en el autobús el día a día de todos, recordando también
a los que se iban de este mundo, y así fue discurriendo, como agua de manantial
sobre la roca, el día a día de cuantos
encontraban en ese viaje el aliciente para aferrarse a los tiempos de
posguerra, de pan escaso, de misa y procesión, de sueños y esperanzas.
Por mi parte, me sigo viendo enganchado con Juanito y Evaristo a las escalerillas, en
la parte de atrás, después de arrancar, llevados por nuestro coche de línea
doscientos metros hasta que las piernas no daban para más y habíamos de
soltarnos dándole un empujón para no caer de bruces.
Ahora que ha pasado más de
medio siglo, me rio complacido de
aquellas peripecias y otras que
fueron alimentando nuestra alma de chavales de pueblo.
Como dijo el artesano de
“Cien años de soledad”: “Vivir para contarla”.
1 comentario:
"Vivir para contarla" Larga vida a ti, Félix, para que sigas contando tu historia, la nuesytra, la de nuestro pueblo, como esta del coche de línea, con escalera y baca incluidas.
Qué lejos quedan aquellos años, y cómo los acercas con tus recuerdos y pluma y nos los pones
delante de los ojos.
NO, pares, sigue, sigue...
-Manolo-
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