Ayer fui al camposanto y deposité unas flores en el lugar
correspondiente. Ya sé que fenecen rápidamente, por eso creo que las mejores
flores son las que cada cual albergue en su corazón. Al margen de las flores,
como gesto de recuerdo, me viene a la mente la imagen de mi abuela Pepa que
este día nos reunía en el hogar para rezar el rosario. Las flores eran
secundarias, lo importante era la oración. Ha pasado más de medio siglo y la fe
de aquellos años ha fenecido, eso creo, y sin embargo pervive aquel momento
sublime. El rezo era por todos los difuntos, pero muy especialmente por su
hermano que murió joven, treinta y cinco años, en un accidente, cuando
dormitaba al lado del chofer del camión que le transportaba la mercancía.
Mi tío
era, además de muy inteligente, cariñoso, trabajador incansable y generoso,
pues donaba parte de sus ganancias a los más necesitados de la familia. Los
tres o cuatro hermanos y mi madre recitábamos las avemarías y padrenuestros que
mi abuela iba desgranando en cada misterio del rosario que yacía en su regazo. Hacía
frío en la calle. El cielo gris, triste y melancólico invitaba al recogimiento.
En torno a la lumbre de la cocina oscura, sin ventanas, con olor a la toquilla
de mi abuela, toda vestida de negro, cuyo cabello encanecido recogía en un moño
que cubría el pañuelo negro, las oraciones se fugaban camino del cielo por la
chimenea tapizada de hollín que ahora relucía en su negrura celestial bajo el vaivén
caprichoso de las llamas. La voz tierna y solemne de mi abuela nos sumía en un
profundo estado de recogimiento expresado en las manos entrelazadas y la mirada
fijada en los leños cuyas llamas resaltaban nuestros rostros arrebolados.
Mi abuela terminaba el rosario con unas palabras suyas:” Sed
humildes y no olvidéis nunca a los que os amaron”. Y su semblante se iluminaba
cuando de nuestros labios de niños educados en el respeto y el cariño
correspondido a los abuelos escuchaba:”Sí, abuela, así lo haremos”.Eran otros tiempos; no había móviles, ni Halloweenes frenéticos, ni calefacción en nuestros hogares, eran tiempos de inviernos sin abrigo y pan escaso en las aldeas castellanas, eran tiempos de esperanza y de sueños, pero sobre todo, eran tiempos donde el valor de las cosas era el valor del sacrificio. Y la oración era el bálsamo que lo remediaba todo. Eso decía mi abuela, convencida, y quizás tuviera razón. Por eso la he recordado con devoción en este día de “Los Difuntos”.
2 comentarios:
A tu abuela, Félix, le habrá llegado este recuerdo tan entrañable de su nieto. Se dirá para sí: Qué buena siembra hice y qué bien fructifico en mi nieto Félix.
Cómo luce en tu imagen nuestro cementerio o camposanto, de la Zona ampliada; que por cierto tengo pendiente su actualización.
-Manolo-
HERMOSO,PRIMO
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