Mi infancia y
adolescencia, como la de todos mis coetáneos que disfrutamos en mi pueblo de La
Zarza de Pumareda, está poblada de aromas de otro tiempo, de sonidos y colores
que se fueron diluyendo con el paso de los años, con el viento y la lluvia que
los llevó con ellos y solo me quedan los recuerdos archivados en la memoria
como tesoro en un arca que, de vez en cuando, es grato contemplar para que el
tiempo no sea un mero fluir en el tedio.
Aldea pequeña la nuestra
era, sin embargo, un vergel multicolor para los sentidos, un caleidoscopio que desplegaba
su fantasía a lo largo de las cuatro estaciones; sus colores y aromas, y sus
sonidos que iban moldeando sin saberlo, nuestra percepción del mundo que nos
rodeaba. Aunque hubo dos mundos bien distintos, objeto de este relato, y a ello
iré más tarde.
Todos llevamos en
nuestro ser el sonido de los cencerros y
el gruñir del ganado al paso por nuestras calles, los ladridos de los perros,
especialmente durante las noches invernales para ahuyentar las alimañas, el
silbido de los cables de la luz, míseros ellos que zarandeaba la ventisca, el
sonido de la corneta de la alguacila, el de la campana del reloj del Torreón, y
las otras campanas tocando a misa, o al
Ángelus, sones de alegría unas veces, de tristeza y dolor otras, porque la vida
está aderezada así; oigo el castañetear de la cigüeña machacando el ajo, y el
canto de las ranas y del búho en la noche primaveral, canciones, risas y
llantos; tantos y tantos sonidos llevo dentro, que pasaría el resto de mis días
rememorando las secuencias de la película de nuestro pueblo, la película de
todos nosotros.
Pero tal vez fueran los
olores, los distintos aromas, los que
sellaron para siempre con más tenacidad en la memoria mi universo, nuestro
universo, cerrado unas veces, abierto otras, pero no más
allá del contorno de nuestro campo,
salvo cuando el coche de línea te llevaba hasta Vitigudino que olía a tiendas y
a mercado, o a Aldeadávila que olía a
vino y aguardiente, a bodegas bajo las viviendas, a las aceitunas y al aceite
de oliva que nos traía en su burrito la “Barburina”.
Familiarizados
estábamos con los olores de cagalitas, “moñigas” y cagajones de los animales al
pasar por las calles, residuos que el
viento, el trasiego y la lluvia purificaba enviando a las cunetas donde se transformaba
en abono y mantillo para las flores en los tiestos que en la primavera
adornarían los balcones. De modo que ya fuimos pioneros en el reciclaje tan
cacareado ahora, porque todo se reciclaba.
Nada, pues, como los aromas para evocar
momentos e imágenes concretas, porque si voy por el campo y huelo un tomillo,
me traslada a la procesión del Corpus Cristi, tapizadas las calles de tomillos.
Y si evoco la Semana Santa me llega el olor en la iglesia del incienso, de los
cirios chisporroteando; de la toquillas de las señoras mayores con olor a
naftalina, y las capas de los cofrades, y así podría seguir evocando los aromas
de momentos concretos que fueron alimentando mi espíritu.
Sin
embargo, donde se concentraban todos los olores de la felicidad era en la
tienda, sobre todo la de la Tía Pepa ( Juan, Eulalia), porque entrar allí era
impregnarse de las esencias del mundo, el mundo que no conocíamos cuyo aroma
característico y peculiar iba impreso en el esparto de sogas, alpargatas y sombreros de paja, pasando por
el bacalao, escabeche y sardinas, colonias a granel, y la goma de las botas katiuskas, y las
naranjas de sangre de toro, y todo aquel
revoltijo de fragancias se condensaban en una sola: el aroma de la tienda;
nuestro alimento perenne y volátil. También el olor propio de cada una de las
tres cantinas, mezcla de humo de tabaco rubio, de faria o cuarterón, vino y
coñac, berberechos y aceitunas, y colonias variopintas, era el aroma de la felicidad.
Pero
hete aquí que un buen día corrió la voz: “Van a hacer un salto en Aldeadávila y
habrá trabajo para muchos obreros”.
Y
a nuestro pueblo llegaron los aromas, los del otro mundo, el que desconocíamos.
Llegaron foráneos con sus acentos y costumbres, gallegos, andaluces, navarros.
Llegaron los ingenieros con un Willys que llamábamos “Llys”, y comenzaron a
trazar la carretera del Salto, y la línea de teléfonos con sus postes de madera
impregnados de un olor acre como a brea, otro olor nuevo, y en la calle El
Milano, en el espacio donde no había casas instalaron unos artilugios para
moldear y cortar varillas de hierro y todo aquel amasijo de cosas olía a hierro,
a grasa de las máquinas y a la grava
traída de la mina de Barrueco, olores nuevos todos, y el camión Nissan de la
empresa Erroz, que conducía, creo que se llamaba Ramón, olía a gasoil y cuando caía
una gota de aquel liquido en un charco de la calle se formaba una aureola
irisada de fantasía, olores y colores nuevos, como el de las tablas y tablones
de pino, olor a resina, y descubrimos el olor a cemento que descargaban en
sacos de esparto en las casillas del Tío Rodríguez, junto a la carretera, y el
olor a brea o alquitrán, y el olor mezcla de goma recalentada de las mangueras
del compresor para barrenar, y el olor a la dinamita impregnada en las piedras
deshechas por los barrenos, el de la apisonadora movida por la combustión del
carbón; infinidad de olores nuevos que se mezclaron por unos años con los
nuestros propios del terruño.
Al
cabo de diez años, todo aquello terminó y desaparecieron los olores nuevos,
aunque en la memoria perdurarían como fragancias para siempre nuestras.
Se
enternecerían, como aromas indisolubles al paso de los años, el de las rosas,
lirios y lilas que trascendían de los huertos por mayo, cuando hacíamos la
primera comunión, y la iglesia se llenaba de esos perfumes confundidos con el incienso y colonias en los cuerpos
jóvenes que llenaban de alegría nuestro discurrir en el tiempo.
Me
quedaría, sin embargo, con el aroma más hondo, más apetitoso; el aroma que
entraba por la nariz y llegaba al estómago como elixir de la vida, sahumerio
vital: El que salía a borbotones por la boca de las chimeneas de la panadería
de mi abuelo “El Tío Angelín”; el aroma a pan cociendo, calentito, reciente:
Aroma que si hincho los pulmones me sigue alimentado.
Mi
pueblo fue todo eso y mucho más: un fresco de sensaciones que uno lleva a
cuestas con sumo placer por haber crecido en aquel ambiente, no siempre
gratificante en tiempos de posguerra, pero eso sí, lleno de amor al calor de la
lumbre.
3 comentarios:
Hoy esta entrada hace más que nunca honor al título del blog. Colores, olores, ...
Tu pluma describe con tanta precisión momentos vividos de nuestra infancia, que nos llevas a ella de tal manera que sentimos esas sensaciones que comentas. Olores. sonidos, perfumes. Algunos de aquellos olores ya han mutado o desaparecido; se fueron con los tiempos. La casa del cura (D. Leopoldo), recuerdo al entrar en ella, un olor distinto a las nuestras. La iglesia, a parte del olor a cera, de incienso em ocasiones, también por la acumulación de gentes variopintas, tenía su olor característico. Y como bien dices las tiendas; eso sí que era una amalgama variopinta de olores y perfumes, penetrantes que aún perduran en nuestra memoria. Gracias por remover esas experiencias vividas. ¡Qué viejos somos!, o vamos siendo, por ser más suave.
-Manolo-
Somos los años que tenemos,¿viejos?,sin duda,pero viejos en buen uso ja ja.Vivir para contarla debe ser la máxima ,como dice el dicho. hasta que el cuerpo aguante.
Félix
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