05 abril 2020

AROMAS,SONIDOS Y COLORES DE UN TIEMPO LEJANO





Mi infancia y adolescencia, como la de todos mis coetáneos que disfrutamos en mi pueblo de La Zarza de Pumareda, está poblada de aromas de otro tiempo, de sonidos y colores que se fueron diluyendo con el paso de los años, con el viento y la lluvia que los llevó con ellos y solo me quedan los recuerdos archivados en la memoria como tesoro en un arca que, de vez en cuando, es grato contemplar para que el tiempo no sea un mero fluir en el tedio.
Aldea pequeña la nuestra era, sin embargo, un vergel multicolor para los sentidos, un caleidoscopio que desplegaba su fantasía a lo largo de las cuatro estaciones; sus colores y aromas, y sus sonidos que iban moldeando sin saberlo, nuestra percepción del mundo que nos rodeaba. Aunque hubo dos mundos bien distintos, objeto de este relato, y a ello iré más tarde.

Todos llevamos en nuestro ser  el sonido de los cencerros y el gruñir del ganado al paso por nuestras calles, los ladridos de los perros, especialmente durante las noches invernales para ahuyentar las alimañas, el silbido de los cables de la luz, míseros ellos que zarandeaba la ventisca, el sonido de la corneta de la alguacila, el de la campana del reloj del Torreón, y  las otras campanas tocando a misa, o al Ángelus, sones de alegría unas veces, de tristeza y dolor otras, porque la vida está aderezada así; oigo el castañetear de la cigüeña machacando el ajo, y el canto de las ranas y del búho en la noche primaveral, canciones, risas y llantos; tantos y tantos sonidos llevo dentro, que pasaría el resto de mis días rememorando las secuencias de la película de nuestro pueblo, la película de todos nosotros.

Pero tal vez fueran los olores, los distintos  aromas, los que sellaron para siempre con más tenacidad en la memoria mi universo, nuestro universo, cerrado unas veces, abierto otras, pero  no  más allá del  contorno de nuestro campo, salvo cuando el coche de línea te llevaba hasta Vitigudino que olía a tiendas y a mercado, o  a Aldeadávila que olía a vino y aguardiente, a bodegas bajo las viviendas, a las aceitunas y al aceite de oliva que nos traía en su burrito la “Barburina”.

Familiarizados estábamos con los olores de cagalitas, “moñigas” y cagajones de los animales al pasar por las calles, residuos   que el viento, el trasiego y la lluvia purificaba enviando a las cunetas donde se transformaba en abono y mantillo para las flores en los tiestos que en la primavera adornarían los balcones. De modo que ya fuimos pioneros en el reciclaje tan cacareado ahora, porque todo se reciclaba.
 Nada, pues, como los aromas para evocar momentos e imágenes concretas, porque si voy por el campo y huelo un tomillo, me traslada a la procesión del Corpus Cristi, tapizadas las calles de tomillos. Y si evoco la Semana Santa me llega el olor en la iglesia del incienso, de los cirios chisporroteando; de la toquillas de las señoras mayores con olor a naftalina, y las capas de los cofrades, y así podría seguir evocando los aromas de momentos concretos que fueron alimentando mi espíritu.

Sin embargo, donde se concentraban todos los olores de la felicidad era en la tienda, sobre todo la de la Tía Pepa ( Juan, Eulalia), porque entrar allí era impregnarse de las esencias del mundo, el mundo que no conocíamos cuyo aroma característico y peculiar iba impreso en el esparto de sogas,  alpargatas y sombreros de paja, pasando por el bacalao, escabeche y sardinas, colonias a granel,  y la goma de las botas katiuskas, y las naranjas  de sangre de toro, y todo aquel revoltijo de fragancias se condensaban en una sola: el aroma de la tienda; nuestro alimento perenne y volátil. También el olor propio de cada una de las tres cantinas, mezcla de humo de tabaco rubio, de faria o cuarterón, vino y coñac, berberechos y aceitunas, y colonias variopintas, era el aroma de la felicidad.

Pero hete aquí que un buen día corrió la voz: “Van a hacer un salto en Aldeadávila y habrá trabajo para muchos obreros”.

Y a nuestro pueblo llegaron los aromas, los del otro mundo, el que desconocíamos. Llegaron foráneos con sus acentos y costumbres, gallegos, andaluces, navarros. Llegaron los ingenieros con un Willys que llamábamos “Llys”, y comenzaron a trazar la carretera del Salto, y la línea de teléfonos con sus postes de madera impregnados de un olor acre como a brea, otro olor nuevo, y en la calle El Milano, en el espacio donde no había casas instalaron unos artilugios para moldear y cortar varillas de hierro y todo aquel amasijo de cosas olía a hierro, a grasa de las máquinas  y a la grava traída de la mina de Barrueco, olores nuevos todos, y el camión Nissan de la empresa Erroz, que conducía, creo que se llamaba Ramón, olía a gasoil y cuando caía una gota de aquel liquido en un charco de la calle se formaba una aureola irisada de fantasía, olores y colores nuevos, como el de las tablas y tablones de pino, olor a resina, y descubrimos el olor a cemento que descargaban en sacos de esparto en las casillas del Tío Rodríguez, junto a la carretera, y el olor a brea o alquitrán, y el olor mezcla de goma recalentada de las mangueras del compresor para barrenar, y el olor a la dinamita impregnada en las piedras deshechas por los barrenos, el de la apisonadora movida por la combustión del carbón; infinidad de olores nuevos que se mezclaron por unos años con los nuestros propios del terruño.

Al cabo de diez años, todo aquello terminó y desaparecieron los olores nuevos, aunque en la memoria perdurarían como fragancias para siempre nuestras.
Se enternecerían, como aromas indisolubles al paso de los años, el de las rosas, lirios y lilas que trascendían de los huertos por mayo, cuando hacíamos la primera comunión, y la iglesia se llenaba de esos perfumes confundidos  con el incienso y colonias en los cuerpos jóvenes que llenaban de alegría nuestro discurrir en el tiempo.

Me quedaría, sin embargo, con el aroma más hondo, más apetitoso; el aroma que entraba por la nariz y llegaba al estómago como elixir de la vida, sahumerio vital: El que salía a borbotones por la boca de las chimeneas de la panadería de mi abuelo “El Tío Angelín”; el aroma a pan cociendo, calentito, reciente: Aroma que si hincho los pulmones me sigue alimentado.

Mi pueblo fue todo eso y mucho más: un fresco de sensaciones que uno lleva a cuestas con sumo placer por haber crecido en aquel ambiente, no siempre gratificante en tiempos de posguerra, pero eso sí, lleno de amor al calor de la lumbre.



3 comentarios:

Manuel dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Manuel dijo...

Hoy esta entrada hace más que nunca honor al título del blog. Colores, olores, ...
Tu pluma describe con tanta precisión momentos vividos de nuestra infancia, que nos llevas a ella de tal manera que sentimos esas sensaciones que comentas. Olores. sonidos, perfumes. Algunos de aquellos olores ya han mutado o desaparecido; se fueron con los tiempos. La casa del cura (D. Leopoldo), recuerdo al entrar en ella, un olor distinto a las nuestras. La iglesia, a parte del olor a cera, de incienso em ocasiones, también por la acumulación de gentes variopintas, tenía su olor característico. Y como bien dices las tiendas; eso sí que era una amalgama variopinta de olores y perfumes, penetrantes que aún perduran en nuestra memoria. Gracias por remover esas experiencias vividas. ¡Qué viejos somos!, o vamos siendo, por ser más suave.
-Manolo-

Félix dijo...

Somos los años que tenemos,¿viejos?,sin duda,pero viejos en buen uso ja ja.Vivir para contarla debe ser la máxima ,como dice el dicho. hasta que el cuerpo aguante.
Félix