Antes de nada, voy a
felicitar a Laureano tal como me había enseñado mi abuela Pepa en el cumpleaños
de mi abuelo Manuel a modo de rima:
“Esta mañanita/ muy
tempranito/ cantaban las codornices/ y en su canto le decían/ ¡Que le sean muy
felices!
Pues
eso, dicho queda.
Previo
al convite con que iban a agasajarnos a los vecinos del lugar en la sala
multiusos del Ayuntamiento, Laureano y su familia, me di un paseo por los caminos
de mi pueblo. El sol y la temperatura agradable, como era de esperar en tamaña
celebración, caldearon el ambiente. Camino de la Fuente el Prado, unas cinco o
seis golondrinas jaleaban el aire y pensé que habían adelantado algo su regreso
anual del África. Más adelante me salió al paso el cuco, este llevaba ya unos
días anunciando su presencia, también algo prematura. El mismo cuco, pues aún
no han regresado todos, cantaba en un lugar, luego alzaba el vuelo y cantaba
más lejos, como si quisiera él solo poblar con su canto toda la zona de Valdemayas
a los Navazos. Precisamente, en la pontonera del regato por Valdemayas, me
sorprendió el canto del ruiseñor. Éste sí que había adelantado su regreso,
porque donde se aposenta el resto, a lo largo del camino, solo había silencio.
En mi caminar anduve cavilando sobre la llegada prematura de estas aves
cantarinas. De pronto me dije: “¡Pero qué poco pesquis tienes! Está más que
claro que han querido asistir al cumpleaños centenario de Laureano, que cantar
los cien es la mayor lotería que se otorga a los mortales”.
Pues sí, señor, ahí
fuera andaban las golondrinas haciendo sus piruetas en olas del viento
perfumado por la mañana primaveral, y el cuco anunciando la buena nueva: “¡Laureano,
cien, cien, cien años, cu-cu, cu-cu, cien, cu-cu!”
Personalmete, siempre
he sintonizado muy bien con Laureano, (hasta le dediqué una reseña en mi
novela, “Las campanas del amor y del dolor”), creo que sintonizar como todo el
mundo, porque Laureano, podríamos decir que es de todos, pues para todos tiene
un saludo y una sonrisa. Tal vez ahí radique el secreto de su longevidad: ni
una mala palabra, ni un mal gesto; adaptarse y vivir el presente, degustar una
cerveza (sin alcohol), echar una partida de cartas, leer un libro tomando el
sol y dejar que el aire limpie las telarañas de la indiferencia. Eso parece
simple, pero no lo es.
Sin embargo, no solo
eso basta para llegar tan lejos; los genes son la base, desde luego, pero
depende de cómo los administre cada cual, y Laureano ha sabido gestionarlos.
Digo esto, porque, como
todo hijo de vecino, también tuvo que enfrentarse a reveses no menores de la vida; algunos los conocemos
todos y no merece la pena insistir, pero otros los soportó estoicamente como
cuando sufrió un accidente, en su peregrinar con la empresa, en Mallorca, quedando
maltrechos sus huesos: cirugía por aquí, poleas y escayola por allá. Los
médicos le auguraron una complicada recuperación —según me comenta un
familiar—, pero la palabra “complicada”, no cabía en su talante, “y si hay que
llevar muletas, las llevo, y si hay que hacer dos horas diarias de
rehabilitación, las hago, y si son cuatro, también”. Eso parece ser que le
respondió Laureano al ceño fruncido del médico en el hospital. En la mente de
Laureano no caben imposibles, eso no va con él. Así que pasados los meses
pertinentes, recobró su autonomía, aunque en su empresa tuvieron la deferencia
de asignarle un trabajo sin riesgos, para distribuir material, y ahí fue donde
se granjeó más amistades, porque, ¿quién no se deja seducir por ese rostro orondo
y feliz, por ese cuerpo sólido y musculoso, por esa mirada serena, por ese tono
de voz sosegado?
Mis recuerdos más
lejanos de nuestro homenajeado, datan de cuando yo rondaba los diez años. Fue
cuando a finales de los cincuenta del siglo pasado, construyeron, como sabemos,
a un kilómetro de nuestro pueblo, el que se llamó “Talleres San Miguel”, de la
empresa La Ibérica, en el paraje llamado “El Abanico”. Allí se enroló Laureano,
como Manuel, como Alfonso y otros zarceños que trocaron la mancera del arado y
el pastoreo por un oficio mejor remunerado. Allí soldaban, moldeaban el acero,
torcían hierros, ensamblaban los enormes tubos de acero que, bajo la roca
granítica, conducirían el agua de la presa a las turbinas del Salto de
Aldeadávila de la Ribera que comenzó a funcionar en 1962, aunque se inauguró en
el 64.
Allí se golpeaba el
hierro, y tal vez ese machacar incesantemente los oídos —pues la prevención de
riesgos laborales, ni existía ni se le esperaba—, afectara más tarde a su
audición. Otros también sufrieron sus percances al ser alcanzada la vista por
los chispazos al soldar. Era el precio a pagar por aprender un oficio del que
vivirían el resto de sus vidas. Aquel
taller me trae infinidad de recuerdos que darían para escribir decenas de
páginas. No obstante, recuerdo uno muy gracioso:
Yo
dormía entonces en el sobrado y desde allí escuchaba todos los ruidos: el coche
de línea a las siete, los camiones que acudían a la obra del Salto. Eran los
sonidos metálicos de los talleres San Miguel los que nos servían de barómetro.
Se oían con más o menos intensidad según la dirección del viento. Uno se
imaginaba a Laureano manejando una grúa, o a Alfonso moldeando los tubos; era
un ruido familiar con olor a salario más o menos decente. Lo curioso era cuando
en invierno se oía cada golpetazo como si lo tuvieras al lado. Entonces era
habitual escuchar a un vecino, tras mirar al cielo plomizo: “El agua está al
caer, rapaz, porque se oyen los ruidos de El Abanico, como si salieran de ahí
mismito, así que la lluvia no va a tardar…” Y la lluvia acudía puntual, porque
casi siempre llovía al viento del suroeste, donde estaba situado el famoso
taller.
Todo
aquello pasó a mejor vida, pero hete aquí que, gracias a Laureano, he revivido
momentos inolvidables de mi adolescencia.
Laureano
sigue con nosotros, y es un deleite verlo leer sin gafas, gracias a la
operación de cataratas, “no sin riesgo para su salud”, parece que le dijo el
cirujano, a lo que Laureano respondió: “Le autorizo y firmo para que haga lo
que tenga que hacer, que del resto me encargo yo”. Pues eso; Laureano,
imperturbable, ha sabido gestionar su legado genético. Me comentan que su
hermano, que emigró de mozo a la Argentina, fuerte y robusto también, anda por
los 96 años, allá en su segunda patria. Claro que su abuelo también llegó a los
96, algo impensable en el siglo XIX, pues dicen que le gustaba mucho el pan con
tocino, el vino y el aguardiente de Aldeadávila. Está claro que lo que esta
tierra ha criado, y el campesino mimado, ha sido un aval para llegar muy lejos
a poco que se haya sabido administrar la herencia genética. Por otra parte, es
un deleite ver el álbum de fotos del evento con los familiares directos: hijos,
nietos, bisnietos etcétera, hasta 26 salen en una foto, todo un orgullo.
Vaya, pues, este
relato, en agradecimiento a su bonhomía, a su saludo cordial, a su estima con
la que uno siempre intenta corresponder. Tiempo al tiempo para celebrar los 101
años, vayamos de uno en uno, sin prisa; ese es mi mejor deseo.
3 comentarios:
FELICIDADES a Laureano por sus 100 años y a tí, Félix por esta magnífica felicitacíon-crónica.
En breve publicaré imágenes de la gran fiesta que fue el pasado 4 abril 2024 en nuestro pueblo.
-Manolo-
Buen relato que nos ayuda a conocer más a Laureano. Ojalá que podamos seguir viéndole acomodado en su andador con un libro entre las manos. Laureano ya es y será una escena perpetua para quiénes hemos tenido la suerte de conocerlo.
Salva
Gracias Félix por compartir de esta manera tus vivencias, y hacer que las conozcamos a pesar del paso de los años. Comparto tu cariño por Laureano, buen hombre donde los haya, con un corazón muy grande. Ana Sendin.
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