A veces me pregunto cómo pasó el tiempo, ese tiempo que se escurre entre los dedos de la mano, ese tiempo que tiñó de blanco el pelo que fue negro, o castaño; mi pelo, tu pelo, el de todos que por este pueblo querido pasamos.
Cada
amanecer era una nueva esperanza. Cuando el sol asomaba por el Cotorro, uno
comenzaba a tejer el quehacer cotidiano, los sueños que irían conformando
nuestro transitar por las calles terrosas, por las tierras abiertas donde allá
por julio, perseguíamos a los perdigones en el rastrojo, y a los “santigallos”
(saltamontes) que disfrutaban con cabriolas espectaculares de este campo en
barbecho generoso y ceniciento, “santigallos” cazados con la mano y guardados
en el fardel para alimentar la perdiz enjaulada, tan bonita ella, con su
corbata adornando su pescuezo, y con su canto lleno de luz y del aire fresco
donde se crio.
Uno
iba creciendo sin darse cuenta que el paso del tiempo era el escultor que iría
conformando nuestra personalidad, nuestras ilusiones y nuestros miedos,
nuestros anhelos y nuestras frustraciones, porque esa era la manera de ir
aprendiendo a transitar por los caminos pedregosos, o arenosos o embarrados, o
floridos de escobas rubias, según fuera invierno, primavera o verano.
Por
todas partes que anduve, por todas las ciudades que transité, vi en el cielo
las nubes de mi pueblo, los cielos azules, las nubes de pedrisco, la nieve que
caía mansamente del cielo cuando de muchachos abríamos la boca para sentir los
copos y su caricia en la lengua. Por todos lugares honré la acogida cálida con
que recibíamos a un familiar o un foráneo el día de la fiesta del patrón, San
Lorenzo, o el día de las Madrinas, y en todas partes hallé la respuesta cálida
al devolverme la misma acogida, porque cuando uno ha hecho de la amistad una
forma sana y generosa de convivencia, la respuesta suele ser el pago con la
misma moneda, o sea el saludo cariñoso, la sonrisa y el abrazo.
Todo
ha ido marchitándose entre primaveras frondosas de amapolas mecidas por la
brisa en los trigales, el canto del cuco por abril, el crotorar de las cigüeñas
en el campanario por San Blas, el siseo de las golondrinas por mayo, como el
canto del ruiseñor que nos alegraba el paseo por los caminos, y hasta en el
silencio de la media noche mientras la hembra incubaba, al tiempo que el canto
monocorde del búho autillo en el chopo de enfrente de casa, velaba nuestro
sueño. Aves diurnas para alegrarnos con su vistoso plumaje; aves nocturnas para
acunar el silencio de la noche. La naturaleza había desplegado una sinfonía
para deleite de los cinco sentidos.
Todo
se fue yendo, pero todo volvía para recordar nuestra infancia en nuestro
pueblo; para recordar a los que se fueron para nunca volver, a los que dejaron
su impronta en las paredes de piedra tosca y eterna , a los que nos enseñaron a
leer y escribir y a calcular lo que es calculable, y a los que nos enseñaron
las oraciones para hallar un sueño feliz, o simplemente una forma serena de
vivir hasta llegar a la última estación del camino, cuando ya todo se haya esfumado y escurrido
entre los dedos como trigo limpio trillado en la era.
Así
llevo conmigo todas las sensaciones de mi pueblo, todas las canciones que
volaron, todos los bailes acompasados a la música de acordeón y trompeta, todos
los sonidos de cencerros y esquilas del ganado que regresaba al pueblo con el
crepúsculo, al toque de las oraciones; las cabras con las generosas ubres llenas
de leche de nuestro campo, las ovejas con el cordero recental que representaba
la esperanza de conseguir unos cuartos y también un sabroso manjar por la
Navidad, y así fue definitivamente escurriéndose el tiempo entre las manos,
como trigo limpio trillado en la era de mis sueños.
La Zarza de Pumareda
Noviembre de 2025