Un año más la fiesta de
las Madrinas ha puesto el colofón al frenesí festivo con motivo de la
celebración de nuestro Patrón, San Lorenzo.
Esta fiesta que durante
nuestra infancia, allá por los años cincuenta y sesenta, adquiría un brillo
particular, porque era la fiesta local por antonomasia, se resiste a
desaparecer gracias a los voluntarios, “Padrinos y Madrinas”, que viviendo en
la ciudad, regresan a la tierra donde nacieron para seguir disfrutando con la
tradición.
El mundo cambia y nada
es lo que fue, pero se intenta preservar la esencia: la ofrenda con las roscas
a lo que se añade otros manjares como embutidos de primera calidad o frutos de
la huerta. La tarde transcurre en armonía. Los vecinos congregados en torno al
frontón, ofrecen, sobre todo las mujeres, la vistosidad de su indumentaria cuyo
colorido alegre es un ingrediente más que ayuda a deleitarse mientras los
fieles ofrecen su limosna a la Virgen.
Luego, la rifa de estas
ofrendas culinarias depositadas en la mesa, abre un suspense para ver quién se
atreve a pujar el último para llevarse la rosca que destila aun un aroma que
dan ganas de meterle el cuchillo y el tenedor.
Pero si yo cierro los ojos y pienso en cuando era muchacho, me veo corriendo detrás de los mayordomos o patrocinadores de la fiesta con un barreño enorme de barro lleno de chochos. Entonces, extendíamos el pañuelo y nos echaban un puñado o dos, y tan contentos. Se repartían obleas y también dulces, para los mayores vino de la damajuana. Todo el pueblo asistía a la ceremonia. Las Madrinas y sus parejas, además de otros aficionados al baile, formaban dos grandes hileras, hombres y mujeres frente a frente para bailar la jota charra al son de la flauta y el tamboril que solía tocar el Veneno de Aldeadávila.
Con tal entusiasmo se
levantaba mucho polvo del suelo trillado y reseco por el calor del verano. Pero
eso no importaba, porque lo esencial era el baile, la sonrisa, la broma, y
media vuelta María, y media vuelta Emiliano, y después un trago de vino o
cerveza de la jarra, toma Sebastián, dale a la jarra, y aquel regocijo parecía
no tener fin. Olía al perfume de las Madrinas y sus parejas, olía a ropa nueva,
olía a la pólvora de los cohetes, y de los petardos, y todo mezclado era el
aroma de la felicidad, así fuera efímera, pero, a decir verdad, eterna a la
vez. Ese era el perfume propio de las Madrinas que uno se llevaba a la cama, y
que, si vuelvo a cerrar los ojos, vuelvo a olerlo como si el tiempo se hubiera
detenido.
Nosotros, los
muchachos, andábamos a lo nuestro, a por chochos y rosquillas, también
pendientes de conseguir la varilla del cohete que subía alto y al estallar caía
en picado, algunas veces sobre algún tejado, para nuestra decepción. De modo
que cada cual disfrutaba a lo grande y a su manera, hasta que el crepúsculo
ponía la tregua para la cena y después, más baile en el salón, más baile en la
calle, y jota va y jota viene, más música de gramola, más música de tamboril y
jota va y jota viene. En la frente de algunos mozos, al reflejo de la luz de la
bombilla, se vislumbraba como racimos de perlas encendidas y desparramadas, el
sudor de la felicidad, del ejercicio reconfortante, que luego enjugaba con el
pañuelo blanco, para seguir dando rienda suelta al pulmón y entonar una
canción:
“El vino que tiene Asunción, ni es tinto ni
blanco ni tiene color/ Asunción, Asunción, echa media de vino al porrón…”
Con ese estado de ánimo
uno se acostaba habiendo disfrutado de los placeres de la vida que, una vez al
año, gracias a las Madrinas, suponía el bálsamo bien labrado y merecido para
seguir soñando con un futuro prometedor.
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