24 agosto 2023

LAS MADRINAS 2023

 


Un año más la fiesta de las Madrinas ha puesto el colofón al frenesí festivo con motivo de la celebración de nuestro Patrón, San Lorenzo.

Esta fiesta que durante nuestra infancia, allá por los años cincuenta y sesenta, adquiría un brillo particular, porque era la fiesta local por antonomasia, se resiste a desaparecer gracias a los voluntarios, “Padrinos y Madrinas”, que viviendo en la ciudad, regresan a la tierra donde nacieron para seguir disfrutando con la tradición.

El mundo cambia y nada es lo que fue, pero se intenta preservar la esencia: la ofrenda con las roscas a lo que se añade otros manjares como embutidos de primera calidad o frutos de la huerta. La tarde transcurre en armonía. Los vecinos congregados en torno al frontón, ofrecen, sobre todo las mujeres, la vistosidad de su indumentaria cuyo colorido alegre es un ingrediente más que ayuda a deleitarse mientras los fieles ofrecen su limosna a la Virgen.

Luego, la rifa de estas ofrendas culinarias depositadas en la mesa, abre un suspense para ver quién se atreve a pujar el último para llevarse la rosca que destila aun un aroma que dan ganas de meterle el cuchillo y el tenedor.

Pero si yo cierro los ojos y pienso en cuando era muchacho, me veo corriendo detrás de los mayordomos o patrocinadores de la fiesta con un barreño enorme de barro lleno de chochos. Entonces, extendíamos el pañuelo y nos echaban un puñado o dos, y tan contentos. Se repartían obleas y también dulces, para los mayores vino de la damajuana. Todo el pueblo asistía a la ceremonia. Las Madrinas y sus parejas, además de otros aficionados al baile, formaban dos grandes hileras, hombres y mujeres frente a frente para bailar la jota charra al son de la flauta y el tamboril que solía tocar el Veneno de Aldeadávila.

 Con tal entusiasmo se levantaba mucho polvo del suelo trillado y reseco por el calor del verano. Pero eso no importaba, porque lo esencial era el baile, la sonrisa, la broma, y media vuelta María, y media vuelta Emiliano, y después un trago de vino o cerveza de la jarra, toma Sebastián, dale a la jarra, y aquel regocijo parecía no tener fin. Olía al perfume de las Madrinas y sus parejas, olía a ropa nueva, olía a la pólvora de los cohetes, y de los petardos, y todo mezclado era el aroma de la felicidad, así fuera efímera, pero, a decir verdad, eterna a la vez. Ese era el perfume propio de las Madrinas que uno se llevaba a la cama, y que, si vuelvo a cerrar los ojos, vuelvo a olerlo como si el tiempo se hubiera detenido.

Nosotros, los muchachos, andábamos a lo nuestro, a por chochos y rosquillas, también pendientes de conseguir la varilla del cohete que subía alto y al estallar caía en picado, algunas veces sobre algún tejado, para nuestra decepción. De modo que cada cual disfrutaba a lo grande y a su manera, hasta que el crepúsculo ponía la tregua para la cena y después, más baile en el salón, más baile en la calle, y jota va y jota viene, más música de gramola, más música de tamboril y jota va y jota viene. En la frente de algunos mozos, al reflejo de la luz de la bombilla, se vislumbraba como racimos de perlas encendidas y desparramadas, el sudor de la felicidad, del ejercicio reconfortante, que luego enjugaba con el pañuelo blanco, para seguir dando rienda suelta al pulmón y entonar una canción:

 “El vino que tiene Asunción, ni es tinto ni blanco ni tiene color/ Asunción, Asunción, echa media de vino al porrón…”

Con ese estado de ánimo uno se acostaba habiendo disfrutado de los placeres de la vida que, una vez al año, gracias a las Madrinas, suponía el bálsamo bien labrado y merecido para seguir soñando con un futuro prometedor.

 

 














 

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