Cuando miro las fotos
de esta procesión del Santo Patrón, San Lorenzo, por las calles de mi pueblo,
uno piensa que la vida ha pasado veloz. Pero si miro las fotos de años
anteriores y de decenas de procesiones sin fotos, las de mi niñez, por ejemplo,
la perspectiva es distinta, entonces parece que uno ha vivido una eternidad. Y
es que las cosas se ven a menudo según el color del cristal con que se miren.
Basta con observar los
atuendos de los acompañantes; matrimonios, hombres y mujeres de toda condición
y edad, y el semblante de cada cual, uno puede deducir que estamos viviendo una
época relativamente próspera, a pesar de que la carestía de la vida pareciera
que vamos hacia atrás, y en ciertos aspectos así es, pero la vida es eso; un
tira y afloja, un toma y daca, un bregar continuo para alcanzar mejores
condiciones de vida, o al menos para no perder lo que henos conseguido.
Pero como nada es
perfecto, ni lo ha sido ni lo será nunca, uno echa de menos aquellos grupos de
adolescentes de antaño, porque simplemente en los pueblos ya no nacen niños.
Tal vez por eso resulta gratificante ver a una mamá empujando el carrito de sus
retoños que placenteramente asisten a la procesión protegidos del sol
implacable con que San Lorenzo nos envía cada año en este día.
Acuden a la fiesta
gentes que nacieron aquí, pero que la emigración de los años sesenta los llevó
(nos llevó) a otros lugares, más o menos lejanos, a menudo a las grandes
ciudades. Y hete aquí que al finalizar la procesión, en charla distendida, uno
se alegra al encontrarse con alguien que no volvió a ver desde su infancia,
cincuenta o sesenta años atrás. Ese es mi caso al saludar a Maruja que no
conocía ya porque desde que jugábamos a las tabas a la sombra de su casa, el
tiempo nos separó. Busqué en la luz generosa de sus ojos la alegría (y la hallé)
que nos hizo tan felices al compartir aquellos veranos de juegos con el
parchís, a la sombra, a la hora de la siesta, mientras pasaban por la calle los
carros tirados por bueyes con la lengua colgando por el calor, cargados de
manojos de trigo camino de la era. Miles de imágenes del tiempo que fue
desfilaron por mi mente.
Estos reencuentros
inesperados al cabo de tantísimos años, son como un bálsamo para el espíritu, sobre
todo al comprobar que seguimos en este mundo caminando, con ropitas elegantes,
como diría mi abuela Pepa, con el semblante feliz, a pesar de las arrugas que
marcan el paso de los años al sonreír recordando viejos tiempos.
He dicho viejos tiempos, pero en realidad, más que “viejos tiempos” es la estampa nítida de la niñez que se vislumbra a través de la mirada lúcida del presente.
Gracias, querida Maruja. Que la
Providencia siga regalándonos más encuentros
¡Viva San Lorenzo!
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