09 septiembre 2011

La trilla

Durante las vacaciones escolares, uno de los lugares que más me gusta es la era porque disfruto mucho subiéndome al trillo. Primero deshacen los manojos de la parva y los desparraman creando un círculo donde las yuntas de bueyes y caballos tiran del trillo girando continuamente como en una noria. Las gavillas desparramadas forman un espesor por encima de mi rodilla con altibajos como olas y por eso las primeras vueltas con los trillos las hacen los mayores porque es peligroso y pueden volcar. Después cuando ya está bien aplanado y no hay peligro, subimos los chavales que queremos trillar. En la era hay muchas parvas de distintos dueños y somos muchos los trilliques que nos apuntamos a viajar en el trillo. El trillo tiene debajo incrustadas unas sierras y unas chinas cortantes que van triturando la paja y cuanto más calor hace mejor la cortan. La gente mayor pone una tajuela o una silla para sentarse en el trillo pero los chavales nos sentamos en el suelo y nos agarramos en la barra de hierro clavada en el centro donde atamos las riendas. En la parte delantera hay un orinal descalabrado y una lata grande de sardinas, sin sardinas, claro, para recoger las boñigas y cagajones. Hay que estar muy atento porque cuando la vaca o el caballo levanta el rabo ya sabes que la boñiga o el cagajón viene detrás. Algunas veces, como suele haber dos trillos o más girando en sentido contrario, los chavales al cruzarnos nos hacemos bromas y alguna vez un trillo se roza con el otro o salta por encima de una esquina y nos echan la bronca y nos amenazan con no dejarnos trillar. Mi abuelo dice que no pensamos más que jugar. Como andamos más pendientes del juego algunas veces cuando quiero poner el orinal ya es tarde y las boñigas han caído en la paja. Si no se han percatado de mi despiste no pasa nada porque la paja lo tapa todo en dos vueltas. Peor es cuando tienen diarrea y sale un chorro como el agua del caño, eso si que es difícil de controlar y te perdonan si no has conseguido que caiga en el orinal .De todos modos, con las boñigas hay que tener cuidado y cuando caen en la parva uno está pillado, porque cuando recogen la parva una vez trillada, en un montón estrecho y alargado para aventar, es cuando aparecen con el grano los restos de boñiga. Un día apareció un trozo de tocino y cortezas de pan que mi primo echó a la parva y no lo volvieron a dejar trillar. Como hace mucho calor nos obligan a llevar el sombrero de paja porque a un chaval le dio una insolación y casi se muere. A mí me gusta cambiar de trillo: unas veces con las vacas y otras con el caballo plateado de mi abuelo. Es distinto; las vacas van mas lentas, aunque el caballo como es viejo también es lento y tengo que darle con la vara para que se espabile. Se ve que no le gusta recibir palos porque me suelta una pedorrera de las de verdad, parece una zambomba; cada sesión dura lo de una canción; lo sé porque empezamos juntos, él con lo suyo y yo cantando “la Tarara” y acabamos a la par. Lo oye hasta el Andrés que es de otra parva vecina y se echa a reír y dice:” ya está tirando petardos el abuelo.” Después le dice a mi tío que eso es porque mi abuelo le echa demasiada cebada y me dice que por eso cuando mea huele a cerveza. Ahora ya sé por qué un burro que tiene mi abuelo, el de la tahona, le pasa lo mismo y cuando mea huele igual que la cerveza, es también dorada y en el suelo se levanta un espumarajo; como la cerveza.
Cuando a una vaca le pica la mosca, aunque mi abuelo dice que es un tábano, hay que saltar enseguida del trillo y alejarse porque se vuelven locas. Un día vi cuando le picó a una y la pareja de vacas al estar uncidas con el yugo, una tiraba de la otra como si estuvieran locas y salieron corriendo de la parva por toda la era. El Andrés salió corriendo detrás con la aguijada, se lanzo al trillo que iba dando botes y lo arrastraron. En esto salió mi tío Agapito voceando: ¡pararlas, pararlas! Y salía gente de entre las parvas corriendo con los brazos en alto con horcones, briendas y tornaderas para detenerlas. Salió también la tía Facunda, que es bastante mayor y viste toda de negro con el pañuelo en la cabeza, también negro. Iba decidida con un escobajo de piorno en alto y al verla no pude menos de echarme a reír porque me recordaba las brujas en un libro de la escuela. En esto se levanta su marido y le grita: ¡and´ irá esta mujer, échate pa´quiii´! Al final consiguieron detenerlas cuando llegaron al portillo para salir a la carretera. El Andrés furioso, le dio unos pinchazos de castigo en la nalga y le hablaba como a una persona .Primero le dijo unas palabrotas gordas, tan gordas que no me atrevo a decir, y después añadía: “Me caso con Dios, cabronas, la madre que os abataneó, os vais a enterar ahora. De mi no os reis más porque os voy a tener trillando hasta que os caguéis las patas abajo, a ver si se os quitan las ganas de respingar”. Mi primo y yo y otros chavales que nos quedamos mirando nos torcíamos de risa. El marido de la tía Facunda le echó la regañina y le decía: ¿Adonde ibas con el escobajo, a espantar pájaros, o hacer el payaso? Pues anda que tú, le respondía ella, como haya un incendio y estén esperando por ti, apañaos van. Y siguieron refunfuñando. Después todo volvió a la calma. El mejor momento es cuando mi abuela llega con la merienda hacia las seis de la tarde. Entonces paramos y nos sentamos a la sombra de una parva. Extiende un costal en el suelo y nos sentamos todos. Saca del capacho la cazuela con tocino, queso que ha estado curándose durante meses en aceite, en una tinaja de barro, y lo que más me gusta: el jamón, pero también el ciego que es un embutido grueso, como una bola, muy rico, y el tocino del jamón también. Solo el olor que desprende el capacho te dan ganas de comerlo. Nos quitamos los sombreros y mi tío Agapito cuenta algún chiste que son anécdotas que han pasado otros años en la trilla y nos reímos mucho con él. Mi abuelo y él beben vino del porrón y le dicen a los que están cerca: ¿gustáis?- ¡Que aproveche!, le responden. Nosotros solo bebemos agua del botijo. Mi abuela corta el pan que hace ella en su horno donde solo caben cuatro hogazas y está casi más rico que el que hace mi otro abuelo en su tahona. Después con el estómago alegre subimos al trillo hasta que desenganchan las vacas y el caballo para darle de comer y beber y llevarlos al prado hasta el día siguiente. Me gusta el ambiente de la era porque parecemos una gran familia y la gente se ayuda, y canta trillando, y parece una fiesta. Las mujeres, casi todas visten de negro. Los hombres calzan algunos albarcas y la mayoría alpargatas, nosotros sandalias o playeras un poco maltratadas,como las mías, con un agujero en el dedo gordo, así se ventila mejor el pie. Todos llevan pantalones de pana negra aunque no sea ya negra porque ha perdido el color y algunos tienen remiendos de pana nueva, sobre todo en el culo y las rodillas y contrasta con el resto viejo. No hay que reírse por eso como lo hizo un día el Atilano, que es un chaval al que llamamos el “Patoso”, cuando le dijo al Ruperto que llevaba más remiendos nuevos que pana vieja, que si habían llegado los carnavales. Y el Ruperto le dijo apuntándole con el dedo: “no te doy un soplamocos porque eres tonto de nacimiento, y en tu casa no lo saben”. Todos visten una camisa tirando a blanca con unas rayas negras verticales, finas como un hilo, porque solo venden ese modelo en la tienda. Siempre hay algún gracioso que nos hace reír como el Arcadio, que le dice a su prima que va sentada en el trillo en una silla bajita con el asiento de paja: “Bájate mi machorra, que te sustituya, y ándate a la sombra”. El Arcadio llama a todas las solteronas mi machorra, y nadie se enfada porque es algo ignorante. Volveré mañana porque me lo paso muy bien y ya soy un experto en conducir las vacas de mi tío y el caballo de mi abuelo. Casi prefiero el caballo porque le puedes arrear para que corra, aunque suelte pedorreras, y parece que vas en un coche girando en una curva. En tres o cuatro días habremos acabado de trillar y después a esperar que haya viento para la limpia, aunque en la limpia solo la realizan los mayores. Al final de la tarde la era se va quedando sola, cada cual arrima los bártulos a su parva y el silencio se adueña poco a poco de este lugar hasta mañana que volverá el trasiego y el bullicio y disfrutaremos de nuevo como en una feria. Yo soy de los últimos en salir y voy subido en el caballo plateado de mi abuelo que como es viejo y está cansado no hay peligro de que salga corriendo y me tire al suelo. Después de darle agua en el pilar de Fuentelejos, lo encierro en el prado, tapo el portillo y a la vuelta, paso por el huerto de mi tío Agapito, cercano a la era. Está regando los tomates, los pimientos y las cebollas con el agua que saca del pozo con la zanga que en otros lugares, no sé por qué, llaman cigoñal. Él sabe que me gusta el agua de su pozo y me saca una caldereta para que beba. Me arrodillo, meto la cara en el agua como si fuera a bucear y bebo un trago detrás de otro. Esto solo puedo hacerlo con mi tío, porque un día mientras estaba agachado bebiendo se acercó el atontado del Primitivo y me empujó la cabeza hasta el fondo, pero me levanté rápido y le tiré con el agua del cubo. Me levanto y me restriego el morro con la manga de la camisa. Que agua más rica y fresquita, le digo. Él me dice que en verano es oro, que ya lo entenderé cuando sea más grande. El sol se ha puesto y las campanas tocan el Ángelus y me santiguo porque mi abuela me ha dicho que así Dios nos protege y lo hago siempre. De regreso a casa, paso delante de la era que parece dormir y que, sin gente y ganado ahora, ya no siento los olores a sudor que el calor impone durante el día. Me apoyo con los brazos cruzados sobre la cerca de piedra para respirar, por extraño que parezca, el olor puro de la era que es el intenso olor a paja y boñigas, a los que se añaden, cada vez con más intensidad , los aromas de los huertos recién regados y los yerbajos frescos del regato de al lado. Cuando acabemos de trillar volveré a la era para encalcar la paja en el carro. No es muy divertido porque se traga mucho polvo y se te pega en los labios y en la cara sudorosa, pero merece la pena porque se come buen chorizo, buen queso y buen jamón.
Félix
.



o Relacionado: La Trilla

01 septiembre 2011

Cosas del cielo









La Zarza de Pumareda, 30 de agosto de 2011. A las ocho y media de la tarde, la temperatura es agradable, en torno a los veintidós grados. El cielo está cubierto de nubes con claros, y corre una brisa suave, lo que resulta muy estimulante para seguir el recorrido que estoy haciendo acompañado de mi perrita Mona, que es aún adolescente y juguetona como le pide su cuerpo. Como salí tarde de casa, he acortado el recorrido porque el crepúsculo se me hecha encima. En el tramo desde el Jurrero hasta la Fuente el Hoyo, que es mi recorrido, me cruzo con dos grupos de vecinos, felizmente jubilados, que viven el resto del año en la ciudad y que aprovechan la quietud que ofrece nuestro entorno para disfrutar y llevarse una buena dosis de salud a la ciudad cuando los días se acorten y aparezca el frío. De regreso, ya en las afueras del pueblo, a mi espalda, el sol en tierras portuguesas, se despide ofreciendo su último fulgor entre nubes adornadas ahora en sus resquicios y crestas con coloridos que van del fuego incandescente de la fragua, pasando por el rosa, el malva y los distintos tonos del gris. Hago una foto para inmortalizar el momento sin imaginar que enfrente de mí, avistando ya los tejados y el campanario, el cielo me iba a ofrecer una de los crepúsculos más hermosos que recuerdo. Quieta aquí, amiga, que no me quiero perder esto, le dije a Mona que seguía retozando y olfateando el suelo. Fue entonces cuando el cielo comenzó cubrirse, como premio a los que estábamos en el lugar justo, a la hora justa, de los rosas, azules, grises, rojo anaranjado o fuego, pasando por la suavidad del paso de un tono a otro que confería aquella metamorfosis. Con la cámara compacta, casi de juguete por lo pequeñita que es, y que siempre va conmigo por lo cómodo de su volumen, comencé a sacar una larga secuencia, de las cuales, algunas presento aquí. Félix