03 noviembre 2019

El día de los Difuntos


 

 
Ayer fui al camposanto y deposité unas flores en el lugar correspondiente. Ya sé que fenecen rápidamente, por eso creo que las mejores flores son las que cada cual albergue en su corazón. Al margen de las flores, como gesto de recuerdo, me viene a la mente la imagen de mi abuela Pepa que este día nos reunía en el hogar para rezar el rosario. Las flores eran secundarias, lo importante era la oración. Ha pasado más de medio siglo y la fe de aquellos años ha fenecido, eso creo, y sin embargo pervive aquel momento sublime. El rezo era por todos los difuntos, pero muy especialmente por su hermano que murió joven, treinta y cinco años, en un accidente, cuando dormitaba al lado del chofer del camión que le transportaba la mercancía.
Mi tío era, además de muy inteligente, cariñoso, trabajador incansable y generoso, pues donaba parte de sus ganancias a los más necesitados de la familia. Los tres o cuatro hermanos y mi madre recitábamos las avemarías y padrenuestros que mi abuela iba desgranando en cada misterio del rosario que yacía en su regazo. Hacía frío en la calle. El cielo gris, triste y melancólico invitaba al recogimiento. En torno a la lumbre de la cocina oscura, sin ventanas, con olor a la toquilla de mi abuela, toda vestida de negro, cuyo cabello encanecido recogía en un moño que cubría el pañuelo negro, las oraciones se fugaban camino del cielo por la chimenea tapizada de hollín que ahora relucía en su negrura celestial bajo el vaivén caprichoso de las llamas. La voz tierna y solemne de mi abuela nos sumía en un profundo estado de recogimiento expresado en las manos entrelazadas y la mirada fijada en los leños cuyas llamas resaltaban nuestros rostros arrebolados.
Mi abuela terminaba el rosario con unas palabras suyas:” Sed humildes y no olvidéis nunca a los que os amaron”. Y su semblante se iluminaba cuando de nuestros labios de niños educados en el respeto y el cariño correspondido a los abuelos escuchaba:”Sí, abuela, así lo haremos”.
Eran otros tiempos; no había móviles, ni Halloweenes frenéticos, ni calefacción en nuestros hogares, eran tiempos de inviernos sin abrigo y pan escaso en las aldeas castellanas, eran tiempos de esperanza y de sueños, pero sobre todo, eran tiempos donde el valor de las cosas era el valor del sacrificio. Y la oración era el bálsamo que lo remediaba todo. Eso decía mi abuela, convencida, y quizás tuviera razón. Por eso la he recordado con devoción en este día de “Los Difuntos”.