Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Quizás la segunda sea la más emblemática ya que cierra el ciclo de varias generaciones : bisabuelos y bisnietos.
Las bodas de diamante de mis padres Deogracias y Esperanza que celebramos hace poco más de un año, fue sin duda la recompensa a toda una vida de esfuerzos y sacrificio.
Hace diez años celebramos igualmente las de oro. Esta vez acudimos los mismos desde París, Andorra, Madrid, pero además se añadieron a la fiesta los que nacieron entre tanto: los bisnietos, lo que significó una alegría añadida para todos, pero en especial para mis padres.
Con ellos la saga de los Carreto asegura la continuidad, de momento, porque nos hemos vuelto algo perezosos o cómodos.
Sesenta años de matrimonio no son pocos y en el camino recorrido hubo rosas y espinas como en todo caminar. Y lo importante es que todos los nacidos estuvimos para celebrarlo. Aunque mirando hacia atrás pudo no haber sido así, pues respecto a mi en dos o tres ocasiones la tragedia estuvo en un tris de consumarse pero en ese lance salí vencedor porque el destino así lo quiso.
Una vez cuando adolescente el dia de carnaval,e ufóricos por el ambiente festivo, enredábamos mi hermano Isi y yo en la panadería de mi abuelo Angel. En un rincón descubrí la escopeta de mi abuelo cubierta de polvo de harina; la empuñé y pensando que estaba descargada apunté hacia mi hermano y emulando una secuencia de película del oeste le dije; te voy a matar. Entonces un ángel se cruzó en mi mente y me recordó que con un arma no se juega aunque esté vacia. Convencido la dejé en su lugar. Acto seguido mi hermano la empuñó imitándome, y de nuevo un ángel me avisó del peligro. Di un salto desesperado y me coloqué del otro lado de la jamba de la puerta, fue entonces cuando salió el disparo haciendo saltar trozos de piedra de la pared mientras mi hermano se retorcía de dolor en el vientre por el culatazo inesperado. Me habia librado de una muerte segura.
En otra ocasión, el dia que salí de París de vacaciones,c amino de la Zarza, con mi flamante descapotable que sólo disfruté unas horas, un coche desbocado me embistió brutalmente rompiendo el coche en dos. Mi hermano salió despedido aterrizando sobre la hierba. Yo al cabo de unos segundos de aturdimiento, salí de entre el amasijo de hierros con sólo un pequeño corte. Los curiosos atraidos por la violencia del choque se quedaron perplejos el verme salir con vida. Ironia del destino, había un deguace justo al lado y alli quedaron los cohes. De nuevo la baraka fue mi aliada.
Atrás quedan sesenta años desde que mis padres emprendieran ese viaje rumbo a lo desconocido. Sesenta años que mi padre comenzó a trabajar en la mina de Barruecopardo para procurarnos sustento: doce kilómetros andando para llegar, diez horas de trabajo y doce kilómetros de vuelta a casa. Eran años de posguerra, de racionamiento y de pan duro.
Después de sesenta años de viaje, el final fue feliz y el barco atracó en puerto seguro.
Hoy mis padres disfrutan desde su jubilación de una paz bien merecida. Mi padre es feliz cultivando cada primavera, año tras año, el huerto que linda con la casa y con dos huertos transformándolo en un auténtico paraiso. Paraiso es porque en el fondo, a la derecha, hay unos frodosos fresnos donde llegada la primavera el ruiseñor se afana con su cante hasta bien entrada la noche, y en el fondo a la izquierda hay un chopo alto como la torre de la iglesia que cobija a una tórtola que cada primavera recoge del huerto pajas y raices secas para recomponer su nido. Y canta por las mañanas, y cuando mis padres se sientan en la terraza del huerto a tomar el fresco, mientras el sol se esconde detrás del Torreón, arrulla si cesar. Por eso y por más cosas, el huerto es el paraiso del que participo siempre que puedo.
De modo que, estas bodas de diamante que celebramos un dia soleado de agosto, fue el colofón, con broche de diamante, claro, a esos sesenta años de viaje con feliz llegada.
Esta congregación familiar al completo, única e irrepetible por lo que representa, ha sido un regalo de la Providencia a la que sólo queda agradecer tan exquisito trato. Félix
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