15 marzo 2017

Aromas de un tiempo lejano



Los años de posguerra tenían estas cosas: el racionamiento y después de él, la esperanza.
Yo iba a la escuela con la pizarra en la mano, procurando que el marco cuarteado no se descangallara, el pizarrín en el bolsillo, un cuaderno y un lápiz.
Después, mi madre me mandaba con el capacho a la tienda, “y dile que el kilo de garbanzos y el de azúcar lo apunte”, decía con tono recatado, “y no sueltes el billete de la mano, que en el bolsillo lo puedes extraviar…”, añadía siempre, pues una vez perdí uno que nadie dijo haber encontrado.

Era la tienda el mundo. Allí se concentraban todos las penas y las glorias, todos los sacrificios, todos los sudores, los desvelos, las noches al raso, los días lluviosos, de calor asfixiante o de frio, de escarcha, niebla o nube de pedrisco; la tienda era todo eso, incluso el mar bravío o sereno, porque bastaba con mirar o impregnarse de los aromas para ver que todo lo que consumíamos llevaba la esencia del sufrimiento, de la gloria y la esperanza, del sueño cumplido con el paso del tiempo.
Los aromas de toda España se concentraban allí, y mientras esperaba mi turno, divagaba, y repasaba las lecciones que habíamos dado, repasaba la geografía y veía al maestro, cuando nos decía unas veces sereno, otras amenazante con la regla en la mano: “Acordaos que todo lo que compráis en la tienda tiene una procedencia, y cada artículo que veáis, veis a la España que no se alcanza a ver de otra forma”.
Entonces olisqueaba las sardinas en la caja, frescas con ramitas verdes de mar que, según la que me atendía, venían de Santander y me imaginaba los pescadores faenando entre olas amenazantes, y respiraba el olor del mar que no había visto, lo mismo hacia con el bacalao, y cuando miraba el saco de arroz, me imaginaba los campesinos en la Albufera, “el aroma del arroz es pues el de la Albufera, el perfume valenciano con el de sus naranjas”, pensaba. Lo mismo me sugería el aceite de oliva que me servía a granel del bidón; aquel aceite era el perfume andaluz, sobre todo el de Jaén, y las telas y ropitas procedentes de Sabadell ,Tarrasa y Mataró,  era el aroma catalán que había viajado casi mil kilómetros para llegar La Zarza de Pumareda, mi pueblo, junto a la frontera portuguesa, y así uno tras otro, iba respirando profundamente los aromas: el de los terrones de azúcar, el de las sogas de esparto y de las alpargatas, de las galletas María, y del café de achicoria, y del melocotón en almíbar, y el escabeche en barril que abría el apetito, y del turrón por Navidad, y de los plátanos canarios colgados del techo apiñados en su tronco, y sobre todo me embriagaba la esencia de la colonia y brillantina servidas a granel que,  sigilosamente y por un momento, se enfoscaba en mi cabello, hasta que salía de la tienda y volvía al mundo, al mío, al de vivir de prestado y seguir soñando con todos aquellos mundos y aromas que dormían en la tienda. España era aquello, y  aquellas fragancias de España, siguen en mí viviendo.

La tienda cerró y las gentes de mi infancia, en su mayoría, pasaron a mejor vida: la de la paz, la del recuerdo. Grato el de ambos comercios y de las personas que me atendieron, siempre de buen humor.
Hoy miro con tristeza este nuevo tiempo de desgarros territoriales, todo el mundo, hasta cualquier abrazafarolas, quiere ser independiente sin reparar que la España que nos cobija, la hicieron todos españoles, de Norte a Sur, de Este a Oeste. Miro con tristeza el paisaje político y sueño con el día en que todos reconozcamos que juntos lo hicimos todo porque unos dependemos de otros, y que solo juntos volveremos a elaborar los artículos con el aroma impreso de su tierra, sahumerio añejo o nuevo, que llamará a cada puerta, que llegará a cada pueblo, como lo fue siempre desde el acuerdo.
Entretanto, sigo respirando las fragancias de aquel tiempo, los aromas de las tiendas de mi pueblo, esencias de las Españas que nadie me puede robar y que llevo dentro; a la sazón: mi sustento.