30 mayo 2009

El río que me lleva y llevo.










El río que me lleva es nuestro río, el Uces, que a través de los siglos ha configurado un paisaje agreste, intrincado y de suma belleza a su paso por La Zarza. Aquí comienza a encajonarse horadando rocas o moldeándolas caprichosamente mostrando cuando emergen, llegado el estío, sus curvas y los pulidos guijarros aprisionados entre las oquedades. Los márgenes del río están jalonados de robles y fresnos cuyos troncos retorcidos desafían la furia de la corriente en invierno, y en otoño, el colorido de las hojas se refleja en el espejo del río ofreciéndonos un espectáculo sublime de luz y color.
Aguas abajo, el río se hunde vertiginosamente formando la hermosa cascada del Pozo los Humos entre Masueco y Pereña, pero allí el acceso para el pleno disfrute es más difícil que en nuestro lugar.
El cauce de nuestro río fue transitado aguas arriba, aguas abajo por labradores y pastores a lo largo del año desde tiempos remotos hasta que el éxodo rural lo abandonó a su suerte.
No sé si el río ha envejecido porque no es el mismo de mi infancia, tal vez hayamos envejecido a la par: los senderos de antaño los ha cubierto la naturaleza, los molinos se han derrumbado, los cangrejos apenas existen, el silencio se ha adueñado del lugar, sólo la belleza salvaje permanece intacta. Quizás el emblemático puente Robledo, un tanto remozado, represente el resurgir de una nueva época de ocio y disfrute.
El río que me lleva es el agua pasada que movió el molino, el cierzo que enrojeció mis mejillas, el jueves merendero, el lunes de Pascua y cualquier día de verano buscando el frescor de sus aguas tranquilas.
Cuando éramos chavales el lunes de Pascua era de visita obligada para comer el hornazo y, de paso, jugar en la arena que formaba una mini playa en el Picón del Águila. En la arena escarbábamos, no para buscar pepitas de oro sino en busca de chirlas y mejillones que, aunque parezca mentira, las hubo si bien, disminuían año tras año anunciando su paulatina desaparición. La pesca del cangrejo resultaba un juego a veces hilarante, sobre todo cuando algún atrevido sacaba su mano del agua con la pinza del cangrejo colgando de un dedo, sacudiendo enérgicamente el brazo para deshacerse de él. Los cangrejos, ranas, peces y alguna culebra de agua que serpenteaba ingenuamente por la orilla eran victimas de nuestra obstinada persecución. Así los momentos de jolgorio se sucedían escena tras escena. Asi íbamos creciendo, al ritmo del río, y nuestras correrías desembocaban siempre en él. Cuando llegaban las vacaciones escolares, junto con mi hermana mayor, me gustaba arrear, el día que nos tocaba por turno, la piara de cerdos hasta el Picón del Corzo, junto al rio. Los cerdos conocían el camino y bastaba con seguirlos entre cañadas angostas bordeando el regato de Valle Estendija, poblado de frondosos robles donde los arrendajos nos recibían con sus estridentes trinos. Llegados al destino los cerdos se metían a la carrera en la charca chapoteando y rebozándose en el lodo para despojarse de pulgas y otros parásitos. Al atardecer regresaban solos. Aquel paraje en el mes de junio nos ofrecía el frescor y el aroma de los robles, espinos, escobas y helechos que jalonaban las estrechas y sinuosas cañadas, para regresar a casa contentos como si de una romería se tratara.
Con Alejandro, quinto mío, cuyos hermanos mayores guardaban el rebaño de cabras en el entorno del rió, acudía a la balsa de la peña Singuilina, junto al molino. Alli formábamos haces de bayón, los atábamos y nos subíamos encima, en cueros como indios del Amazonas para remar en las aguas quietas mientras los abejarucos adornaban el cielo con su plumaje, amarillo verde y rojo y nos acompañaban con sus trinos en un vaivén incesante, volando no muy alto sobre nuestras cabezas. Después trepábamos algún árbol para sorber huevos de los nidos con la técnica que de Alejandro aprendí. Casi siempre regresábamos a casa con algún lagarto cuya sabrosa carne perdura en mi paladar.
El río nos iba haciendo adultos antes de tiempo. En ese aprendizaje, aún en época escolar, acompañé a Pacho, célebre pastor, como asistente o rabadán.
El Cimero que es la ladera más abrupta, mirando al naciente, era el refugio del ganado, básicamente cabras y ovejas, durante el crudo invierno.
Acompañando a Pacho descubrí la dura y monótona vida del pastor. Varios rebaños recorrían la ladera y mi tarea era evitar que nuestras ovejas se mezclaran con otros rebaños. Entonces ligero de peso y de años subía y bajaba entre peñas y matorral para recuperar alguna oveja descarriada.Llegaba la hora de comer y si soplaba mucho el viento o llovía, siempre había una cabaña para refugiarnos y quitar el frío al calor de la hoguera. Cuando el viento soplaba fuerte se escuchaban los cencerros y las esquilas de los rebaños lejanos, las voces y silbidos de otros pastores corrigiendo la trayectoria del ganado con algún exabrupto añadido.Pacho, en cuanto a regañinas a las ovejas no era parco. Mucho me pude reír con él, aunque medio a escondidas por temor a algún reproche,porque resultaba realmente desternillante cuando le oía gritar:”¡oveja modorra échate pa. quiii”!.¡ por las barbas de satanás, ande irá esa cancina zurráaaa!.. Después la tomaba con el viento “¡el airito cristo que no para, cristo, recristo y requetecristooo! Yo seguía riéndome a escondidas porque toda aquella letanía acompañada de aspavientos y gestos desafiantes me resultaba divertida; lo que unido al gañir de algún perro al levantar un conejo, al rumor del río en su discurrir, al ulular del viento entre las ramas desnudas de los robles, conseguía romper la monotonía del día a día en aquellas jornadas sombrías del invierno.
Con el paso del tiempo aprendí que los exabruptos y supuestos accesos de cólera de Pacho y otros pastores contra el ganado, no eran tales. Era una forma de encontrarse a sí mismo, de afirmar su temperamento,su carácter indómito para enfrentarse a las adversidades, una forma de hacerse escuchar para marcar en cierto modo su territorio, lenguaje que cada cual había identificado perfectamente y cada cual sabia donde estaba el límite para no violentar al otro, puesto que al haberles reunido allí el destino,sabian que lo mejor era compartirlo todo amistosamente.Gran sabiduría adquirida de forma natural. Así cada cual conservaba su propia esencia sabiendo a que atenerse en cada momento.
Después, de regreso a casa cuando la noche se avecinaba, dejábamos atrás el matorral avanzando lentamente cuesta arriba entre senderos abiertos por el ganado, acompañados por el crujir de la hojarasca a cada paso y las ramas de las escobas que nos salían al encuentro, sorteando portillos derrumbados y piedras dispersas en el recorrido las cuales, Pacho, afirmaba conocerlas a todas y cada una porque según él llevaban allí años sin moverse, y eran compañía fiel y muda en su sudiscurrir en el tiempo. Yo me lo creí porque me parecía verosímil.
Al llegar al pueblo nos aguardaban las mortecinas luces que como almas impávidas flotaban en la densa atmósfera que formaba el humo de las chimeneas,y eran fieles compañeras del deambular de las personas con el farol en la mano camino del corral o de casa. Aquel humo que unas veces indicaba la dirección del viento y otras se apelmazaba sobre los tejados aferrándose al calor hogareño,representaba, no obstante, un momento de regocijo,pues detrás estaba la olla ronroneando al calor de la lumbre o la sartén friendo el tocino o el farinato para la cena. Ya en casa, nos acomodábamos en la cocina en torno a la mesa camilla con su brasero, para degustar la cena que Ricarda había retirado poco antes de la lumbre. Nos esperaba un buen plato de patatas cocidas, después un trozo de farinato y con un poco de suerte una tajada de costilla de cerdo adobada. Despues con el estómago alegre, retornaba a mi casa y subía al sobrado para acostarme. Antes tapaba con un saco el ventanuco para que no se colase el frío y me metía en la cama ya caliente pues eran tiempos de posguerra, tiempos de compartirlo todo con los hermanos. En la cama los sabañones comenzaban a picar rabiosamente y solo cuando el picor cesaba me dormía acunado por el viento que silbaba entre las tejas y zumbaba como un moscardón en la boca de la chimenea.
Fue mi primera experiencia de pastoreo, me gané el sustento y aprendí cosas que no se enseñaban en la escuela. En mi mente quedaron sellados para siempre los aromas de aquel entorno: el olor del musgo adherido a las peñas y árboles, el olor a lana mojada de las ovejas, el olor del humo que impregnaba la ropa en la cabaña, el olor a hojarasca húmeda, el olor a majada y el olor de mi propio pelo cuando mojado por la lluvia resbalaba por la frente.Olores, sensaciones perennes, compañeras de viaje en aquellos días grises de invierno.
Concluida la etapa escolar a los catorce años, el entorno del río nos proporcionaba los elementos necesarios para seguir curtiéndonos a nuestra manera. Asi, con Paco, quinto mío, emulando a nuestros padres, conseguimos a duras penas izar a lomos del caballo los tres haces de leña que componían una carga completa. Los haces no eran como los de nuestros padres pero nos sentíamos orgullosos de haber superado el examen que nos ascendía a la categoría de adultos a los dieciséis años. Un buen día de verano, serví de guía a Julia, para acompañarla hasta la balsa de Singuilina para lavar dos sacos de lana que transportaba el burro. Julia, que atendía las labores domésticas de Dña Daniela, de la que guardo un grato recuerdo, lavaba la lana, la extendía sobre las rocas del río y yo le daba la vuelta una vez seca. Junto a la fuente, a la sombra de los fresnos, nos ofrecimos la suculenta merienda que Julia guardaba en un fardel: tortilla, jamón y chicha de conejo, y cómo no, el exquisito pan que amasaba mi abuelo Ángel. El intenso calor secó pronto la lana y regresamos ladera arriba guiando al burro entre trochas llenas de obstáculos para avanzar lentamente hasta llegar a campo abierto.
Una vez más me había ganado el sustento y disfrutado del maravilloso entorno del río.
Para intentar medrar en otros pueblos cercanos, abandoné por un tiempo mi río.
No había cumplido aún veinte años cuando una mañana temprano subí al coche de línea con mi maletón lleno de ilusiones, de ropa y alimentos para un largo viaje a lo desconocido y cuyo destino seria Suiza. Cuarenta y ocho horas de tren desde Salamanca hasta Berna. De allí al cantón de Zurich donde me esperaba una ardua tarea. El único recuerdo grato que guardo de aquella experiencia suiza se lo debo a la majestuosa imagen que ofrecía la cresta nevada del Mont-Blanc, cuando al atardecer con la luz horizontal del sol parecía un inmenso cucurucho refulgente colgado en medio del intenso azul del cielo. Era una sensación indescriptible de belleza y grandiosidad. En cuanto pude me escapé rumbo a Paris donde al final encontré aposento, fue mi casa y mi segunda patria.
Desde entonces, cuando volvía de vacaciones en verano, lo primero que hacia era visitar el rio. Todos los días, aprovechando la fresca a primera hora, emprendía el camino del rio. Me gustaba hacerlo campo a través, disfrutando de las tierras de barbecho y de otras sin labrar, a menudo llenas de cantos y piedras mil veces volteadas por el arado en otro tiempo, algunas cubiertas de minerales (hierro, cuarzo ). Subía y bajaba lomas y quebradas, lanchares y taludes, deteniéndome en alguna fuente para echar un trago de agua y, de paso, saludar a la salamandra perezosa que flotaba en el fondo, para proseguir la marcha hasta unirme con las aguas quietas y siempre renovadas del río. Se había convertido el río en un lugar de ocio y durante las vacaciones de verano, hermanos y algún amigo acudíamos a menudo para empaparnos del paisaje agreste y acogedor. Un día, mis hermanos salieron antes que yo camino del rio. Cuando llegué a Singuilina no había nadie. Pensé que solo podían estar en el Picón del Águila, a unos dos kilómetros aguas arriba. Sali al encuentro por el camino más corto que era el propio cauce del río saltando de peña en peña, lo que no me impresionaba pues de las cabras que guardé de chaval en las Arribes del Huebra aprendí el arte del equilibrio. El sol picaba ya a media mañana, no llevaba agua y cuando me uní al grupo llegué exhausto. Permaneci un largo rato refrescándome en el agua y, sentado en la arena, con el agua hasta la cintura, degusté el plato de paella que me sirvieron.
Era un tiempo sin estres, o al menos me lo parecía, y año tras año, repetíamos las excursiones, siempre a pie, hasta que el progreso me llevó a conseguir un coche con el que podíamos acercarnos hasta un kilómetro del rio. Entonces podíamos llevar más equipaje, hasta un colchón inflable con el que disfrutaban los pequeños (mi sobrina Sandra y su amigo Jonatan) desplazándose por la poza. Despues, suculenta comida (embutidos de nuestra tierra, paella, tortilla y vino refrescado en la fuente) y luego siesta a la sombra de los robles. Por la noche, al fresco, en el bar de la señora Esperanza, recordábamos las peripecias del día mientra apurábamos unas cervezas. Han transcurrido más de cuarenta años desde que comencé a frecuentar el río, unas veces por necesidad y otras muchas para divertirme. Últimamente, cuando aún no estaban terminados los nuevos caminos de la parcelaria que transformarían completamente el paisaje y borrarían definitivamente innumerables huellas dejadas por nuestros antepasados, me dirigí hacia el río entre caminos viejos en vías de desaparición y otros recién abiertos, para despedirme de las trochas y cañadas que no volvería a ver y que solo perdurarían en mi mente. Cerca ya del río me topé con Adela, quinta mía, su esposo y su madre, que caminaban por sendas que tampoco volverían a transitar. Nos saludamos y estuvimos recordando anécdotas de nuestra infancia, pues hacía muchísimos años que no había coincidido con Adela. Nos despedimos y cada cual seguimos nuestro particular camino como hasta entonces. La tarde soleada de últimos de mayo invitaba a disfrutar hasta el anochecer de modo que seguí avanzando buscando el rio. Me vino a la mente los ratos que pasamos en nuestra tierna adolescencia; Adela, mi hermana Inda, Maruja, Alejandro y otros amigos jugando al parchís en las tardes de verano, en el carro de su abuelo a la sombra de la tenada.Era nuestro salón de juego donde el dado danzaba de esquina a esquina del parchis ofreciendo suertes dispares mientras una mirada furtiva, inocente, se me escapaba atraída por los encantos femeninos. No quise revelar esto a Adela por pudor, pero a buen seguro, se hubiera reído lo suyo por algo tan cándido como natural. Comenzaba ya la pendiente hacia el río entre lanchas y escobas en flor. Entre cantos y peñas unas flores amarillas salpicaban los retazos de hierba. Me llamó la atención una de ellas porque en el centro de los pétalos abiertos a modo de campana invertida y del tamaño de un dedal de coser, yacía canteada una mariquita con las patitas estiradas. Me agaché para tocarla pensando que estaba muerta, pero movió dos patas y un ala; estaba durmiendo la siesta en el lecho perfumado, de terciopelo amarillo. Le pedí perdón por la molestia, la inmortalicé en una foto, y proseguí la marcha saltando de lastra en lastra hasta llegar a la cabaña ,a media ladera, desde donde se otea todo el cauce de río. La cabaña con su pétrea consistencia, permanecía impertérrita al paso de los años .Esta cabaña emblemática son las manos, la fuerza viva, los ratos bien aprovechados de los chavales que la construyeron mientras guardaban el ganado a sus diecisiete años: Melquíades, “ arquitecto” principal, José, mi hermano Isidoro y Alejandro que por desgracia nos dejó prematuramente, acarrearon piedras a sus espaldas desde los alrededores, aprovecharon la cara vertical y lisa de una peña para formar parte del muro y el cierre de la falsa cúpula por aproximación de hileras es toda una obra de arte. En una piedra de la entrada consta el año de la obra; 1966. La ubicación en un altozano desde donde se otea un amplio horizonte demuestra el dominio del terreno de estos chavales y es el marchamo que consagró su talento. A los dieciocho años emigraron como tantos otros para seguir en otras tierras con la labor de artistas para siempre anónimos.
Así es el río que me lleva y llevo. Permanecí un rato sentado en una peña al lado de la cabaña en medio del silencio que me rodeaba. Todo estaba desierto, sin gente, pero yo disfrutaba de aquel sosiego .Solo algún tímido trino se escuchaba a lo lejos. Por mi mente desfilaban las imágenes que conformaban la estampa bucólica del río vista con ojos de adolescente, del trasiego continuo de pastores, lavadoras, leñadores pescadores, a veces furtivos, cazadores y gente de paso. Se había esfumado aquella sinfonía de sonidos variopintos, sinfonía inacabada engalanada de mil colores y aromas, cuando llegada la primavera los pájaros inquietos y revoltosos hacían con sus trinos más llevadero para los adultos, el duro labrar de aquel tiempo.

Reposé mi cara entre el cuenco de mis manos y con los ojos cerrados y meditabundo volví a verme junto al río: jugando el lunes de Pascua, lavando la lana con Julia, con Pacho arreando el rebaño de ovejas, y la piara de cerdos, y haciendo cisco con mi abuelo, y con Alejandro remando, y con mi padre preparando la carga de leña para calentarnos en casa, y corriendo para ver el río rebosar el puente Robledo en una crecida. Así fuimos viajando el río y yo; unas veces juntos, otras no tanto pero siempre he vuelto para mirarme en sus aguas tranquilas y chapuzarme en ellas y, mientras mis piernas me lleven, seguiré compartiendo con él momentos felices hasta fundirme definitivamente con sus aguas y juntos deslizarnos suavemente, sin prisa, en el último viaje hasta el infinito como en el más feliz de los sueños.
Félix.

21 mayo 2009

Celebrando el mes de mayo

Me presenté en La Zarza el quince de mayo, día de San Isidro, festivo en Madrid y otras localidades, para disfrutar de la explosión de colores y aromas que nos ofrece nuestro campo de Zarza siempre por estas fechas.
El fin de semana fue espléndido, algo fresco de madrugada pero con sol acompañado de un vientecillo fresco que mantenía la temperatura en torno a los veintidós grados, lo ideal para caminar sin sufrir del calor.
Antaño, cuando éramos chavales y todos los nacidos, o casi, vivíamos en el pueblo, el mes de mayo era como el resurgir de una nueva vida, que en cierto modo lo era, pues atrás quedaba el crudo invierno y los cereales ya espigados prometían pan, los valles abundantes pastos, el campo flores por doquier y ese rebrote de vida se combinaba con el intenso fervor religioso: era el mes de María, la iglesia se llenaba de flores: rosas rojas, amarillas, flor de lila y todo cuanto florecía en los huertos que era mucho. El trece de mayo es el día de la Virgen de Fátima y hubo procesiones de Vírgenes, y peregrinaciones .El día quince, día de San Isidro Labrador, se sacaba el Santo para bendecir los campos y rogar la clemencia del cielo, porque todo transcurría entre cielo y tierra, entre campo y cielo. Y era el mes de las Comuniones, y cuando la hice me tocó madrugar para recorrer las calles con el padre Constantino y cantar el Rosario de la Aurora al romper el día, cuando los pájaros cantaban en el silencio de la mañana alegrando el nuevo amanecer, y era entonces cuando los huertos destilaban las fragancias mas intensas y puras que la brisa somnolienta suspendía en la atmosfera y cuyo aroma nos acompañaba en nuestro recorrido, mientas seguíamos cantando: ”Alegría que ya viene el día, que ya va sonando…” Auroras perfumadas de mil fragancias que perduran en el tiempo. Mayo florido y hermoso. Mayo piadoso. El trece de mayo celebran mis padres su cumpleaños de bodas; sesenta y tres, nada menos. Y para mi, mayo culmina con el cumpleaños de mi querida hermana Chari, el día veintitrés. Por ser la benjamina, veinte años nos separan, y precisamente por eso, mil recuerdos maravillosos nos unen. Eterno mes de mayo.
Por tantos motivos no quise perderme la ocasión de celebrar a mi manera, una vez más, este maravilloso mes. Cierto es que la liturgia religiosa, otrora omnipresente, en este mes se ha desvanecido y ya no bulle nada por las calles, y solo persiste la rutina del día a dia, pero al margen de eso, el mes de mayo sigue siendo fiel regalándonos los colores y aromas de siempre, colores y amores de mi tierra.
Y con mi guitarra me presenté en lo alto de la Peña Resbalina en el lugar exacto donde hace cincuenta años, inmersos en una algarabía, uno tras otro, sin tregua, nos lanzábamos en nuestro tobogán natural sin reparar en el desgaste del pantalón en las posaderas.
Entonces, tranquilo, respirando profundamente los aromas de los prados circundantes, abrazado a mi fiel compañera, lancé con todas mis fuerzas unas melodías para que el viento las llevara hasta Andorra, para que Chari escuchara el ”cumpleaños feliz “ (milagro del Internet), convencido de que estas melodías volarían hasta Paris, y las oyeran mis seres queridos y todas mis amistades con las que de una u otra forma, en lugares tan distintos, compartí este maravilloso mes, con un recuerdo especial de aquel inolvidable “Mayo 68.”
Inevitablemente el mes de mayo pasará, pero siempre volverá pletórico, lleno de vida, como bálsamo que todo lo cura.
¡Bendito mes de mayo! Félix.

12 mayo 2009

El simbolo de la cruz









Estas fotografías las presenté al “certamen de fotografía sobre cultura popular” convocado por el Ministerio de Cultura, y fueron seleccionadas, siendo publicadas posteriormente en un libro por dicho ministerio. Tambien han sido expuestas en diversos museos y centros culturales de toda España. El tema de las cruces lo hablé con Adolfo y tras visionar una de las que no figuran aquí le dedicó un hermoso relato que tituló “El camino de la cruz” .
En su momento le dedicaré, recordándole una vez más, las cruces del calvario de Cardeñosa que conocía y que tanto amaba entre otras cosas por haber compartido estudios con compañeros de esta localidad, calvario que considero el más bonito de España donde se han rodado escenas para filmes históricos, mostrado aquí con las cruces en medio de la nieve. A continuación añado el texto incluido con las fotos en dicho certamen. Félix


EL SÍMBOLO DE LA CRUZ

Al mismo tiempo que la conquista de la Península Ibérica por los romanos se produjo la difusión paulatina del Cristianismo, que desde Palestina había llegado antes a la capital misma del Imperio.

La expansión de la nueva religión tuvo tal pujanza que incluso abocó a la conversión a ella de los invasores bárbaros que pusieron fin a la presencia romana en tierras hispanas adoptándola ellos mismos.

A lo largo de los siglos la influencia del Cristianismo acabó extendiéndose a todos los rincones del país y capas sociales de la población, hasta el punto de impregnar amplia y profundamente tanto el paisaje como el modus vivendi de las gentes.

Una muestra señera y popular de ello sería la construcción de iglesias, capillas... a lo largo y ancho de la geografía, así como del símbolo que identifica al propio cristiano: la Cruz, en todas las manifestaciones posibles, no sólo como elemento integrante de edificios religiosos, sino también de forma aislada en lugares señalados y concretos de significado singular, a veces sustituyendo antiguos lugares de culto pagano, como colinas, altozanos, encrucijadas de caminos y otros puntos destacados del paisaje. Dicho símbolo pasaba así a recordar de modo permanente a quién lo divisaba la huella ubicua del credo cristiano.

Al margen del frenético ritmo que caracteriza nuestra época en todos los ámbitos y aspectos, hoy en día muchos de tales símbolos parecen haberse quedado anclados en el tiempo, olvidados por todos, en los lugares más insospechados dando todavía testimonio de unas creencias, hábitos y costumbres, otrora omnipresentes en la vida de las gentes y a la vez moduladores de su modo de entenderla; afectando no sólo a la fe, sino también a la propia existencia.

Así pues, la cruz puede representar un calvario en la cima de una colina; recordar en un acantilado costero a los que salieron al mar y ya nunca regresaron; evocar a alguien muerto de accidente, desgracia, o incluso por causa natural, al borde de un camino o carretera; invocar la protección espiritual de un lugar o incluso de una cosecha...

...Y una mañana de invierno las cruces del calvario amanecieron cubiertas de nieve y carámbanos, pero una primavera de tantas también florecieron con la Semana Santa.

Cruces, cruz que se alza en medio de un vasto campo de cereales, piedra solitaria donde la piedra no existe a menos de veinte kilómetros a la redonda y que refleja el sudor y el tesón de quienes la izaron, hoy rodeada de cereales y entre amapolas que al ritmo del viento primaveral se cimbrean en una danza suave. Cruz que sigue protegiendo los campos, ahuyentando plagas y tormentas, ofreciendo descanso al ave que se posó antes de alzar de nuevo el vuelo; cruz que renace cada primavera.

Cruz incluso insertada en el muro de una vivienda, atrapada en su fachada, ofreciendo su misterio, porque cada cruz es un misterio enterrado en cada alma.

Cruz también de abrevadero que un día, hace ya dos siglos, según consta en la cabecera del caño, levantaron los campesinos para pedir probablemente la protección de su ganado, sustento del labrador y ayuda indispensable en su trabajo.

En esta diversidad de cruces podemos observar en una céntrica plaza madrileña un cruceiro, izado cual faro que quisiera iluminar, proteger y arropar con su presencia el quehacer cotidiano de quienes tuvieron que abandonar su Galicia natal, su cultura, sus seres queridos en pos de una vida mejor en la gran urbe.

Todas las cruces son otros tantos gemidos y llantos, consuelos y abrazos, esfuerzo y descanso, sueños realizados, arados surcando, testigos de un tiempo que vamos labrando.
Félix.

08 mayo 2009

La foto del dia


En la entrada de un mercado de abastos, en Madrid, coji un periódico del distribuidor que los regala, atraido por la imagen de la portada.Esta, como se ve, inserta la célebre fotografía de unos trabajadores en lo alto de un rascacielos en construcción en Nueva York, en 1932.Que insinúa el periódico añadiendo ¿quieres trabajar?
No he podido resistir a la curiosidad de enrollarme con esta foto.Dificil de adivinar lo que sugiere el periódico ya que se presta a infinidad de interpretaciones y se me ocurren estas:
-Que como estamos en tiempo de crisis hay que aceptar cualquier tipo de trabajo.
-Que no seamos tan exigentes pues ahí están esos obreros sentados, para la foto, claro, pero que trabajan a unos doscientos metros de altura, sin arnés, ni casco, con su gorra, y tan panchos.
-Que lo que nos espera no es nada bueno y que vayamos haciéndonos a la idea de trabajar donde sea y como sea.
-Que no hay que temer tanto la crisis pues ahí están esos tíos aparentemente felices en el aire y nosotros tenemos la fortuna de tener los pies en el suelo.
-¿Usted busca trabajo? No se preocupe, ellos lo encontraron ¿por qué no usted?
-Como ven por muy duro que sea el trabajo, aunque parezca mentira, siempre hay tiempo para descansar; tómeselo con calma.
-No se estrese, ellos tenían motivos y ahí están tan tranquilos
-No le de vértigo el futuro, haga como ellos.
Después de este ejercicio sigo intrigado por el mensaje que desea transmitir esta foto.¿Tiene alguna orientación politica,o de la patronal?¿beneficia al gobierno de los ricos o al de los pobres?Digo esto porque ayer, cuando atendía a una señora de 82 años me hizo gracia cuando me dijo que ella votaba al gobierno de los pobres.Supuse que se refería al P.S.O.E.Ya había oído también que es el gobierno de los obreros.Cosas de la gente.Mientras tanto el presidente de la Patronal erre que erre con el despido libre.Para un amplio sector ya es libre.Y el gobierno de los pobres en su día le brindó a la patronal los” contratos basura” con el beneplácito de los sindicatos de clase, como les gusta definirse y estos dos sindicatos saludan al presidente del Gobierno con una mano y con la otra reciben la propina de 17 millones de euros procedente de los pobres mayoritariamente, porque hay más pobres que ricos ,y los sindicatos prometen la paz social y así.
Barato, barato, pregona un marroquí con sus alfombras al hombro. Obreros, barato, barato, y despido libre, barato todo, eso pretenden los empleadores.A río revuelto ganancia de pescadores pensarán.Y para colmo llega la gripe cochina o porcina para embarullarlo todo más.No corren buenos tiempos.Y sale este periódico y añade más enigma con su portada.
La primavera nos sale ruin y añade más incertidumbre en el mundo rural.
Parece que cada día dependemos más del cielo: agua, sol rogativas, trabajo.
Si lo que pretende el periódico con su portada es que hay que amoldarse a las circunstancias por malas que sean, me niego.Me decía entre bromas y veras uno de la Zarza que vivió la guerra civil, que si algún día volvía algo parecido, se escondería en las Espundias (zona intrincada, casi inaccesible del río) para no ser localizado.Pues visto el panorama que nos sugiere la foto, a mi también me dan ganas de salir corriendo y refugiarme en las Espundias. Félix.