25 diciembre 2022

CUENTO NAVIDEÑO

 


Mi abuelo me contaba, al calor de la lumbre, en estos días navideños, cómo había sido su infancia, y eso me hacía soñar. Decía que a veces realizaba tareas para conseguir alimentos, ayudando a sus padres, ayudándoles a colocar la leña cortada, o llevándoles el cubo para ordeñar, y lo hacía a modo de juego, porque casi todo en la infancia es un juego, ya lo entenderás más tarde, aunque ahora con la televisión y el internet uno se sorprende que haya niños en lugares remotos que no saben lo que es el juego, o que su juego, que no es otro que el de la supervivencia, consiste en hurgar con un palo o con la mano, desprotegida ante los objetos cortantes, en la montaña del basurero de la ciudad, basurero que son los despojos del mundo rico, indiferente, egoísta, soberbio, vanidoso y carnívoro, pero eso ya lo comprenderás más tarde, lo importante es que ahora sigas soñando, soñar con el juego para disfrutar.

Mi abuelo tenía un rebaño de cabras, mi abuela ordeñaba, y hacía queso y requesón, todo natural, hoy diríamos ecológico, sin conservantes ni colorantes, con sabor propio. Ese sabor tú no has podido guardarlo en tu memoria, porque ya no se elaboran productos de esa calidad, aunque el sabor de lo que se hace ahora sea muy agradable, porque para eso están los químicos, para conseguir sabores a la medida del consumidor. De hecho, tu amigo Fran, que vive en la ciudad, prefiere los huevos de yema pálida e insípida, a los de las gallinas de corral que les da su abuelo. Lo mismo le ocurre con el pollo de hormonas que prefiere, al buen muslo del pollo casero. ¿Ves cómo se adueñan de nuestros gustos?  Somos consumidores, hijo, nos programan para eso: para consumir y producir, ya lo entenderás más tarde, ahora a tus diez años, tienes que disfrutar de la infancia, que se va rápido, disfrutar como lo hice yo, y mi abuelo, y los anteriores hasta llegar al hombre de las cavernas.  

Uno se pregunta cómo vivirían los hombres de las cavernas sin calendarios, sin navidades, sin microondas, sin duchas ni dentistas para sacarle una muela cuando les dolía, y así podíamos seguir enumerando todo cuanto nos rodea.

     Mi abuelo tampoco conoció la ducha ni todas las modernidades, y era feliz en su mundo. Los niños de aquellos hombres de las cavernas, debían jugar con los pequeños huesos que sobraban tras comer la carne, como nosotros hemos jugado a las “tabas”, y su padre debía contarles historias de caza y los avatares del día a día, como lo hago yo al amor de la lumbre. Así que, en el fondo, apenas hemos cambiado, o mejor dicho, hemos aprendido a construir utensilios y artilugios, no solo para cazar mejor, como ellos hacían, sino para matar a nuestros congéneres de forma muy aséptica, sin dejar rastro. Esto ya lo entenderás más tarde, ahora es Navidad, es tiempo de soñar, de contar historias observando como las llamas danzarinas se estiran y se apagan lentamente.

     Uno sigue impregnado de aquellas adoraciones al Niño en la iglesia de la Zarza de Pumareda de mi niñez. El templo lleno a rebosar, las jóvenes cantando, sones de panderetas y el botijo en forma de juguete que cuando soplabas el agua hacía unos gorgoritos musicales que nunca he vuelto a oír. Pero bueno, sabes que el mundo ha cambiado mucho, no siempre para bien, solo la Navidad nos recuerda que nacemos para hacer el bien y para vivir con esperanza.

Pienso mucho en aquellos hombres de la Prehistoria, que habrás estudiado en la escuela, cuando nos separamos del mono y emigraron del África hacía otros países más fríos y se protegieron con pieles, y cuando descubrieron cómo hacer fuego, seguro que pasaban largos ratos hablando al amor de la lumbre, como nosotros ahora contando historias de ahora que, en el fondo, no difieren mucho de las suyas. Lo que más me sorprende es ese misterio de la Naturaleza que hizo que la pelvis de aquellas mujeres de las cavernas —tu madre estará de acuerdo conmigo—, se ampliara para facilitar el paso, durante el parto, de la cabecita del nuevo hombre que somos, ese cráneo más grande para albergar el cerebro más voluminoso, el mayor de la especie animal en proporción a su cuerpo. ¿Cómo fue posible esto? La vida está llena de misterios, hijo, como lo es la Navidad que celebramos, ¿inventada para dominar?, tal vez, pero también con el fin de reconciliarnos con nosotros mismos y mirar el interior de nuestra alma, esto lo entenderás con los años, pero ahora es tiempo para disfrutar la Navidad.   

 Los herederos de aquellos hombres de las cavernas, muchos siglos después, aprendieron a escribir y nos dejaron la Biblia, con historias muy parecidas a las de ahora; con plagas, incendios, guerras y reyes y, el Dios que el hombre se inventó, supervisándolo todo. Luego vino el Nuevo Testamento y hablaron de un judío que vino a salvar al mundo del pecado, cuyo nacimiento celebramos, a la postre, cada año por estas fechas.  Ahora la prensa también escribe lo que le conviene a unos y otros, digamos que es la nueva Biblia. Pero unas formas de vida suplen a otras y ahora parece que Papá Noel es el nuevo Mesías; que no nos confundan, hijo, es el Mesías del consumo, como el tal Santa Claus, otro negociante, que no pretenden hermandad alguna, ni luchar contra las injusticias, no, sino confundir y dividirnos, o imponerse como lo está haciendo Halloween en el día de Todos los Santos. No hay que perder de perspectiva quienes somos y de dónde venimos.

     Yo te cuento esto, hijo, para que vayas aprendiendo, para que no te dejes engañar. Piensa que aquellos hombres de las cavernas mirarían a la luna nueva de hoy, que es la misma desde millones de años, y se preguntarían por qué cambia de forma y como se podría llegar hasta allí. Nosotros conseguimos llegar en 1969, pero ¿eso cambió algo? Nada, hijo, nada.

 En el fondo, seguimos emigrando como los hombres de las cavernas, y matando animales para comer, y lo que es peor; creando dolor con las guerras, y miseria que se esconde bajo las farolas sombrías de las ciudades donde se refugian miles de personas sin hogar, despojadas de su dignidad, con harapos que nadie quiere ver, por eso, hijo, quiero que te des cuenta de la suerte que tenemos; por eso seguiremos cada Navidad hablando al calor del hogar, para que estos momentos de regocijo impregnen tu alma, como hizo mi abuelo, y el tuyo que emigró a Francia en los años sesenta y se empapó de lo mejor de otras culturas, y me enseñó a tocar la guitarra, como yo a ti, porque él creía, y yo también, que la música nos salvará, la música que eleva el espíritu, eso lo irás comprendiendo poco a poco.

     La Navidad ya no es lo que era, porque se ha vuelto un gigantesco escaparate de consumo, aparcando lo que es el verdadero espíritu navideño, inmersos ahora en  ese consumo desaforado que nos lleva al nuevo paganismo, como ocurre en la Semana Santa de procesiones del ocio de vino y tapas y retransmisiones televisivas sin alma. Por eso es bueno no perder nuestra tradición navideña de cuentos e historias.

      Me da mucha pena ver cómo esta sociedad nuestra no favorece el reagrupamiento familiar —al contrario de los hombres de las cavernas—, es desolador asistir a esa falta de sensibilidad de los gobernantes que no propician que los miembros de una familia encuentren trabajo en el mismo entorno, o muy próximo; matrimonios alejados por el empleo, hijos obligados a emigrar, con el magro consuelo de reencontrarse por la Navidad. Vamos por mal camino, hijo, por fortuna nosotros podemos disfrutar juntos el día a día.

Me queda la esperanza de que algún día lejano —quizás tú no lo veas, pero transmitirás esta esperanza como yo lo hago contigo—, aparezca en el firmamento otra estrella —de David o del nombre que quieran—, para alumbrarnos y mostrarnos el camino de la verdad, el alumbramiento de ese Hombre Nuevo, de ese Mesías que nos despoje de la ceguera inducida por el consumo desaforado y de neones y escaparates que son espejismos en el desierto; para que el espíritu navideño perviva, y para que se haya erradicado de la faz de la Tierra la explotación obscena de niños a los que les robaron la infancia; que los vertederos inmundos de la infamia, que son los despojos de la usura, se conviertan en montañas de libros y de pan, y que por fin seamos libres, a ser posible reunidos en torno al calor de la hoguera, como los hombres de las cavernas. Te preguntarás si somos mejores o no que aquellos hombres. Reconozco, hijo, que entre ellos y nosotros media un gran abismo, porque la ciencia y la tecnología nos ha llevado a cotas inimaginables, sin embargo, pienso que el corazón no lo hemos elevado a semejantes cotas, al contrario, y eso me induce a pensar, con infinita tristeza, que no hemos avanzado nada.

 Así que, vivamos en paz otra Navidad con el mismo espíritu, con la misma ilusión, tal como nos la transmitieron nuestros abuelos, recordando que es en el corazón de las personas donde reside la verdadera riqueza, y no en lo material que es algo volátil. Dentro de unos días llegarán los Reyes Magos para hacernos soñar, porque la vida también es sueño, lo demás, hijo, lo irás aprendiendo con los años. Ahora coge la guitarra que vamos a cantar unos villancicos.

 

La Zarza de Pumareda, 25 de diciembre de 2022

 

¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo! a todos las almas de buen corazón.

 

08 diciembre 2022

TIEMPO DE REFLEXIÓN

 

                 

 

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía

Las chimeneas en mi aldea fumaban al unísono en el crepúsculo incipiente, mientras el fuego en la cocina freía el huevo fresco de la gallina que había picoteando en la calle la sustancia de un tiempo de postguerra, de esperanza y de alegría de vivir.

Era aquel huevo puro, puesto con amor en el nial, el alimento sano y sabroso que iba a degustar el niño que crecía y reía al amor de la lumbre, huevo que alimentaba al pastor que regresaba al pueblo con el haz de leña para freír ese huevo del amor.

El sol como yema de huevo se hundía en el horizonte dando paso al recogimiento, al descanso bien merecido para soñar en la alcoba con huevos y tortillas y soles de primavera y besos dulces de peladillas de bautizo bañadas en el amor de los sueños dulces que alimentaban los días de pan escaso para seguir soñando.

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.

Se repartía el pan en la sagrada cena que era la representación exacta y prolongación diaria de la imagen de la Santa Cena que colgaba del muro de todas las alcobas encaladas, imagen que no era sino un asidero vital y piadoso en el discurrir de los días grises de gallinas peregrinas azotadas por el cierzo que criaba sabañones y de perros callejeros ateridos buscando aposento al abrigo de la helada en la noche incipiente.

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.

Se degustaba con deleite y se mordía con suavidad y devoción el pan candeal, elaborado con amor y cocido en el horno con leña o retama. Era el pan alimento puro de los campos abonados con estiércol natural cuyo olor purificado por la brisa se tornaba agradable cuando el campesino hundía el arado y acariciaba la tierra agarrado a la mancera para dibujar los surcos rectos de la rectitud del arte, del gusto por el trabajo bien hecho, rectos como velas devotas de Semana Santa, rectitud de la vida que se abrazaba con la ilusión de sembrar el pan nuestro de cada día.

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía, y tú, viajero en este mundo de luminarias navideñas que alumbran los rostros sonrientes de suflé chispeante, te preguntarás por qué hoy, los viejos que vivieron aquel tiempo de trabajo duro y de pan escaso, tú, viajero sagaz cautivado por el oropel festivo, te preguntarás el porqué de su longevidad.

No hay secreto, ni misterio, querido viajante; la naturaleza nos regala lo mejor de sus entrañas salvajemente generosa, pero la avaricia y la usura desbocadas, la soberbia, la vanidad también, acaba contaminándolo todo: los alimentos, el amor, la alegría de vivir con la esperanza renovada cada día que sale el sol, porque la inseguridad de perderlo todo ensombrece y amenaza nuestra paz interna para someternos al dictado del estrés pernicioso y de obesidades mórbidas de alimentos contaminados e insalubres, todo edulcorado con el sabor adictivo para seguir consumiendo el producto elaborado con fines de lucro insaciable. ¿Te extraña que seamos ese producto?

 

Recuerdo aquella tarde remota que caía serena como dulce melancolía.

 

 

19 noviembre 2022

ES TIEMPO DE CASTAÑAS

 





  Mira  por la ventana, María

Los arreboles del alba

Encendidos como ascuas

Bello será el día

Es tiempo de castañas, María


El viejo castaño octogenario que plantó cuando niño el abuelo León

Se yergue en la loma, junto a las viñas y olivos, mirando al Duero y su cañón.

Se ha ido vistiendo de verde pálido,

De rojo vino,

De oro miel,

De anaranjado marrón,

De amarillo sandia

Y de verde limón

Es tiempo de castañas.


Caen sus hojas bailando al son de la brisa

Con resignación caen

Sin  prisa.

Tras azaroso vuelo se abrazan

En el suelo

En mullido colchón

Para solaz consuelo.

Asoman los erizos  entre las hojas dormidas

El fruto sale a gritos de su guarida

Mostrando su belleza escondida

Y esperan la mano tendida

Para llenar la cesta

 De vida.

Es tiempo de castañas.


El sol se apaga

La noche cae deprisa

Y el viejo castaño se duerme

Acunado por la brisa.

La aldea recoge a sus almas

El humo sale a bocanadas por las chimeneas

Y expande en la calle de mortecino alumbrado

El aroma de guiso de laurel de la cocina

Farinato frito y chorizo asado.

Es tiempo de castañas.


La chimenea ronronea

Los leños  se empujan ardiendo

Escupen su aliento  con llama feroz

Y en su último estertor

 Hasta el más rezagado

 Silba medroso

 Su adiós.

Es tiempo de castañas.


En la trébede  asentada en las brasas

La cazuela rebulle  y las castañas danzan

Cocidas y asadas, su aroma vuela

Sahumerio de la casa

Miel sobre hojuelas.

Es tiempo e castañas.


Así van pasando  los años

Al ritmo del viejo castaño

Entre aromas frescos de rocío

Arreboles encendidos

Y un beso

Florido.

Estira la sábana y cúbrete  con el embozo

Y arrima tu pecho al mío

Que es tiempo de castañas, María

Que es  nuestro tiempo de gozo.



02 noviembre 2022

01 noviembre 2022

EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS

 

                    

 




El día de Todos los Santos es el día de todos, de todos los Germanes, de los Afrodisios, de las Isabeles, de las Raqueles, de los Josés y las Marías Josés, de las Nieves y Noelias y de todos los que deseamos un mundo en paz.

 Hoy es el día del santo que llevo dentro, es decir, de todos los que conocí y se fueron, los que pasaron por este mundo, dejaron su impronta y se marchitaron, en un visto y no visto, como la rosa del jardín, como el viento primaveral que entró por la ventana y perfumó las alcobas, como el humo de la chimenea que se elevó hasta perderse en el cielo, como la oración que en este día la abuela iba desgranando en las cuentas del rosario, en la cocina, al calor de la lumbre, con su semblante serio y tierno a la vez, con su dulce voz que sigo escuchando, “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”, pasándose la mano por debajo del pañuelo negro sobre la cabeza en un gesto comedido, como acariciando las arrugas de su frente que este día eran arrugas que descansaban en paz, la mirada fijada en los leños que ardían cuyo semblante nos sumía en un  profundo estado de recogimiento expresado en nuestras manos entrelazadas y nuestras caras arreboladas, con el viento bramando en la boca de la chimenea, a veces unas gotas de lluvia hostigada que se hundían en el hollín grasiento y rugoso avivando su olor agrio, gotas que se deslizaban como lágrimas negras, como deseando  unirse a la oración, hasta que el calor de la lumbre las evaporaba y volvían al cielo abrazadas al humo, mientras  el gato ronroneaba como si entendiera que ese momento era de recogimiento y, entretanto, el silencio, el silencio espiritual que anidaba en el corazón de todos, cuatro hermanos sentados en el escabel, dos en sillas bajas de enea y abuela y madre en el centro, silencio al compás de las ráfagas del viento que también callaban en breves lapsos para no interferir en el cambio de oración, y todo fluía como dirigido por una mano invisible, quién sabe si el alma o el espíritu de los que se fueron, todos presentes en el recuerdo, todos unidos en torno a la abuela cuyo rostro cobraba el rosado o amarillo, o dorado o azulado de las llamas danzarinas que los leños regalaban en suave susurro al consumir su propia existencia, “Padre nuestro que estás en el cielo…”, la voz hilvanando ruegos, a veces callada, a veces sumisa, la voz tierna, la voz que era alimento de tantos años velando por los hijos, y por los nietos, para que no les faltara un trozo de pan, lavando los pañales de los primeros días de vida, la vida misma envuelta en pañales y entregada en lienzos, benditas abuelas, “Dios te salve María, llena eres de gracia…”, la gracia de seguir viviendo, de seguir con la plegaria, por los vivos y por los ausentes, que no muertos, la gracia de sentir el amor fraterno, la gracia de amar al prójimo como a uno mismo, la gracia de entender que estamos de paso sin apenas darnos cuenta, la gracia de amar a los que amaron, de abrazar a los que abrazaron, la gracia de no ser devorados por la envidia, por la soberbia, por el resentimiento, por la codicia, por, por … “Ruega por nosotros…”, y el viento parecía que iba amainando cuando el rosario que desgranaba la abuela llegaba a la última cuenta, palpando la bolita sin mirarla, para cerciorarse de que todo tiene su fin, de que todo tiene su premio en la vida a poco que hayas entendido que nada es eterno, y que lo material es perecedero, a veces insalubre, y hasta el gato estiraba su lomo como si también entendiera que llevaba mucho rato sin recibir una caricia, y que los leños se iban consumiendo y el calor no le llegaba igual, en la cocina lóbrega sin ventanas, donde todo estaba en su sitio, las llares, las trébedes, el fuelle a mano para seguir avivando la llama que languidecía, cocina de pobre, más iluminada que nunca ese día, más alegre que nunca en el silencio, más serena también, porque la abuela con su presencia imprimía ese halo misterioso que solo la vejez otorga, cocina austera, sin olor a embutidos en el techo ni queso, porque no había, solo algo de manteca de cerdo donde no llegaban los ratones, negro el frontispicio de la chimenea de hollín celestial de sofrito humilde, blanco inmaculado los tabiques de adobe encalados con cariño por madre cada verano, adobes fáciles de horadar por algún ratón atrevido, pero para eso estaba el gato, para zampárselo,  “sed humildes y no olvidéis nunca a los que os amaron. Que Dios nos proteja a todos, hijos…”. “Sí, abuela, así lo haremos”, y sus ojos se iluminaban al escuchar de nuestros labios la obediencia de niños educados en el respeto a los mayores y en el amor a los abuelos, y terminado el rosario, ella nos pasaba el crucifijo de éste para que lo besáramos, convencidos de que ese gesto nos libraría de muchos males, nos liberaría de muchos miedos, y así debió ser, porque aquí seguimos todos los hermanos; rosario balsámico que tenía el don de hacernos mirar hacia dentro que es donde está la esencia del ser humano. Ni padre ni abuelo participaban de esta reunión, abuela y madre rogaban por ellos ocupados en otros menesteres.

Abuela se levantó ante el quejido de la silla, poniendo la mano en el cuadril, “dichosa cadera, los años, hijos”; nos besó y, “no olvidéis, hijos, de rezar al acostaros”, y así lo hicimos.

 Salí con ella afuera, para acompañarla a su casa por el camino que bordeaba los alrededores, entre ráfagas gélidas que azotaban la cara.

La noche comenzaba a adueñarse de la aldea. A lo lejos vislumbré una luz borracha que flotaba como un fantasma y apreté la mano de la abuela, “no temas, hijo, Dios nos protege, es la luz del farol del tío Leandro que va al corral porque una oveja le ha parido dos corderos.

 Las campanas comenzaron a tocar su lastimero tin, tong, y ya no callarían en toda la noche. Adentro, en la iglesia, dos monaguillos sentados en un banco tiraban de la cuerda que llegaba hasta el campanario activando el badajo, y las campanas modorras seguían llamando a la oración, al recogimiento y al descanso, mientras los muchachos comían castañas, higos pasos y pan tostado, hasta que a media noche los relevaron cuatro mozos que se instalaron con una mesita donde colgaba la cuerda y activaban el sonido lúgubre, casi fantasmagórico en medio de la noche tenebrosa y gélida, tin, tong, tin, tong, sonido que ritmaba la partida de tute que celebraban mientras comían castañas y chorizo y bebían de la bota de vino“. ¡Benito, las cuarenta!”. “No joden, pero atormentan”. “No blasfemes, Benito, que estamos en la iglesia”. “No toques tres veces seguidas, Manolo, que son dos”. “No te preocupes, Benito, que el cura duerme a esta hora”. “Pero no la tía Filomena que es tan beata que pasa la noche en vela”. “Veinte en bastos, y atiende las campanas que te has olvidado dos toques”. “No importa, Manolo, el bueno de don Matías, el cura, me dio ya las cuatro pesetas para cada uno, aquí las tengo en el bolsillo”. “¿Habéis oído el gallo de la Piluca?”. “Sí, no tardará en amanecer, y nos estamos quedando sin vino”. “Manolo, que has dejado de tocar casi cinco minutos”. “¿Te extraña?, ha sido por estrujar la bota de vino”. “¿Has visto?, Paco, ya empieza a clarear, vámonos, muchachos, que me dijo don Matías que dejáramos de tocar al alba”.

Pero eso, amigos míos, fue hace muchísimo tiempo, y después, cuando yo peinaba canas marchitas, llegó Halloween, acaso para remediar algo, o para enmascararlo todo.

A cada generación, sus certezas y desengaños, sus alegrías y llantos…, y su toque de campanas, ya de vuelo alto cansado hacia el olvido.  

Que el universo que nos trae y nos lleva a su antojo, nos sirva un mundo (en este día de Todos, de Todos los Santos), pleno de armonía y paz.

Amén.

 

Félix Carreto.

La Zarza de Pumareda. 1 de noviembre de 2022

 

17 septiembre 2022

NATURALEZA MUERTA PERO VIVA

 


 

Hay veces que uno pasa al lado de una obra de arte, pequeña o grande, sin percatarse. Por eso, cuando salgo de paseo, en este caso a caminar por los caminos de mi pueblo, suelo abrir los ojos con afán de encontrar algo sustancioso para inmortalizarlo con mi cámara que siempre me acompaña colgada al cuello, como si fuera el brazo de la novia. Y es que hay amores secretos de los que uno nunca se separa.

Así que en las afueras, estaba mi amigo Casto, ya jubilado, que es un amante de la naturaleza, que restaura chozos de piedra, paredes de las fincas que se derrumban, etcétera. El portón de su almacén estaba entreabierto, creando los rayos del sol una zona iluminada y la consiguiente sombra. Me acerqué para saludarlo y vi en el suelo lo que muestra la foto. Inmediatamente me vino a la mente el título de la obra: “Naturaleza muerta pero viva”. O sea un bodegón a ras de tierra, un bodegón con sabor a sandía y melón, un bodegón con la hoz rústica, de fabricación artesanal, herramienta inseparable de todo amante de la naturaleza que cultiva los frutos y los protege de la maleza, para eso está la hoz, y la azada, o “zacho”, que decimos en mi pueblo.

Está claro que la obra de arte estaba ya creada cuando yo la vi, solo quedaba inmortalizarla. Fue como un regalo antes de emprender el paseo largo. No me cabe duda de que la felicidad está ahí, en esos momentos efímeros, en esas obras de arte que te esperan en cualquier lugar, basta con abrir los ojos. Un vientecillo del norte, suave me acompañó en mi caminata, feliz por haber descubierto esa estampa campestre que estaba aguardándome.

Cuantas veces pasamos al lado de alguien que te envía una mirada solicita sin conseguir captar el mensaje. Misterios de la condición humana. Y así caminamos por el mundo a la búsqueda de algo que nos satisfaga, que nos haga felices, así sea por un momento breve. Esta mañana yo me topé con esa felicidad que me atrapó al vuelo.

 Gracias, amigo Casto.

 

10 agosto 2022

¡LLUEVE EN LA ZARZA DE PUMAREDA!

 







Si anduviera entre nosotros la Tía Petra, la alguacila de mi infancia, es muy probable que alguien la hubiera animado para, cornetín en mano, anunciar por las calles la buena nueva ¡Alegría, zarceños, está lloviendo! Y su voz cálida hubiera volado de casa en casa, de  teso en teso, de huerto en huerto, de tomatera en tomatera. Y es que acaba siendo insoportable este calor asfixiante de todo el mes de julio y lo que llevamos de agosto, y lo que te rondaré morena. Las plantas sufren, como las personas, sus flores se achicharran con el sol del mediodía y caen desfallecidas sin lograr superar la siguiente fase para ofrecer su fruto “¡Llueve en La Zarza de Pumareda”. Y es que siempre se ha dicho que lo poco agrada, pero lo mucho cansa. Este calor tórrido afecta a todo ser viviente, ensañándose con los más débiles, como siempre.

Anoche creí que soñaba cuando a eso de las dos, más o menos, escuché, a través de la ventana abierta, como un ventarrón y, al poco, un par de truenos y acto seguido el tintineo de la lluvia. Agucé el oído para cerciorarme y, sí, no era un sueño, era un sueño real.

Desde el primer piso del Ayuntamiento, en la sala de la exposición fotográfica, a eso de las once de la mañana, observo con deleite después de mucho tiempo, cómo el agua golpea las tejas de un local bajo la ventana.  ¡Qué gusto!, qué sensación casi olvidada, ese repique del agua, esos espejos en el suelo. La carretera luce su azabache plateado. Hay un silencio dulce en la atmósfera. El agua corre mansamente sobre el cemento. Desde lo alto con una panorámica envidiable, observo dos personas en el quicio de la puerta contemplando la lluvia, otras personas miran a través de la ventana, todas las miradas están puestas en la calle, se ha apagado el fuego de la cocina donde chisporrotea la sartén pasa salir a ver llover. Nunca llueve a gusto de todos, es cierto, pero hoy es una excepción, hasta ahora, pues si persevera, alterará los programas festivos al aire libre. Aceptamos el canjeo; lluvia por acto lúdico. 

Escampa, salgo a la calle. Enfrente del Ayuntamiento, bajo un cobertizo y a modo de terraza, una niña rubita de apenas un año, sonríe  sobre el regazo de su tía, que es joven y podía ser su madre. Unas plantas en sus macetas han recibido el agua salpicada y sus hojas tienen el lustre de la felicidad. La niña sonríe cuando la solicitas. Ella no sabe que la lluvia es vida, que no hay vida sin agua. Ella vive el momento de felicidad, como los demás cuando fuimos niños en brazos firmes y seguros y cálidos. Ella es como la lluvia en esta mañana festiva de San Lorenzo, nuestro Patrón: un remanso de paz y de esperanza en este mundo tan revuelto y disparatado, pero también alegre cuando nos empeñamos.

Por un momento, la lluvia nos ha alegrado y la buena nueva nos trae la esperanza: resistir entre la mediocridad, entre el sofoco estival: La Tía Petra, nuestra alguacila seguiría soplando el cornetín para anunciarnos la buena nueva:  “¡LLueve en la Zarza de Pumareda!”  

 

24 julio 2022

“La Zarza de Pumareda en mi corazón”

 




Acaba de salir a la luz mi nuevo libro. Un libro de 204 páginas donde hago un recorrido por muestro pueblo de Zarza de Pumareda. Recorrido que abarca desde los años cincuenta y sesenta hasta nuestros días. Unas veces en forma de relatos (muchos acompañados de fotografías), narrados de diversas maneras; a menudo en primera persona, otras veces con monólogos, otras en forma de poemas. Todos los estilos caben para darle una diversidad narrativa que enganche desde la primera página hasta la última. La temática es simplemente universal, pues lo relatado va más allá de lo local al tratarse de evocar sentimientos y emociones que nos son comunes a todos los humanos.

Están presentes, sobre todo, las costumbres del mundo rural, las tradiciones, el duro trabajo del campo, pero también la celebración de numerosas fiestas, la belleza del entorno campestre con robles y escobas en abundancia, con sus chozos de piedra “cabañas”, como símbolo de un tiempo pasado y, en definitiva, se destaca la importancia de lo esencial: el fluir de los días al ritmo de la naturaleza.

Se resalta el poderoso vínculo afectivo que se crea con el lugar donde uno echó sus raíces, la impronta indeleble y el carácter que se va forjando a través de las calles donde jugó, con el campo que recorrió, con los animales domésticos que compartió días, con el sinfín de olores y aromas; los culinarios, los de los frondosos huertos  y el ancho campo, el inconfundible olor a tierra mojada que traían las tormentas del estío. Más que  el arranque de lo que uno sería más tarde, diría yo que es el destino el que se labró en esos primeros años de existencia, algo que uno va descubriendo en la edad madura. 

Disponible en Zarza de Pumareda.     Contacto Email:

felixcarreto@hotmail.com

18 abril 2022

LOS ASTROS QUE RIGEN NUESTROS DÍAS

 







 

Ayer, 16 de abril, se pude decir que fue un gran día  en mi pueblo, nuestro pueblo de Zarza de Pumareda, escoltado, como se sabe,  por  ríos Uces y el Duero que nos separa, o nos une, con Portugal.

No es fácil en los tiempos que corren poder disfrutar de un gran día. Por eso escribo estas letras para que vuelen libres y lleguen como palomas mensajeras a los corazones donde anida la fraternidad y la alegría, también para no sucumbir a la tristeza allí donde llama a la puerta.

Los cómplices necesarios para que este día fuera así de logrado fueron el  Sol y la Luna. ¿Es fruto del azar  o se empeñaron ambos en unirse a la fiesta, o en protagonizarla desde la discreción? “Qué hermoso día, qué sol, que cielo más azul, que brisa más gratificante, esto es un regalo, hacía mucho que no disfrutábamos de una Semana Santa así,…”, comentarios que estaban en boca de los paseantes, ( la mayoría hijos del pueblo que viven lejos; en Madrid, Barcelona,  Castellón, Salamanca, Valladolid, País Vasco y otros muchos lugares), personas que habían venido, junto con otros foráneos más próximos, a disfrutar de la naturaleza y la paz que siempre nos regala el universo rural, tan  maltratado, sin embargo,  por los gobernantes de alto rango que viven en su burbuja particular.

Celebramos la sexta Feria Agroalimentaria por todo lo alto. Unas catorce casetas se asentaban a lo largo de la calle con productos variopintos, artesanales o industriales, embutidos de primerísima calidad, licores, cerámica etcétera. Yo también tuve mi puesto publicitando mi novela” Lágrimas por Estrella”. Acomodado como Dios en peana entre dos casetas, la de chorizos, salchichones, morcillas y jamón, y la de bonito en aceite de oliva y otros artículos en tarros.

La feria es cada año un éxito. Es una de las más celebradas en la comarca. Todo gracias al empeño y buen hacer de los regidores  con el alcalde a la cabeza.

Entablé buena relación con los vecinos feriantes. El sol del mediodía caldeaba el ambiente. Paseantes jóvenes, niños y ancianos, matrimonios y solterones, guapos y menos guapos, gordos, delgados, o bien plantados, de cadera ancha o estrecha, de andares firmes o derrengados, que de todo hay, según los años acumulados, mozos dicharacheros con el vaso de bebida dorada o roja en la mano, jóvenes con sus atuendos vistosos abarcando  toda la gama del arcoíris, algunos con mascarilla, la mayoría sin ella. Todo un elenco de figuras masculinas y femeninas desfilaba con la mirada puesta en el objeto deseado. Pasó una de carnes más que  generosas, de unos treinta y cinco años, muy ágil, eso sí,  delante de la caseta de los embutidos donde había una tabla redonda con lonchas de chorizo y salchichón de muestra. Alargó la mano y, en un visto y no visto, se llevó una rodaja a la boca sin apenas detener su marcha. Tremendamente hábil. Me gusta esa forma de actuar sin complejos. Supongo que donde ofrecían queso haría lo mismo, y donde los licores tomaría su chupito, y donde las colonias se rociaría una miaja tras la oreja, llegaría donde los botijos, pero, una pena; llenos de aire. Hizo el recorrido varias veces. Me gusta esa forma de ser, ese actuar sin esconder sus gustos y preferencias. La feria está para eso. Y el sol alumbrando que daba gusto.

Vendí unos cuantos ejemplares. Un matrimonio joven de un pueblo algo distante me dijo que había oído hablar de ella y le firmé la correspondiente dedicatoria después de charlar unos instantes. Otro me dijo que para regalar a su suegro de 90 años, de la Sierra de Madrid. Otra de Zaragoza, lo mismo, y así parloteando con cada cual, uno abre horizontes y se congratula de compartir sentimientos y emociones con gente de  gustos muy afines, gente anónima que es, a menudo, a quien merece la pena escuchar. El mundo es, a veces, un lugar inhóspito. La feria ha sido todo lo contrario.

Hacia las siete, a la sombra del Ayuntamiento, subí al escenario, guitarra en mano, para entonar boleros, alguna rumba y canciones célebres de otro tiempo. Terminé con un potpourrí o popurrí, que fue entonado con entusiasmo por los asistentes. Creo que fue un rotundo éxito a tenor de los rostros llenos de alegría de personas de edad avanzada y de sus acompañantes, algunas con merma cognitiva o alguna minusvalía, pero con un semblante pletórico. Eso fue lo más sensacional, ver como tarareaban canciones de su juventud archivadas en el compartimento del olvido, pero que renacieron con vigor inusitado en ese justo momento. Ahí está el milagro, la magia de la música: devolvernos aquello que impregnó nuestro espíritu. Después vinieron los parabienes de sus acompañantes y de otras personas. Por fin, la música nos había hermanado, estrechando lazos, recordándonos que todos somos parte del otro,  de un todo, que la individualidad absoluta no existe, que nos necesitamos mutuamente. Para mí fue un momento de satisfacción plena, un regalo inesperado.

Después vino el abrazo de una amistad que vive en otra villa. La señora rebosante de salud y belleza a sus 90 años me recordó: “Cuánto lamento no haber podido asistir al entierro de tu padre, nos llevábamos como hermanos. ¿Por qué no me lo dijisteis?, me reprochó cariñosamente”. “Pues dame otro abrazo, venga”, dijo,  y  fueron tres los  abrazos que nunca olvidaré.

La jornada había sido larga, llena de emociones. El sol apagándose dio paso a la luna, pero antes había que recoger los bártulos de la caseta. Le regalé un libro al de los embutidos. Pero él y su mujer me tenían preparado ya en una bolsa un regalito que olía a gloria para deleite del estómago. Gente trabajadora, humilde y generosa. Le agradecí tanto afecto.   A la señora de la caseta de los atunes en aceite de oliva y otras delicias, le regalé otro libro. Charlamos largo y tendido sobre las dificultades de ser autónomo, las trabas de la administración, la indolencia de los gobernantes. “Esta gente que madruga y trasnocha, que va de feria en feria, es la que de verdad levanta el país”, pensé. “Toma un tarro de atún preparado según la tradición del Cantábrico”, me dijo. Y nos despedimos unos y otros con el sentimiento de pertenecer a la misma familia. “Sin duda lo somos”, pensé camino de casa.

El cuerpo me pedía cama a las once de la noche. Bajo el techo, donde duermo, hay unas cuatro tejas de cristal para que haya claridad. Apagué la luz. Fue entonces cuando en la oscuridad vi a través de la teja transparente, la luna llena que me miraba. ¡Qué belleza, la luna rosada! Nunca había recibido sus rayos directamente a la cara, sobre la almohada. “Vaya día que he tenido, y ahora vienes tú a rematar la faena vestida de rosa, pues gracias, amiga”, le dije, guiñando el ojo. Los rayos de luz  no eran verticales, sino de soslayo. Junté las manos y ensayé una figura chinesca. Entonces me vino a la mente cuando era un niño y mi padre, al resplandor de las llamas, junto a la chimenea, nos hacia una sombra chinesca con sus manos, y la figura de la cabeza de un lobo se proyectaba sobre la pared encalada, el lobo abriendo y cerrando las fauces. Seguí contemplando la luz de la luna, una luz bautismal sobre la almohada, maravilla que duró unos minutos hasta que la hermosa dama se fue yendo a otros lugares.

Di media vuelta y me dormí pensando que todo lo acontecido  en este día fue un sueño.

 

14 abril 2022

LA VIDA ANDANDO

 

                                                           



 

Siempre recordaré aquella tarde, el sol declinando en el horizonte, hacia Portugal, del otro lado del Duero, cuando saboreabas con deleite la pera que te había llevado. Siempre te hablé de usted, padre, hasta el último día, porque así crecimos. Tampoco tiene mucha importancia porque la esencia está en el tono y el respeto al hablar, pero me saltaré dicho hábito  en esta remembranza.

Estabas en la silla de ruedas, en la explanada de hierba y setos de la residencia de  ancianos, en el pueblo vecino, rodeado del algún rosal, un madroño y algunos paseantes. Mirabas el horizonte diáfano, al cañón del Duero, tal vez contemplando los colores rosa y malva anunciando el ocaso y tú, saboreando la jugosa pera, trozo a trozo, después te limpiaste con el pañuelo y dijiste algo que me dejó pensativo un largo rato, no un rato, sino hasta hoy mismo. Esa sentencia tuya, ese pensamiento súbito del que hablo, lo describiré en algún párrafo de una novela para que seas el protagonista, sin que nadie sepa que eres tú.

Yo empujaba la silla de ruedas mientras saludabas algún conocido y te brillaban los ojos cuando te preguntaban la edad, y tú: “pronto haré los noventa y cuatro”. Pero no llegaste, faltó poco, aunque eso carece de importancia, porque lo mollar está en la forma en que se llega al final del camino.

Ese camino es el que me lleva ahora a relatar ese momento plácido de aquella tarde, a comprender, o al menos intentarlo, la lucha por la vida.

La memoria va guardando imágenes de momentos que a uno le parecieron importantes por algún motivo, por  eso me viene a la mente una tarde de verano cuando le diste una patada al balón,  le hiciste un regate a Ignacio del tío Doroteo, tres años mayor que yo, en la calle donde jugábamos, al lado de casa. Ese gesto me alegró y me asombró a la vez. “Anda, mi padre jugando como un crio…”. Yo  tendría entre ocho y diez años y tú unos treinta y cinco. Yo te veía muy mayor, un hombre maduro, fuerte, con músculos de acero por haber bregado sin tregua, con  cinco hijos ya. Qué extraña es la perspectiva del tiempo cuando se es  un chaval. Fíjate que contraste, ahora a los treinta y cinco muchos jóvenes buscan su primer empleo, y yo mismo con tres cuartos de siglo en las piernas, o en las espaldas, que ambas cosas han soportado lo suyo, podría repetir tu gesto con el balón. La vida es un misterio que nos sorprende en cada recodo del camino.

Aquella patada al balón fue un momento fugaz de plenitud, luego proseguiste camino de casa, satisfecho, sin duda, de haber revivido ese retozar  de la infancia, gracias al balón. ¿Por qué guardo yo esa imagen tan nítida después de toda una vida? ¿Será eso lo que se llama amor? Misterios del cerebro.

Pero hubo otros momentos, menos sabrosos, como cuando se te clavó la esquirla de madera bajo la uña del pulgar, y el dolor y los sudores al intentar extraerla el médico, en carne viva, médico que se alojaba en el bar de Alonso que hacía de pensión también, y allí mismo, en una sala del bar, como en las películas del Oeste un médico extrayendo una bala a un herido rociando con wiski la herida, si es que parece de película, sí, tú sentado en una silla, junto a la mesa camilla, el médico que hurgaba “ ya la tengo, aguanta un poco más” , y los goterones te cubrían la frente y la  tía Salvadora le dijo a su marido que abriera la ventana, que entrara aire, que te ibas a desmayar, “pero aguanté, aunque estaba al límite”, me dijiste. 

Podría seguir horas recordando miles de anécdotas, como cuando Arcadio, tres años mayor que yo, me dio un puñetazo en la nariz y yo sangrando como un gorrino, empapé el pañuelo y tú al verme saliste a la calle y retaste al mozo y a sus padres que salieron a la puerta de casa “ Si tenéis huevos venir aquí…” y yo me asusté; “Padre, que no es nada, que ya no sangro…”, miedo que tenía que os enzarzarais a puñetazos. Y la madre del otro “que sí, que tienes razón, que perdona…” y tú “¡qué perdona ni que hostias, hay que ser menos salvaje, me caguen…”. Un vendaval desatado eras cuando te herían el amor propio, y eso no es malo porque había que defenderse a cara de perro, llegado el caso. Eran tiempos duros.  Por cuantos desafíos ha pasado uno en la dichosa vida. Esa defensa a ultranza de lo nuestro, arriesgando el pellejo si era necesario para defender y protegernos, es lo que más admiro de ti, ahora que el camino se ha andado, como quien dice.  

Por eso no he podido resistir, al recordar aquella tarde de verano con la jugosa pera, teclear en el ordenador—porque escribo con más consistencia que con el bolígrafo— estos sentimientos, ese mirar tuyo al horizonte. Lo repetiría mil veces, porque me pareció un momento inenarrable, único, sublime, revelador, balsámico y a la vez estremecedor por lo que conlleva de reflexión profunda tu sentencia, simple y aleccionadora, sí.

“Padre, le ha traído otra pera, sé que le gustan más que ninguna. ¿Se acuerda cuando planté el peral, hace unos veinte años?, yo también era joven”.  He dicho “se acuerda, en lugar de te acuerdas”; sucedió tal cual para ser fiel al relato. Pero sigamos con la historia. “Tú lo regabas con cariño cuando llegaba julio y agosto, acariciabas sus ramas y él lleno de peras correspondió a tanto celo. Todas las tardes te llevaba una”. Un día una cuidadora me dijo, “que no coma a esta hora que luego no  cena”. Qué ignorante, “ya llegarás a vieja y lo comprenderás”, me dije. Ella no sabía que ese momento, saboreando la pera dulce y jugosa, mirando el horizonte con sus colores, viendo caer el sol hacia Portugal a los noventa y tres años, serena el alma, la paz en el jardín, una palabra cariñosa de los paseantes, ese momento era el colofón al final del día, que era casi el de la vida entera.

Saboreaste el último trozo de pera, te limpiaste con el pañuelo, afirmabas con la cabeza “qué rica está”, la mirada fija en el ocaso, la respiración sosegada, el pañuelo en la mano,  luego te acariciaste la nariz, y enrollaste el pañuelo entre los dedos, como si no lo quisieras guardar, te pasaste la lengua por los labios y fue entonces cuando dijiste: “Qué corta es la vida”. Esa es la frase que me ha llevado a recordar aquella tarde serena y a escribir estas remembranzas.

La vida es una lección que vas aprendiendo hasta el último día, como lo que representó para ti ese momento sublime con la perita dulce. Ahora pienso que uno debe sacar conclusiones de lo vivido, de la experiencia de los padres que velaron por nosotros, para entender mejor la razón de nuestra existencia, para captar lo esencial y entender lo que es superfluo.

Hoy, a mis setenta y pico años, después del recorrido junto a ti, llego a la conclusión que la vida es un dar patadas al balón y un sacarse la espina que llevas dentro. Y, sin embargo, ¡qué corta es la vida!, padre.

 

Félix Carreto.

La Zarza de Pumareda, 31 de marzo de 2022.  día 780 de pandemia.

 

 

09 abril 2022

HA LLEGADO EL CUCO

 

                                             


“¿Ya estamos todos? El que no esté colocado, que se coloque…” Algo así dijo el alcalde de Madrid, un tal Tierno Galván, al asistir a un concierto, supongo roquero en aquellos años de los ochenta de la “movida madrileña”, de droga , chute y viva la Pepa, de gente envenenada por el aceite de colza, y  otra parte enviada  al otro barrio por la maldita heroína. Eran los ochenta.

Bueno, pues lo mismo me he preguntado yo esta mañana de 8 de abril, pero no aludiendo a colocarse con ningún tipo de estupefaciente o del  alcohol de la “marcha libertina”, no, yo me refiero a la borrachera de placeres que la madre naturaleza comienza a brindarnos cada año por estas fechas, finalizando, más o menos, con la marcha del cuco tramposo,  por San Pedro, o sea cuando cierra junio. 

Esta mañana me he dado una placentera caminata por los caminos de mi pueblo, viendo un tractor arando por aquí (acosado por milanos en pos de alimento, lombrices, ratones o lo que salga), vacas sesteando, la panza llena (les he cantado mientras me miraban embobadas), apenas agua en los regatos, el campo verde hierba y maraojo, un cielo ventoso y gris y  escobas con flor blanca bailando al son del viento y, cómo no, el canto del cuco que ya llegó. Cu- cú, le digo. Cu- cú, me responde. Ya somos dos, le digo. Más adelante me saluda otro, y más lejos, otro.

Echo cuentas y me digo que la cigüeña llegó por san Blas, el 3 de febrero. También he visto con inmensa alegría, esta mañana, sobrevolar por encima de mi cabeza golondrinas, las que le quitaron las espinas a la corona del  Cristo en la cruz, decía mi abuela, que algo sabía de espinas y quebrantos. Ahora el cuco, el que pone el huevo en casa ajena y se larga como si hubiera hecho una gracia. El ruiseñor, solo han llegado tres o cuatro, porque conozco sus asentamientos. Los otros están en camino, tal vez algo remisos por este tiempo hosco de bombas que retumban en la noche de los tiempos, pero no tardarán, porque la naturaleza funciona como un reloj, marcando unos tiempos muy precisos que no conviene alterar.

 Ya están aquí estas aves que emigraron hacia el sur, hacia el África espoliada por la usura del primer mundo, para huir del invierno, otras van llegando sin prisa, porque las prisas son malas consejeras. Las flores van cumpliendo con su ciclo, haga el tiempo que haga, como nosotros, sin darnos cuenta; los robles, los chopos y fresnos comienzan a teñirse de un tímido verde encendido. Todo apunta hacia el cielo; las hojas primerizas en las ramas, la hierba, las flores, todo mira  hacia el universo que nos cobija, porque la vida es alzar el vuelo, lo más alto posible para huir de los depredadores rastreros, porque nuestro universo terráqueo se compone de aves que lanzan su trino al viento para seguir con esperanza renovada, y de buitres carroñeros insaciables; estos no emigran, fieles a  su condición.

Así que ya estamos todos, o casi todos; los que anidan sus sueños en nidos acolchados para perpetuar la especie, los que escuchamos su hermoso canto esperando que la primavera sea eterna,  también los que deambulan  sin enterarse que todo es efímero y que el paraíso está aquí, a nuestro alcance, y no en extraños lugares de neones arrabaleros o de playas untuosas de espejismos candentes.

¡Ha llegado el cuco! Nos aguarda en la arboleda, Santiago. Cu-cú, cu-cú.

“Esperaaaaa, que ya llego”.

29 enero 2022

QUE SE NOS VA ENERO, JUAN.



Levántate, Juan, que se nos va enero, que ya cantó el gallo de la Piluca. Ya sé que solo oyes lo que te interesa, camastrón. No querrás que salte por encima de ti para levantarme, que para otras cosas bien que me quieres arrinconada contra la pared, así que salta de la cama. Ve haciendo la lumbre que en seguida preparo el desayuno para los críos. Menos mal que a la Piluca le gusta criar gallos, y buen servicio que me hacen, porque las campanadas del torreón solo se escuchan según la dirección del aire, y se ve que esta mañana está de arriba, por lo que me huelo una buena helada, un día de tapabocas.

Me viene a la mente el tiempo que estuve sin escuchar el gallo de la Piluca. Lloraba como una Magdalena  cuando se lo robaron forzando la puerta del gallinero, porque desde que murió el su José, a sus años, la pobre, el corral y sus gallinas son su vida y consuelo. Recuerdo cuando me dijo la Priscila,” mira, Felisa, no se lo digas a nadie, y menos a la Piluca, pero cuantos quebraderos de cabeza me dio aquel gallo que guisé para los quintos. Uno me decía que era de su abuela, otro que lo habían comprado, pero nada me cuadraba, y en seguida pensé en la Piluca”.  La Priscila que es más astuta que una zorra, y que tiene más espolones que un gallo al mando de su cantina, porque el su Zacarías es un pobre culeras, ya te lo digo yo, y solo le vale para cuidar el rebaño de ovejas, pues bien puede darle las gracias a ella que saca el negocio pa lante, te decía Juan, que la Priscila dio en el clavo con lo del gallo, no se dejó engañar, y menos mal, por lo de los guardias.

Ahora me entra la risa, porque veo a la Priscila yendo de la cocina al cuarto donde los mozos comían el gallo, bebían vino y gozaban a la salud de la Piluca, y la Priscila temblando cuando vio llegar a la pareja de la guardia civil con sus bicicletas, y al entrar en la tasca, como hacía frio, se fueron directos a la cocina donde, por costumbre, la Priscila les ponía el café de puchero, y ella: entren, entren, caliéntense, qué día más canalla, ¿verdad?, este frio solo es bueno para encallar las carnes de la matanza, y hablando alto, la muy cuca, para tapar el ruido que hacían los mozos, según me dijo, porque el jolgorio, aunque tenía las puertas del cuarto y de la cocina cerradas, le  llegaba por estar la salita pegando a la cocina, y ella, mientras engatusaba a los guardias, poniéndoles las sillas cerca de la lumbre, les dijo que iba a por el azúcar y se presentó donde los mozos y les dijo —parece que la estoy viendo, Juan, con ese aire tan suyo de comedianta llorona: “ callar que la guardia civil está en la cocina”. Y al parecer los mozos sí obedecieron, por la cuenta que les traía. Cuantos secretos no tendrá en su buchaca, porque bien sabemos que para criar a tantos hijos hay que ser más astuta que la zorra y más discreta que una santa. Pero mira, ahí la tienes, engatusando a los guardias con su café de puchero, lo mismo que al Toribio que se cree que porque esté jubilado y con buenas perras la va a camelar y tocarle el culo, pero ella los torea a los cuatro de siempre con su café de puchero en la cocina, les cuenta cuatro historias, muchas mentiras y algún secreto que son enredos suyos, y siempre con su “ me han dicho, dicen que fulano, ¿será verdad lo que me han dicho en esta cocina?”, pero nunca dice quien ha dicho. Eso es una mujer sabia, Juan.

Anda, levántate que se nos va enero.

Hace cuatro días fue san Sebastián, por san Sebastián una hora más, dice el refrán, otros dicen que por san Blas. Ya he oído el rebuzno del burro del Castoro, que reclama su ración de cebada antes de las ocho. A mí los animales me dan la hora, pero a ti te da igual que cante el gallo de la Piluca, que rebuzne el burro del Castoro, que ladre el perro del cabrero cuando va al corral, eres un camastrón, no hay quien te cambie. Orgulloso puedes estar de haberte casado conmigo porque con la Petronila, con la que fuiste novio, mira como domina al su Manuel, como a un corderito, claro que a él, como siempre tiene una pinta de más, le da igual Juana que su hermana. Bien que te riñó el otro día la Petronila por haber ayudado a Manuel a bajar de la mula. “Déjalo que se descalabre de una vez, así dejo de padecer”, te decía, y yo hubiera dicho lo mismo, porque si era  incapaz de bajar de la mula es porque ya había bebido lo suyo en la bodega de Aldeadávila con el Miñambres, el vinatero. Dos damajuanas le duran dieciséis días, lo tengo controlado. Así tiene de desatendido el ganado y las fincas, y hace los surcos torcidos, que si no fuera por la mula que sabe más que él y tira recto del arado, aquello sería la risión y el acabose, un carcamal es lo que es.

Levántate, Juan, que se nos va enero.

La que ha tenido suerte con su marido es la cursi de Andrea. Iba para vestir santos, pero su madre acertó al endiñarle al Carlitos. No me dirás que no es mariquita, todos los peluqueros lo son, bueno, todos no, pero casi. Es la profesión que lo requiere, porque tocar y tocar, ahora la orejita, luego las patillas, después recortando las cejas, y el bigote, y toque va y toque viene en el pescuezo, y en el hombro, con mucho disimulo, y las tijeras tiqui, tiqui, tiqui, ese sonido de mariquita, no me digas que no, Juan. Mucho me reí el día de su boda. Claro, eso le pasó por querer unos pantalones tan ceñidos, bien ajustaditos al culito, no me digas que no Juan. Estaba cantado que al agacharse para atar los zapatos pasara lo que pasó, la racha del culo se abrió y en la puerta de la calle, los mirones y los chavales riéndose hasta llorar. Qué apuro para su madre, tan orgullosa, la novia vestida de blanco, el tamborilero tocando en la calle, los chavales esperando el cortejo, dos gallos enzarzados escarbando en la tierra de la calle, peleándose y  levantando polvo, y el padre de la novia con una hoz que entregó a los muchachos para que les cortara el pescuezo a los gallos alborotadores, la madre de Carlitos pidiendo una aguja  a la vecina, porque no encontraba la suya, para coser los pantalones que dejaban ver los calzoncillos que,  según la Agustina, que está en todas, dijo que no eran nuevos. Qué apuros, por eso siempre me gustaste tú, porque eres flaco, pero con nervio, y te gusta la ropa amplia, o sea que de mariquita nada, no te rías. No me dirás que no se le nota cuando camina, con esos pasitos cortos tiqui, tiqui, tiqui, como con las tijeras, no será mañana que le venga un hijo, porque ella, beata como es, seguro que se pasó la noche de bodas rezando ,con el rosario entre las manos, en lugar de tenerlas ocupadas en otros menesteres, como hice yo ¿o no te acuerdas ya cuando me decías “así ,así, Felisa” no te rías, que bien  generosa que he sido en estos asuntos de entre sábanas, bien lo sabes, que no solo hay que pedir, Juan, que también hay que dar, como buenos cristianos, métetelo en la chinostra, otra palabreja que no le gusta a la del mariquita “ se dice cabeza”, la cosa es presumir y creerse superior, la cursi.

Levántate Juan, que se nos va enero.

Luego mando a Marcelino a la tienda para que te compre las hojas de afeitar Palmera Oro acanalada, de las que te gustan, aunque son algo más caras, una siempre quiere lo mejor pa su marido, y bien poco me lo agradeces, y que le llene el frasco de la brillantina que tanto te gusta, no te quejarás de como gestiono las cuatro perras que ganamos con el ganado. Los corderos que vendimos por Navidad dicen que los mandan pa San Sebastian, y Bilbao, cuidado que come esa gente, pero nos los pagaron bien, no como el tratante de hace tres años que estafó a todos del pueblo y se fue de rositas sin pagar , y dicen que es insolvente y no paga, pero le ha abierto cuatro tiendas a los hijos, no hay ley ni justicia, no me digas lo contrario, Juan, que tu con tal de que te dé todo hecho  esta, la Felisa, sí, lo demás no te interesa. Sabes que dentro de cuatro días es el cumpleaños de Marcelino, quien lo diría, diez años ya, mi niño, y no olvides que iba de dos meses embarazada de él cuando nos casamos, sí, diez años, echa cuentas, nació en 1947 y estamos a enero del 57, como pasa el tiempo. No olvides de llevar las rejas del arado a la fragua para que le saque temple y las aguce, que pronto tienes que aricar las tierras de trigo, que una está en todas, Juan, otra mujer no se ocuparía de eso, bien lo sabes. No salgo aun de mi asombro por la astucia de la Dominga. Cuando la otra mañana la oí cantar a primera hora, así con una voz empañada y no de leche merengada que es la suya propia, me dije, ¡tate!, Felisa, ya ha empinado el codo otra vez. Y su marido, que es un calzonazos, diciéndole al Andrés, que no le venda vino, pero él defiende el negocio de su cantina, claro, como vive al lado, en un pispas llena la botella, la mete bajo el refajo y nadie se entera, y su marido loco, busca que te busca la botella, ni rastro en la casa. Nadie podía imaginar donde la escondía hasta que con las lluvias, se atascó la cuneta junto a su casa, y al mirar debajo de la piedra que cubre la alcantarilla para  entrar en casa dieron con el escondite, qué vergüenza, Juan, y tu reprochándome porque en estas mañanas frías de enero me tomo una copita de anís del Mono, solo una copita, Juan,  para entrar en calor, porque si no, ya me dirás con qué ganas anda una toda engarañada en la cocina, “engarañada no se dice, sino aterida”, me suelta la cursi esa, la del mariquita, de dónde sacará esas palabritas que nadie usa en esta aldea,” aterida”, qué cursi, la cosa es presumir,  pero, en fin, así es la vida. Muévete, camastrón, no querrás que salte por encima de ti.

Anda, levántate, Juan, que se nos va enero.

Félix Carreto

La Zarza de Pumareda 26 de enero de 2021