04 octubre 2020

recordando mi primo Adolfo

 


En el día de hoy, 4 de octubre, he quiero recordar a mi primo Adolfo, y qué mejor manera de recordarlo que subiendo a mi blog este magnífico relato suyo evocando a su primo Francisco, uno de los nuestros, con el que es grato conversar.

 

  Francisco, el de Asís (4 de octubre)

 


Autor: Adolfo Carreto 

 

 

 

 

A San Francisco de Asís es preferible llamarlo Francisco, a secas, pues pasó por la vida como Francisco y como Francisco ha permanecido. Siempre tengo la tentación de acercar a los santos todo lo que puedo y, como excusa, acudo a mi árbol genealógico y siempre encuentro a alguien inidentificable. En esta ocasión, a Francisco, mi primo.

Francisco no es franciscano, pero casi. Francisco es adusto, de solamente palabra necesaria, hombre de muchos caminos de labranza, hombre de muchos chubascos encima, hombre de muchos quebrantos en el cuerpo, posiblemente hombre de muchas soledades calladas. Francisco quedó huérfano de madre cuando la madre es más necesaria, y yo también quedé huérfano con él, porque mi tía, Auxilio, era la santa madre auxiliadora que tenía manos para todos los remedios, que tenía sonrisa para todos los pesares, que tenía gracia cuando era necesaria, y que hasta tenía letras cuando, en aquella época y en el pueblo, eran escasas las letras. De mi tía puedo hablar mucho, pues muchas fueron las conversaciones en poco tiempo y mucho lo que me dejó, cuando se fue.

Mi primo es una especie de reencarnación puebleril de Francisco, el de Asís, en eso del amor por los animales, en eso de transitar por el campo, en eso de tender la mano aunque no se la pidan, en eso de abrazarte austeramente cada vez que nos vemos, que es de tiempo en tiempo. Siempre que veo a mi primo pienso en Francisco de Asís, y juro que no sé por qué. Algo hay en la cara de ambos identificable. Quizá esa seriedad de campo que no se desprende de la alegría. Quizá ese estar apegados a las raíces que son las que aseguran. Quizá ese mirar siempre hacia el horizonte, consiguiendo lo que saben que allí está.

No quiero retazos de la vida de Francisco de Asís porque, si hay vida de santo conocida, es la de este asombroso hombre de Dios y de sus hermanos los hombres, a quienes siempre llamó hermanos. De milagros, todos los que se nos ocurran. De visionario, todas las visiones, esas que también contempla mi primo por los caminos de Humareda, arreando rebaños de ovejas, aventando la simiente sobre los surcos, tanteando el fruto de los árboles, cargando los corderillos sobre el hombro, mirando a las campanas de la espadaña de la iglesia cuando suenan, así se esté campo afuera, lejos del poblado.

Dicen que Francisco, el de Asís, es un santo pinturero. Alegre, pienso, sí; pinturero no tanto. De ahí la elección del sayal pardo como transeúnte impertérrito, como mendicante natural, como hombre de paso. Para el pueblo todos los milagros habidos y por haber, para mí sólo uno, la fundación de los franciscanos. Igual que los milagros de mi primo, que son muchos en el entorno de su campo; para mí el más importante es el de su familia, quizá por lo que me toca.

A San Francisco le han dedicado su pincel todos los pintores que se precien. Y es que este hombre de contextura campesina da para todos los pinceles, para todas las imaginaciones, para todos los colores, para todas las visiones, para todos los encantos y para ningún desencanto. Se trata de un santo de andar por los caminos, que son los que a mí me gustan, quizá por aquello de recordar los caminos transitados al lado de mi primo Francisco cuando teníamos edad para subir a los árboles y trepar hasta donde las oropéndolas colgaban su nido