26 agosto 2019

Elcoche de línea o el mundo ambulante

                           
Como el de la foto era el coche de línea de mi infancia. En el cabía todo: maletas atadas con cuerdas, paquetes de toda índole, las sacas de Correos, cestas de mimbre, talegos con cacharros o productos de la tierra, damajuanas de vino o aceite, algún pellejo de vino, algún manojo de gallinas atadas, todo en la baca a la que se accedía por la escalerilla de atrás.
Su recorrido era de unos treinta y cinco kilómetros hasta llegar a Vitigudino y después volvía a Aldeadávila de la Ribera, donde dormía. Era un Chevrolet  vetusto y renqueante pero fiel como un asno porque nunca te dejaba tirado. Al lado del chofer, colgaba un letrero que rezaba” Prohibido hablar con el chofer y escupir en el suelo”. Pensé que escupir hacia el techo era arriesgado y  nadie lo haría.
Un año, el día de san Felipe, en mayo, fiesta de Barruecopardo, (los bordes de la carretera salpicados de tomillos morados y olorosos), el autobús venía casi lleno de Aldeadávila y en mi pueblo se completó.  Hubo mozos que se quedaron sin sitio y también querían ir. “Pues subiros a la baca”, les propuso el chófer creyendo que no se atreverían. Pero los mozos, una veintena, subieron. “Allá vosotros si os caeis”. Los mozos rieron.Así que lleno a rebosar dentro, incluso de pie en el pasillo, el autobús emprendió su marcha, cansino  como un burro cargado de pellejos. “A dos kilómetros, en la cuesta de la Berzosa, un repecho de unos cincuenta metros, “el autobús empezó a cagarse”, me decía Emiliano al contar la aventura. “El autobús dijo: “ya no puedo más”. Así que bajamos de la baca y le dijimos al chofer: “Si él no nos puede llevar, lo llevamos nosotros a él”. Lo empujamos entre todos unos treinta metros y ya, en el llano, volvimos a subir y así llegamos a la fiesta con ganas de comer cabrito asado y empinar la bota de vino”.
El coche de línea era plaza; era tasca; era procesión; era confesionario; era salón de terapia; era el pregón del alguacil; era la vida de todos los presentes y ausentes. Porque allí dentro, mientras se bamboleaba, se daba cuenta de todo cuanto acontecía en los pueblos del contorno, se daba cuenta del  presente, del  pasado y futuro.
Era sobre todo los martes, día de mercado en Vitigudino, cuando acudían a esta localidad viajeros de todos los pueblos del contorno. Y era sobre todo al regreso cuando en el habitáculo se desempolvaban los secretos de alcoba o, gracias al vino, y coñac en invierno, se saldaban cuentas y reproches enconados, en plan amistoso, con una palmadita en el hombro para reforzar la amistad cuando estaba algo maltrecha: “Olvidemos aquello, Jeremías, a veces uno comete errores”, y todo volvía a la normalidad.
      —Te he visto, Gervasio, apipándote  de sardas en vinagre en el bar del Modesto—comentaba uno barrigudo con voz aguardentosa.
      —Y yo a ti, granuja de Serapio, arrimándote con disimulo a la Antonia del Bernardo. Y ambos reían a carcajadas dejando un rastro acre en el aliento como de vino, cebolla y aceitunas en remojo. Otro alto y flaco que iba de pie en el pasillo con chaleco, sombrero y cayada en la mano, entró en conversación.
      —¿Sabes, Gervasio, que murió Facunda "la Pirulina" la del Anastasio? —dijo el Serapio.
     —¿La de Mieza?
      —Sí, pues cual iba a ser, si no.
     —Es que no he vuelto a ese pueblo y no estoy al corriente de lo que pasa, ya viajo poco, uno  va ya pa viejo, y  le dio unos golpecitos en la barriga: “A ver si zampas menos que si no te va a dar también un jamacuco como a la Facunda”.
     —La pobre andaba delicada, se comenta que desde que marcharon sus dos hijas a trabajar a Barcelona, él la agobiaba, dicen que  la zurcía de vez en cuando, sobre todo cuando bebía unos chatos de más.
     —Y parecía un santurrón el Anastasio. Me da pena de él.
     —¡¿Pena?! —intervino el otro—. A mi ninguna. Las hijas vinieron al entierro y se marcharon, no quieren saber nada de él.
     —Hombre, Gervasio,  ahora se queda solo con su burra, tiene que hacerse la comida y sus cosas, no te da un poco… 
     —Pues allá se las componga él con su burra, que la meta en la cama —intervino Secundino—, porque ya sabes: después de burro muerto, la cebada al rabo.
      El ambiente se iba saturando de olor a tasca, predominando el humo de los puros y el vaho a alcohol, también los efluvios corporales comenzaban a neutralizar el olor a colonia de las dos o tres señoras que orgullosas lucían su permanente y peinados pomposos recién salidos de la peluquería.
    Y así cada martes, día de mercado, iba desfilando en el autobús el día a día de todos, recordando también a los que se iban de este mundo, y así fue discurriendo, como agua de manantial sobre la roca, el día a día  de cuantos encontraban en ese viaje el aliciente para aferrarse a los tiempos de posguerra, de pan escaso, de misa y procesión, de sueños y esperanzas.
Por mi parte, me sigo viendo enganchado  con Juanito y Evaristo a las escalerillas, en la parte de atrás, después de arrancar, llevados por nuestro coche de línea doscientos metros hasta que las piernas no daban para más y habíamos de soltarnos dándole un empujón para no caer de bruces.
      Ahora que ha pasado más de medio siglo, me rio complacido de  aquellas peripecias y otras que  fueron alimentando nuestra alma de chavales de pueblo.
      Como dijo el artesano de “Cien años de soledad”: “Vivir para contarla”.
      

 

 

04 agosto 2019

La "tía Chilila"


                   
Así la llamábamos allá por los años cincuenta  en mi pueblo, a esta mujer que vivía de la mendicidad. Era una vecina más durante su estancia, vecina por aquello de que se instalaba con su esposo o pareja y sus tres hijos en un cobertizo que le facilitaba un vecino, labrador humilde. Al menos no se mojaban y dormían bajo techo, rodeados de escobas para la lumbre y del perro del dueño del corral que buscaba refugio bajo las escobas y tal vez daba calor a la susodicha familia.
A su marido lo llamaban “Catracas”, tal vez porque usaba unas botas sin cordones, que sujetaba como buenamente podía, botas de cuero vencido, derrengadas y más grandes que sus pies.
Él era un hombre severo, feo, de cara torcida y labios carnosos y sobados por la saliva que rezumaba, de aspecto cincuentón, más por su indumentaria maltrecha, su boina mugrienta, picada por la miseria, uñas largas y negras y barba de varios días, que por su edad real, sin duda mucho más joven.
En mi mente quedó grabada la imagen que era también sonido, cuando se quitaba el cinto y lo hacía restallar en el aire amenazando a su hijo de unos siete años, vestido con los andrajos de la miseria y los mocos a raudales, porque además era invierno y hacía un frío de mil diablos, y entonces el zumbido de la correa sonaba seguido de la amenaza: “¡Anda p´ahí a pedir, lagumán!”, y el chaval, cabizbajo, llamaba a una puerta cualquiera pidiendo limosna.
La tía “Chilila”, cocinaba con algo de manteca que le daba el dueño del corral al que “Catracas” ayudaba en alguna tarea, cortando leña o ayudándole a uncir las vacas al carro. Él nunca mendigaba, eso se lo asignaba a su mujer, al hijo y una niña de unos cuatro o cinco años.
Su estancia podía durar quince días o un mes y nos visitaban sobre todo en invierno. “Ya han llegado los “Chililes”, decíamos al verlos. Palabra que asociábamos a mendigos, pero mendigos que permanecían unos días o semanas en el lugar, no mendigos de paso.
La otra imagen que llevo dentro es la de la tía “Chilila”, menudita ella, vestida de pies a cabeza de negro antes de tiempo, el negro de la negrura de haber nacido en el desamparo, en tiempo de posguerra, la negrura de ser la esposa de un hombre autoritario, que cargaba el peso de la supervivencia sobre ella, cargándola además del peso de los embarazos.
Ella se echaba al niño que amamantaba, ya talludito, a la espalda, en una especie de bolsa de trozos de saco de esparto donde el niño se acomodaba como las crías de canguro en su bolsa. Cuando el niño lloraba, ella sabía el porqué, sacaba de su lecho la teta que de tanto sacarla y meterla se estirada como un chicle y con ella estirada y el pezón en el hombro, el niño se enganchaba para chupar la leche materna que eran los rebojos del pan de la mendicidad convertidos en leche. Y la tía “Chilila”,medio desdentada, nos sonreía, cuando nosotros, los chavales, señalábamos con el dedo la argucia del niño y la teta estirada mientras ella caminaba, “una limosna, por favor”, y la metía en una bolsa  atada a su cintura, y cuando llegaba a casa del cura, este, a través de su criada, le entregaba una estampita de la Virgen de la Peña: “Para que la proteja el Señor, rece usted, que no solo de pan vive el hombre”. Era un sacerdote rezongón, que tenía su particular interpretación del cristianismo, porque de todo había y hay en la viña del Señor.
 Llovía, nevaba, y el niño
De la teta chupaba.
Llovía, nevaba, y al niño
Su espalda arropaba.
De negro su ropa
Dorada su alma
Eran lágrimas  de leche
Que su madre le daba.
Que al paso de los días y  de los años, el que mueve los designios del universo, nos proteja aquí abajo de los corazones de piedra para desterrar para siempre situaciones como la que sufrió la tía “Chilila”.
Amén.
Félix Carreto.