08 febrero 2013

El pueblo que llevo dentro



Yo soy de pueblo  y con él voy, porque su luz vi por primera vez.
Luz joven que crecía conmigo  y descubrí que su luminosidad se asemejaba también a mi estado de ánimo, o al revés: luz  plomiza o tamizada de tarde otoñal, o rosada de atardecer, o gris perla, o  luz en abril de hierba infantil. Luz  radiante y añil el día de mi Primea Comunión, divina luz del  jueves de la Ascensión; luz  de mayo de cereal verde plateado, mecido por la brisa al son  incansable del cuco; luz  dorada de mies madura de espiga rendida y de rastrojo vahído en  julio y  agosto. Luz gris plateada de nieve antes de caer, de halito soñoliento de paz; luz que maduró conmigo.
Luz de mi pueblo zarceño.
Luz.

Yo soy de pueblo y con él voy, desde que lo descubrí con mis primeros pasos, andando por su campo entre prados y tesos, entre regatos de agua cantarina y remansos espumosos, entre  peñas preñadas que levantaron el  campanario, y entre escobas siempre verdes y de olor agrio; campo de  robles rechonchos y corteza áspera, y  de álamos tiesos de sombra alargada y tupidas ramas, cobijo de aves y,  siempre, con ese donaire tan castellano apuntando al cielo; campo de espinos vestidos de blanco por Pascua Florida, que en mi alma llevo y sigo añorando.
Campo de mi pueblo zarceño. 
Campo.

Yo soy de pueblo y con él voy desde que la primera leche, la materna, cuyo sabor guardo en mi mente, espoleó el apetito de otros sabores que vinieron después: el sabor del pan de trigo, fruto del arado, el sudor y el mimo del labrador; el exquisito sabor del cordero y del cabrito de nuestra tierra, y el de los peces, sardas y cangrejos de nuestro río, y qué decir de las perdices ,conejos y liebres abundantes antaño, y cómo olvidar los embutidos y el guiso del día de la matanza, y cuando en mayo comenzaban a madurar las cerezas, y las guindas ,y después los melocotones  que en algunos casos acababan en un barreño de vino en suculenta sangría para mayor placer de los mozos. Sabores de mi pueblo que siguen llevándome por los senderos de la niñez, sacudiendo las ramas de los almendros y nogales, consentidos unas veces, furtivas otras, y cuyos frutos tenían el  sabor incomparable de lo prohibido. Sabores  de los frutos de verano; manzanas  y peras jugosas, ciruelas claudias, sandias para combatir el calor, melones perfumados, y uvas que regaban el gañote, y membrillos  que antes de comerlos adornaron el techo del comedor y perfumaban las casas, sabores que solo el pensar en ellos se me hace la boca agua.
Sabores de mi pueblo zarceño.
Sabores. 

Yo soy de pueblo y con él voy, desde que me alumbró su luz y me empapé de sus aromas.
Aromas del campo y del pueblo, a veces juntos, a veces separados, pero siempre cómplices en el destino incierto.
Olores del ganado atravesando las calles terrosas, de boñiga y cagajón,  y de cagalitas que la lluvia y el viento arrastró a la cuneta, alimento de claveles en los  balcones  rosados  por San Lorenzo.
Olor  a cabra y oveja, de requesón tierno, y queso fresco.
Olor a cerdo de pata negra, de sabroso jamón colgado en el techo de la cocina
Olor a chubasco primaveral  rociando prados y  flores, destilando  de mil fragancias el plácido viento.
Olor a paja de la era, y a melón que bajo la cama encontraba aposento, olor a huerto.
Olor a lila y a rosas, en cualquier huerto, y a tomillo y romero en cualquier sendero.
Olor estimulante a tierra mojada que traía el viento, refrescando el ambiente tórrido cuando la tormenta se acercaba al pueblo, y nos amenazaba, sin embargo, con sus rayos y truenos.
Olor a Semana Santa dentro del templo; olor a cera de velas y cirios chisporroteando serenos, olor a  naftalina que destilaban la capas de los cofrades, y de  las toquillas aireadas para tal evento; aroma del  confesionario que era el aroma de todos, porque por allí pasamos todos, peaje previo para ganarse el cielo; aroma de  discreto perfume  femenino que cubría el velo, aroma dulzón de incienso que lo envolvía todo en nuestro templo.
Olor a goma, suela, pez y cuero, que era el aroma del zapatero.
Olor a vino y tabaco, aceitunas en tomillo y boquerones en vinagre, que era el olor del tabernero.
Olor a carne, lana y sebo que era el olor del carnicero.
Olor a yerro quemado, hollín, carbón y fuego, olor del herrero
Olor a pan reciente, aroma de mi abuelo, panadero.
Olor a tienda que eran todos los aromas  juntos: del café de achicoria, del aceite de oliva a granel, del escabeche en barril, y del pimentón en el saco, y del bacalao cortado en la guillotina, y del racimo de embutidos colgados del techo, y de las naranjas de sangre de toro ,tan ricas, y de la colonia a granel que vertía la probeta en el frasco, y del olor a goma de las botas Katiuskas, y del intenso olor a esparto de las sogas y cordeles, de las alpargatas, y de los sombreros de paja. 
Y en la escuela, ¡¿qué  voy a decir de la escuela?! Si allí estábamos todos: el hijo del tendero, del herrero, del carnicero, del zapatero, del tabernero…todos conformábamos el aroma de nuestro pueblo en aquella sala con el piso de tarima chirriante de pino añejo , aroma de tinta y libros viejos, y el olor que añadía el pitillo del maestro al dar una calada, después de liarlo entre sus dedos.
Y para aroma el del río de mi pueblo, olor a musgo, hojarasca, roble y escoba mojada en invierno; olor a hierba fresca trufada de mil fragancias por Pascua Florida y, sobre todo, el intenso olor en verano donde los caozos rezumaban aquel olor penetrante a  pescado fresco que conferían los peces, ranas, tortugas y cangrejos, aunque también entonces las chirlas y mejillones que desaparecieron, tomaban el sol en la arena. Aquellos pobladores del río durante el estío nos regalaban aquel aroma único saboreado incluso cuando nos metíamos en el agua a refrescar el cuerpo, aromas que si respiro profundo los siento de nuevo. 
Aromas que impregnaron mi cuerpo y que en mi mente llevo como imborrable recuerdo.
Aromas y olores de mi pueblo zarceño.
Aromas.

Yo soy de pueblo y con él voy, desde que sentí el pecho materno, y ese primer contacto me llevó a descubrir otros y a descubrir los placeres del tacto como algo inherente a la vida. Y este sentido lo guardo con especial recuerdo desde la escuela de párvulos cuando doña Patrocinio, la maestra, que era una santa, nos hacia entrar agarrados de la mano. Y agarrados de la mano años más tarde formábamos la cadena humana  jugando al marro antes de entrar en “la escuela grande.” Caminar de la mano de la abuela y sentir sus tiernos besos  mientras recibía  de mí los  más frescos. Contactos cabalgando al lomo de la yegua, y de la ubre al ordeñar cabras, vacas y sobre todo ovejas, y del apretón de manos del saludo fraterno. Contacto perfumado y fresco el que sentía mi mano en la cintura vibrante como requesón fresco de la pareja de baile en los primeros compases, piel con piel, sueño con  sueño, cuerpo a cuerpo, separado por la distancia que ella marcaba y que la censura católica, ¡cómo no,! vigilaba con celo. Contacto renovados con la siguiente pareja, mano izquierda entrelazada con la suya y la derecha palpando su cintura, recibiendo las vibraciones que nunca engañan y el temblor de su cuerpo fresco, en cada paso del vals que se iba desvaneciendo. Contactos que cerraban la etapa de la adolescencia y abrían otra para disfrutar de otros valses nuevos. Contactos que  llevo en mis manos y recorren mi cuerpo y que albergaron tantos sueños. Contactos del beso y del abrazo con la gente buena que siempre recuerdo y que sigo queriendo.
Contactos fraternos de mi pueblo zarceño.
Contactos.  

Yo soy de pueblo y con él  voy, desde que sus sonidos me despertaron cuando nací en invierno. Fue el sonido del viento el que me acunó a buen seguro, cuando azotaba el ventanuco junto a mi lecho. Y siguieron los sonidos de la lluvia chisporroteando y hostigando los cristales del ventanuco indefenso, y aquel ulular del viento lo escuchaba más tarde con delicia, ya fuera embistiendo contra la boca de la chimenea, ya  cimbreando los finos cables de la luz entre poste y poste.
Sonidos que me siguen como el tiempo cuando la campana del reloj marcaba la hora de la comida, y la de la entrada en la escuela, y llegaba a los oídos del campesino, lejos arando con su yunta, para anunciarle la hora del almuerzo, aunque no haya mejor reloj que un estómago esperando el pan y el queso.
Sonidos de las campanas anunciando la hora de la misa, y la llegada de un día festivo de tantos, y la hora del Ángelus que era el final del día para recogerse y esperar la misma o mejor fortuna el día siguiente .Campanas anunciando los gozos o las penas;  del día del bautizo, de la boda, y el camino silencioso del cementerio murmurando un padrenuestro.
Sonidos de  taberna, y del  vals del acordeón que se esfumaba por las ventanas del salón llamando al  baile.
-¿Bailamos, Cristina? No, estoy cansada, me dice. Me lo imaginaba…, le digo.
Sonidos cuando la alguacila soplaba el cornetín para  ganarse el sustento, pregonando a los cuatro vientos el discurrir de mi pueblo. Y aquel saludo genuino que escuchaba una mañana cruda de invierno, que más que un sonido era un abrazo en la palabra llena de sentimiento:” ¡Coño rapaz, qué frío hace! ”
Sonidos de cencerros, y del cuerno, y la bulla de los chavales durante la “Chocollá” cada anochecer en el mes de enero, bajo aquella luna Llena. Sonidos de cascabeles y esquilas que anunciaba el trasiego del ganado y culminaba así la  sinfonía de luz y color que nos regalaba nuestro  campo primaveral, donde el trino de las aves ponía el contrapunto suave de  aquella sinfonía fraternal.
Y así los perros ladraban de noche ahuyentando la zorra, y el gallo cantaba  llamando al alba, y el asno rebuznaba pidiendo su almuerzo, y el cordero balaba triscando de puro contento. 
Sonidos que fueron moldeando mis sentimientos, llenándome de alegría unos, y de tristeza otros, porque ese  era el equilibrio para disfrutar de la paz tan añorada que soñaba en silencio.  
Sonidos de la naturaleza en que vivía inmerso y que viajan conmigo como  exquisito alimento.
Sonidos de mi pueblo zarceño.
Sonidos.


De pueblo humilde vengo
Y al pueblo humilde voy
Del pueblo es lo que tengo
Y al pueblo se lo doy.
No pretendo riquezas
Me basta el haber nacido
En cuna de ruda madera
Con aroma de roble y pino.
Ese es todo mi linaje 
Y mi rancio abolengo
Y mi sobrio equipaje
Llegado el momento
Del último viaje.

Félix.