19 mayo 2018

La hora del ángelus


                            
 
 
 
 
 

                                                                                      

Con el Ángelus asomaba la noche y llamaba  a reconciliarse. Las campanas eran la voz de todos, un sonido más que familiar, un sonido adherido a la piel,  la prolongación diaria de uno mismo,  el palpitar sereno de un pueblo que daba por amortizado su esfuerzo y se recluía en su morada. El sonido se expandía por la calles, por los prados y llamaba a los rezagados, a quienes estiraban la jornada, a reconciliarse con los suyos que éramos todos.
     Las campanadas del Ángelus tenían ese efecto sedante: cuando hacía viento se apagaba con el sol, si era lluvia, parecía amainar, hasta el frío que penetraba los huesos se disipaba al calor de la lumbre mientras la sartén repicaba friendo una morcilla o un trozo de farinato, preludio del tránsito hacia la alcoba donde  por lo general, velaba el hogar, colgado en el muro, el cuadro de la Santa Cena.
     La hora del Ángelus era el crepúsculo, a menudo con unas pinceladas de rosa, gris, amarillo y rojo púrpura en el cielo. Era el ir y venir de las gentes en las calles de tierra para dejar todo bien recogido y asentado, para volver a empezar en el nuevo amanecer.

     Llevo en mi  el son de las campanas anunciando el Ángelus porque  su tañido, hoy mudo, son otras tantas escenas cotidianas que sellaron en  mi mente el ajetreo, el trasiego, la alegría o la tristeza, el lamento, la esperanza, la resignación, la ilusión, la lucha por la supervivencia, la  amistad, la solidaridad, la satisfacción del deber cumplido de las gentes que compartíamos el universo que nos identificaba como habitantes de un mismo lugar. Y un atardecer de tantos, al sonar las campanas,  mi tío Indalecio paraba la yagua “Jabonera” y se santiguaba, después volvía a lanzarla al galope hasta entrar en el pueblo, mientras yo dando botes a la grupa, agarrado con todas mis fuerzas a su cintura, disfrutaba de la velocidad cortando el viento en un atardecer de verano.
      En mi mente resuenan las palabras y comentarios de la Andrea o la María,  Ángela o  Milagros, Esperanza o  Socorro, o de la Salvadora, que eran nombres con un destino bien definido desde el bautizo, comentarios que hacían a modo de  saludo o despedida en su encuentro efímero en la calle: “Te dejo, Milagros, porque ya suena el Ángelus y tengo que preparar la cena”. “Hasta luego, Salvadora, que tengo que atender al mi Deogracias y a los niños…” Y en la calle olía a sardinas, o a sofrito y uno regresaba a casa bendecido a esa hora por  la paz que  flotaba en el aire.

     Y, ya, las cabras en la cuadra, la yegua despojada de la albarda, ordeñadas las ovejas, el gato ronroneando, los perros buscando aposento al abrigo de un cobertizo, colgados los aperos del labrador, las alforjas y la cayada del pastor  en un rincón de la entrada, las gallinas aposentadas en el palo del gallinero haciendo equilibrio sobre una pata,  ya, todo recobraba el lugar de su destino.
     La hora del Ángelus creció conmigo, y la llevé adonde fui, y en un crepúsculo parisino, o madrileño, o en cualquier lugar por donde pasé, resonó de nuevo en cada atardecer con el cielo pintado de colores que buscan la soledad en el silencio crepuscular.

    En el fondo de mi alma suenan cada crepúsculo las campanas del Ángelus, como dicen que suenan en el fondo del lago de Sanabria la noche de San Juan.
    El Ángelus era eso: un discurrir de la vida de principio a fin.

 

Félix Carreto.

La Zarza de Pumareda, 2010