19 diciembre 2012

La señora Maria





La señora María es mi vecina del tercero y último piso. Ya hace mucho tiempo que le dediqué en este blog algunos temas. Para recordarla, la señora María es viuda, de setenta y algún años y vive sola. Viste ropa oscura como las de antes, y es que la señora María es de las de antes. Sus ojos castaños siempre chispeantes lo ven todo, y lo calla casi todo menos lo que de verdad nos llena a cualquiera que es el afecto que siente por los demás, del cual me beneficio. Siempre está velando por el orden, el respeto y el buen funcionamiento de la comunidad de vecinos: Lava los cubos de basura cuando lo cree necesario, limpia un tramo de la escalera, gratis, por supuesto, en fin, es una señora como las de antes. No digo que ahora las señoras se desentiendan de todo, pero están más pendientes de la telenovela y el cotilleo, inmersas en el bombardeo de la publicidad, del nuevo modelo de tele o de móvil, del coche, de los seguros, de la cuenta a plazo fijo, y toda la parafernalia que nos asedia en aras a un mundo maravilloso. La señora María no posee nada de esos artilugios fantásticos, ni sueña con ellos, le basta un pequeñito televisor para ver lo que le interesa y ya está. No tiene teléfono fijo pero por asuntos de seguridad, su sobrina le ha regalado un móvil para que esté comunicada con el mundo.
-Señó Féli- me dice con su acento de Huelva cuando me llamó por su móvil- que los albañiles quieren arreglar algo de la escalera, junto a su puerta. “Estoy en el pueblo, le digo, pero en cinco días estoy ahí, dígaselo a los albañiles” .Así es la señora María.
Cuando le traigo algún fruto del huerto del pueblo; lechugas, tomates, me dice:” ¡No venga cargado para mi, hombre!”
Vive en un pisito que no llega a cuarenta metros cuadrados, y su mobiliario es sobrio. Sin embargo disfruta de una terracita de no más de tres metros cuadrados, pretejida de las miradas de vecinos, con vista por encima de los tejados colindantes. Es suficiente para tomar el sol, sobre todo en invierno.
-Puede venir a leer o lo que quiera en la terraza, me dice.
-Se lo agradezco, señora María.
-Señó Féli. ¿Me encantaría hacerle a su madre una bufanda, ¿cree que le gustaría?
Por supuesto que le gustaría.
-Además le puedo hacer también unos calcetines para dormir, que ahora en invierno se agradecen, añade.
Como usted quiera, pero que eso no le impida hacer sus cosas, le digo.
Se echa a reír y me dice que antes de que marche al pueblo por las Navidades estará todo listo.
Hace un par de días me dice: “venga que vea.” Subo a su casa y me enseña las prendas, colmada de felicidad:
¿Qué le parece? No es una obra de arte pero con esto estará calentita,
prosigue, describiendo con todo detalle con qué punto la ha tricotado, el tipo de lana y la forma que le ha dado.
Le hago una foto con las prendas para que la conozcan en mi pueblo, ¿no le parece?
-No, ¡por Dios! Con esta ropa se reirán de mí, exclama sonrojándose.
-Como quiera, usted manda, señora María. Pero sí me gustaría hacerle una foto donde solo se vea lo que ha hecho. No se le verá la cara, solo las manos.
-Bueno, dice con un punto de resignación.
La señora María no tiene ningún decorado navideño, nada de belenes. Ignoro si recibe alguna felicitaciónnavideña. Ella vive el día a día sin altibajos, disfrutando de los decorados de calles y escaparates que invitan a consumir para ser felices. Pero la señora María es como las de antes: gasta lo justo y es feliz con lo que tiene. Yo pienso que los gobiernos deberían garantizar una jubilación digna para todos, pero en especial para estas personas humildes que en su juventud trabajaron duro para que disfrutemos ahora del progreso.
Caigo en la cuenta de que la señora María no tiene ningún decorado que alumbre este tiempo navideño, porque no lo necesita. Y no lo necesita porque el espíritu navideño, o sea, La Navidad, es ella, y con eso basta.
“¡Ya verá que calentita va a estar su madre con la bufanda y los calcetines!”
¡Que la Providencia la proteja!, señora María.
 Félix.

                                         ¡ FELIZ   NAVIDAD!





12 diciembre 2012

El leño que lloraba.




Era un leño de tantos apilados en la lumbre, que ardía y ardía.
Era un leño verde, aún con vida.
Eran los años cincuenta.
Aquella mañana comenzaban a caer unos copos ralos de nieve y mi madre, como cada día, apiló la leña en la chimenea para preparar el desayuno. En la parte inferior, escoba seca a modo de yesca, encima palitroques secos y sobre estos, palos más gruesos, unos secos y otros aún verdes, y entre ellos papeles de periódico para avivar la llama.
Prendida la escoba, la llama irrumpió con fuerza entre los intersticios y alcanzó los leños verdes. Estos se resistían a sucumbir al fuego pero mi madre sopló con el fuelle hasta que la llama hizo mella y la leña verde comenzó a arder, aunque lentamente. En la boca de la chimenea, el humo expulsaba los copos de nieve aventureros que, transformados en vapor, seguían un nuevo rumbo. Las brasas se amontonaban en el suelo y mi madre arrimó el puchero de barro con agua para el café.
Permanecí un rato observando un tronco verde cuya llama partía del centro y se extendía irremisiblemente hacia los extremos. La savia que aún contenía escapaba de la quema, nunca mejor dicho, hacia el extremo. Pero la llama avanzaba sin piedad y el líquido de este leño con vida escapaba hacia la punta, y allí vomitaba espuma como el toro que agoniza en la plaza. Y la llama avanzó, y tras la espuma, el líquido acosado hasta su último reducto se transformó en gotas que, como lagrimones escurridizos se precipitaron al vacío.
Otra parte del líquido encontró otra escapatoria al transformarse en vapor y huir chimenea arriba.
Yo seguía el expiar lento pero irremisible del leño, y me daban ganas de apagar al fuego para que no sufriera, pero luego pensé que tendría que apagar varios y me quedaría sin desayunar. “Y qué culpa tiene el leño de sufrir, me dije, será que la vida es también eso.”Me resistía a admitirlo mientras la llama estaba ya a punto de alcanzar el último trozo con vida; y el palo lloraba casi en silencio, y el gemido se hacía cada vez más intenso. Cuando la llama se acercó a la punta y ya todo el leño pasaría a mejor vida, en un último suspiro desgarrador lanzó un silbido, un piiiiiiiiiiiiiiiii, casi interminable. Era el adiós a este mundo en un último estertor como un fogonazo a presión, escupiendo una llamarada rígida, azulada, verde y amarilla que envolvía el líquido atrapado en un torbellino debatiendose  en una confusa y desesperada unión.
La resistencia de la vida acabó cuando por fin la llama lo convirtió en brasa para que yo pudiera desayunar, porque mi madre arrimó un poco más el puchero con el café que estaba a punto de ebullición. Levantó la tapadera del puchero,cogió con las tenazas una brasa  y la dejó caer dentro. Un súbito hervor irrumpió con estrépito como la erupción de un volcán, y el vapor quedó aprisionado en el puchero al taparlo. Al poco rato mi madre retiró la brasa carbonizada y me sirvió el café.
-¡Qué café más rico con la brasa!, madre.
Atenta como siempre me miró complacida.
Yo seguí degustando el café pensando, sin embargo, en la agonía del leño que se sacrificó para que yo disfrutara de los placeres de esta vida, mientras afuera la nieve seguía cayendo mansamente.

Félix.