11 diciembre 2021

NOCHE DE LUZ, ALEGRÍA Y PAZ

Ahí estoy en la foto, asomando por el cuarterón de la puerta que me alumbró al mundo, puerta tosca de roble eterno que durará más que yo si no la desguazan, porque está al abrigo de la lluvia y del sol bajo el cobertizo, de modo que el interior de la estancia sin ventanas era oscuro como una mazmorra. Hoy es una cuadra, y acaso antes de que yo naciera, también. Pero se transformó en vivienda de pobre, “un Portal de Belén”, dijo mi abuela Pepa, porque al nacer me adelanté dos semanas al día de Navidad. “El reloj del torreón acababa de dar las tres de la madrugada cuando me puse de parto”, me dijo un día mi madre, cuando yo quise saber los pormenores de aquella noche gélida de diciembre, “pocos días después cayó una buena nevada”, añadió. Hoy, 5 de diciembre de 2021, han pasado exactamente 74 años, minuto arriba, minuto abajo, de aquella noche glacial y candente, y de luz de candil, y de alegría y de paz que celebro, y puede que en la memoria de mis células siga impreso el recuerdo y me agradezcan el buen trato que les he dispensado, que nos hemos dado. El tiempo es algo volátil, muy difícil de medir en la densidad del universo, por eso he hecho un ejercicio aritmético para calibrar su amplitud. He traducido los 74 años en minutos y me da la escalofriante cifra, si no me equivoco, de 38.361.600 millones de minutos, pero si contabilizo los latidos del corazón a razón de 60 por minuto, sale la cifra mareante de 2.301.696.000, fantástico, sublime relojería, o sea que se ha portado como un jabato este músculo al que rindo culto, lo que me alienta a homenajear a ese otro yo interior que me ha llevado hasta hoy en volandas. Dejando atrás el minutero y el tictac del corazón, voy a sumergirme en lo tangible, en lo palpable, en el alma de quienes aquella noche sufrieron, “parirás con dolor”, le dijo Jehová a Eva al desterrarla del Paraíso, me cachis, que mala baba. Pero al lado de mi madre estaban mi padre, mi abuela Pepa y, sobre todo la Tía Vicenta, la partera. Mi hermana, la primogénita, con un año más que yo, dormía placenteramente en su cuna ignorando que había de cedérmela al poco tiempo, cuando mi madre dejara de calentarme con su cuerpo en la cama de matrimonio. No sé si había electricidad en la morada, en el mejor de los casos una bombilla ruin de 25 vatios que se peleaba con el candil. Tal vez mi abuela hubiera añadido uno o dos vasos con lamparillas en aceite para alumbrar al alumbrado, y mi padre se hubiera apresurado, como es lógico, a encender el fuego para calentar el agua para lavar y adecentar lo inmediato de la escena; lavar las manos de la partera, lavar al niño “hay que ver cómo guarreabas, qué ganas de salir tenías”, me dijo mi abuela cuando me acogía en su regazo recordando estas anécdotas. Y, tras el lavado, la Tía Vicenta dejaba todo en su pulcritud virginal. La Tía Vicenta era pequeñita, poquita cosa, como decíamos, pero inmensa en su talento y en su corazón, afable y comedida. A cualquier hora del día, y sobre todo de la noche, estaba lista para salir de casa con sus herramientas de paritorio que no eran sino sus manos, el jabón, algún lienzo suave y blanco, hilo y tijeras. Ahora pienso que las tijeras han sido uno de los grandes inventos a las que no les damos la relevancia merecida. Sus pequeñitas manos le permitían desentrañar rápido y con pericia el cordón umbilical a veces envuelto al cuello amenazando asfixia, manos para asir lo casi inasible, llegando allí donde otras manos más gruesas tropezaban. Tenía, en su vejez, que es de cuando la recuerdo, una piel suave y la punta de los dedos algo encorvados, como si la naturaleza los hubiera diseñado para atrapar las cabecitas que se negaban a salir; un fórceps acolchado y cálido. Tenía un bigote señorial y unos pelillos más largos y ensortijados en los extremos. También en eso era única, y respetada, porque ¿quién no le era deudor de sus impagables servicios, de noches desapacibles con final feliz? Junto a la casa había una cuadra donde dormían las ovejas, y es de suponer que nací entra balidos de corderos pues, al acercarse la Navidad, serían vendidos; carne fresca de recental para los pudientes de la ciudad. Enfrente había una cuadra con dos o tres marranos y sus correspondientes pulgas. El aire de aquella noche debía ser puro y cortante como lo es ahora por estas fechas, y sí echo de menos los balidos de corderos, los gruñidos de los cerdos y las pulgas saltarinas; lo de las pulgas es para salpimentar el relato. Pero no es menos cierto que aquel bullir de la pobreza fraterna y entrañable, envidiada a veces por algún pudiente que solo se regodeaba en la desventura ajena, contrasta poderosamente con el silencio sobrecogedor actual de las viviendas sin gente, de cuadras sin animales calentándose mutuamente, de calles cimentadas sin huellas, del viento desamparado bramando inútilmente su soledad en el tendido eléctrico, igual que azota la lluvia los cristales de las ventanas sin respuesta: toda noche es callada porque ya no nacen niños y la lluvia resbala por el pavimento en un siseo mustio como llorando su destierro; no hay olores fuertes y densos como los que emanaban de las cuadras, a veces algo repelentes, pero menos que las cloacas de la modernidad, porque aquellos olores eran otras tanta señas de identidad de nuestro mundo: en esa cuadra los marranos del tío Celestino que le echa en la pila salvado con patatas, en la de más allá la mula del Ramiro, que cuando no está harta de arar, suelta coces, luego el corral del tío Epifanio donde guarda el rebaño de ovejas ,una negra y tuerta que da mucha leche, dice alabándola, al lado, el gallinero de la Piluca que tiene un gallo que acompaña a las campanadas del torreón cuando da las seis y aun es de noche, y así sucesivamente se podía caminar sintiendo la presencia de esos animales con su olor característico, olor que no nos parece repulsivo, sino agradable, porque esos olores son sinónimos de leche recién ordeñada, y de cuajada y requesón postreros, de cerdo cebado que nos dará jamones y buen chorizo, de ovejas que nos abastecerán de lana para hacer calcetines y jerséis y bufandas, y de gallinas que ponen el par de huevos para el desayuno, todo tan fresco y saludable, todo ese mundo que planea en mi mente al relatar la noche de mi nacimiento ya no existe, porque todo se vende en la tienda manufacturado, elaborado con conservantes y otras porquerías, porque la modernidad es eso y más cosas que nos traen confort, pero que también consumen nuestro tiempo, nuestros nervios y paciencia por querer ir más deprisa y abracar más. Aquella noche comenzó en el minutero la cuenta atrás, al compás del universo, y van 74. Afuera, la luna de plata helada espejeaba sobre los tejados; los cochinos de enfrente roncando a pata suelta en familia; los corderos acurrucados al calor de sus madres después de haber mamado, como yo que ya había aprendido donde estaba el pezón, guiado por el olfato y el tacto, y mi madre de costado en la cama, apretujándome sobre sí con su brazo derecho, con suavidad, y al cambiar de postura, amparándome con el brazo izquierdo, en la oscuridad de la noche, a veces con la llama del candil temblando y la torcida moqueando. Cuanto amor destilaba una noche así, cuántas ganas de vivir la vida. Ahora me paro, no quiero correr, ir más de prisa ¿para qué? Estos 74 años quiero llevarlos con calma, sosiego, saboreando unas patatas meneás o a la riojana, y una tarta, compartiendo saludos y abrazos con mis amistades, alguno muy efusivo como el de aquella joven tan vital ella a su dieciséis primaveras, y que el destino nos separó 54 años, destino que nos ha regalado el reencuentro, con salud y riendo y tomando una copa y aflorando las ilustres arrugas del tiempo vivido y disfrutado; abrazos algunos virtuales, pero no menos saludables que el resto de caras donde brota la amistad y la bonhomía. Me asomo a esa puerta que se me abrió al mundo con una especie de nostalgia y orgullo a la vez por el deber cumplido: sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, todo obrado con humildad, y por haber surcado caminos llenos de trampas sin caer en el abismo, por haber sorteado, como todo hijo de vecino, los cantos de sirena que te envainan para aprovecharse de tu trabajo, miro el cielo azul, el horizonte sereno, recuerdo los amigos que se fueron, los que ya no están, los que llegaron por azar, porque así estaba escrito, pero sobre todo, me acuerdo de la Tía Vicenta y su voz cálida y ronca, su vestimenta negra impoluta, el pañuelo en la cabeza, sus ojos negros de un destello entre pícaro y amoroso, ella que mientras pudo y la vejez le entregó el testigo a la Tía Lumi, la otra excelente partera, nunca faltó a la cita para ayudar a traer al mundo al que pedía paso para seguir con el legado de sus padres y abuelos, y así se va escribiendo la historia de cada cual. La mía, lo que siguió a aquella noche, en el siguiente capítulo. El mundo es un sueño que vamos adaptando a nuestra medida, lo único cierto es que la Tía Vicenta me ayudó a nacer y me puso en el buen camino. Gracias, Tía Vicenta.