25 abril 2010

Recordando...o simplemente caminando. (Iª parte)















Mi pueblo, mi querido pueblo, mi Zarza querida:
Vi la luz, tu luz, a finales de los cuarenta. Aun se palpaban las heridas de la guerra civil. Después vino el año del hambre, aunque para muchos el hambre duraría varios años.
Me libré del hambre pero nací con el racionamiento, el cual me afectó de plano porque tuve que compartir el pecho materno con la hija de un pastor. El padre acudía con la niña a la cita diaria arrebujado en su tapabocas para protegerse de las gélidas temperaturas del mes de enero. Pero yo siempre me quedaba con la mejor parte porque mamaba el primero.
Eran años de posguerra, de escasez, de miseria, de lucha por la supervivencia; tiempos de compartirlo todo.
Mientras tanto, el campo, nuestro hermoso campo, se cubría de generosas cosechas fruto del ímprobo esfuerzo del campesino. El labrador empuñando firme la corva mancera, dirigía el arado con mano sabia hincando profunda la reja para voltear mejor los cantos y arañar los puños de tierra que escondían, y sacarle así el máximo partido a un terreno a menudo pedregoso y poco apto para el cultivo de cereales.
A pesar de todo, con su tesón, con su fe y obstinación, se conseguían cosechas aceptables.
Se vivía pendiente del cielo. Unas escasas o excesivas lluvias podían truncar los anhelos de una abundante cosecha. Las heladas a destiempo cuando los frutos prometían en una primavera incipiente podían arruinar las esperanzas depositadas en los sembrados y árboles frutales. Y si de una y otra cosa se habían salvados los frutos, una maldita tormenta de verano podía aun diezmar la tan ansiada cosecha.
Así con mi abuelo, aprendí a mirar el cielo, a descubrir sus secretos, sus bondades y sus amenazas que, unas veces se cumplían y otras no.
Y crecí al compás de la naturaleza, como todos los hijos de esta tierra.
Y cada primavera daba un estirón, como los frutos del campo porque de ellos dependía nuestro sustento y crecíamos a la par.
Aquellos años transcurrían en” paz” y el racionamiento oficial concluido daba paso al racionamiento individual el cual, dependía ya exclusivamente de la despensa de cada hogar.
Y así, cada primavera, unos y otros intentábamos sacarle el máximo partido a los frutos. Los unos cultivando con esmero sus fincas, y los otros, los que no poseíamos tierras, cavilando para conseguir el sustento diario.
Y cada primavera, acompañado de algún amigo cuyo destino nos había hermanado, oteaba los campos henchidos de cereales y a modo de juego entrábamos en una cortina sembrada de cebada, cuyas espigas preñadas de tiernos y gruesos granos ,nos ofrecian un banquete que degustábamos hasta saciarnos tras pelar los carnosos frutos. Después seguíamos jugando, saltando paredes y buscando entre los frondosos zarzales algún nido de pimientero.


Y otro día de primavera saboreábamos las hojas tiernas y agrias de las acederas que crecían al pie de las paredes mirando al sol.
Y cuando los tallos tiernos de las zarzas crecían, cortábamos las puntas, los pelábamos y los comíamos mientras seguíamos retozando entre cortina y cortina guiados por no sé que suerte de instinto que nos protegía de las sustancias dañinas o venenosas. Misterio de la naturaleza. Puro instinto de supervivencia. Nunca estudiamos botánica y sin embargo éramos expertos. No poseíamos fincas pero todo el campo era nuestro. La inocencia de la infancia confiere este derecho.

Eran años de posguerra, de escasez y penuria, pero también de primaveras anunciadas cada año con el retorno de las golondrinas, y sobre todo de las cigüeñas que llenaban los hogares de niños y con ellos se fraguaba la ilusión y la esperanza de alcanzar un futuro mejor.
Mientras tanto, yo seguía jugando con Paco, con Ventura o Alejandro, y no había cerca que se nos resistiera y las saltábamos como gamos, salvo aquellas cubiertas con zarzales rozados para impedir a todos el paso. Pero aquellas zarzas resecadas con el paso del tiempo habían atraído nuestra curiosidad, ya que algunos de los gruesos tallos añejos tenían en su punta un agujero misterioso. Lo que tanto nos intrigaba quedó al descubierto cuando lo rompíamos con una piedra. Entonces, entre aquel amasijo de diminutas astillas aparecía una minúscula abeja que seguía horadando el túnel la cual, huía despavorida de entre las ruinas en lugar de acribillarnos con su aguijón como lo hubieran hecho sus hermanas mayores. Y así comenzó un nuevo juego. Como abejas saltando de flor en flor buscábamos en cada grueso tallo moribundo el objeto de nuestro juego. Para no dañarlo lo abríamos en dos mitades con el filo de una hojalata. Descubríamos entonces que el túnel unas veces estaba en fase inicial de construcción, en otras en su final donde, en su último tramo, había una serie de cavidades simétricas del tamaño de un grano de centeno. Aquellas diminutas pilas, en algunos casos estaban vacías, en otros cubiertas de miel y en contadas ocasiones aparecía una especie de larva que suponíamos se trataba de la cría, y la miel allí depositada su alimento. Habíamos descubierto un mundo asombroso en las entrañas de un tallo reseco de zarza. ¿Como habían descubierto aquellas inofensivas abejas que el lugar idóneo para construir su morada era precisamente un viejo tallo de zarza? ¿Como habían deducido que el tuétano era fácil de agujerear? ¿Que fantástico material de topografía utilizaban para horadar exactamente en el centro sin desviarse ni una milésima de milímetro en su trayectoria, entre diez y veinte centímetros? Pero también, ¿cómo habían deducido que aquellos tallos le proporcionarían el aislamiento perfecto tanto hídrico como térmico? Silencio, paz, oscuridad en el fondo de la morada cual sarcófago faraónico en las entrañas de la pirámide. Creo que no quedó en los alrededores ni un tallo sin explorar. Los diminutos paneles de miel solían ser de color rosa, crema o azul, de tonos suaves, y su sabor exquisito.
Panel sobre panel conseguíamos formar una bola del tamaño de una avellana. Orgullos mostrábamos cada cual nuestra cosecha y después la saboreábamos pausadamente mientras seguíamos jugando en una primavera de tantas que se desvanecía con la llegada del verano, que iniciábamos con la recogida del cornezuelo del centeno al que decíamos carnizuelo. Provistos de recipientes (latas y botes de conservas, fardeles o en los bolsillos), nos adentrábamos en la hoja para asaltar los campos de centeno. Escogíamos de preferencia los más gruesos .Algunas espigas tenían varios insertados. Entonces extirpábamos de su panza aquel horrible cuerno negruzco que anidaba en la espiga, devolviéndole su belleza natural.
Más de una vez le dimos un mordisco pero su sabor desagradable y su aspecto negruzco y repelente probablemente nos disuadió de masticarlo e ingerirlo. Pero lo que ignorábamos es que también era una droga; que el LSD era uno de sus principios activos y que en un tiempo muy remoto causó envenenamientos masivos al ser consumido con la harina de centeno. No sé si nos protegía el Ángel de la Guarda o el instinto de conservación, si es que son cosas distintas.
El cornezuelo transformado en medicina fue de gran utilidad en los partos y contribuyó a salvar numerosas vidas.
Así que, al vender nuestra cosecha, sacábamos unas perrillas para saciar, en parte, nuestras ansias de golosinas.
Con la llegada de la vacaciones escolares, nos sentíamos plenamente libres para retozar por el campo .Éramos unos chavales y por tanto ignorábamos el concepto de la propiedad privada, entre otras normas, o mejor dicho; teníamos nuestro propio método de aplicación.”No entres en esa cortina, no cojas las manzanas caídas, déjalas que se pudran, que el dueño tiene muy malas pulgas, insistía Alejandro. Pero claro, el derecho a no pasar hambre es un derecho supremo, o debiera serlo. De modo que sin saberlo y sin que nadie nos lo hubiera inculcado, lo reivindicábamos a nuestra manera. Entonces, jugando como siempre, apedreábamos los nogales y almendros cuyas ramas invadían el espacio del camino dejando caer sus frutos. Era nuestro espacio. Eran nuestros frutos.
Con el calor de agosto maduraron las moras que pasaron del verde al rojo y después al negro. Zarzales por doquier ofrecían toneladas de moras, de modo que seguíamos jugando esta vez elaborando el exquisito vino de mora. Machacábamos los frutos en un recipiente, pasábamos el contenido por una coladera, añadíamos azúcar y así quedaba listo para nuestro consumo el vino de mora repleto de vitaminas.
El campo nos había ofrecido, sin saberlo, una reserva de nutrientes y vitaminas indispensables para afrontar el invierno que nos aguardaba con el cierzo que agrietaba la piel, con alguna nevada furtiva, y sobre todo, con las cencelladas a congelar el aliento que, sin embargo, nos brindaban un espectáculo fascinante cuando los rayos del sol naciente encendían el inmenso campo que irradiaba una luz destellante, para despues apagarse lentamente y resucitar con el mismo esplendor a la mañana siguiente… Félix.

11 abril 2010

Canción escondida.


El veintiséis de noviembre pasado, en otra entrada, dediqué un artículo a los músicos del metro que titulaba: “Canción sin terminar” .Esta vez se trata de algo parecido pero por fortuna no fue secuestrada como aquella .Es simplemente la evolución lógica de la “canción sin terminar” o “detenida”. Quiero decir, que cuando los músicos del metro se ven perseguidos por vigilantes de seguridad, algunos se las ingenian para eludir tal acoso y pasar desapercibidos, como la cantante que escuché en el vagón del metro en una hora de poca afluencia, por la mañana. Estos músicos, habitualmente llevan un carrito con su amplificador, batería y otros artilugios y son por tanto presa fácil. Pero en este caso no había nadie de pie. Miré hacia el fondo donde procedía la música, y no vi ni carrito ni músico, solamente una hilera de cabezas de gente sentada y el resto diáfano; sin embargo, entre las personas sentadas, alguien a través de un micro acompañaba una melodía de boleros que partía de algún lugar. Paró el metro. Se apearon y subieron viajeros. Desapareció la música, y ahí acabó mi curiosidad.
Pocos días después volví a encontrarme exactamente en la misma situación, con la misma voz que surgía de entre la gente sentada.
Me eché hacia delante para ver si conseguía ver a la cantante. Solo apercibí su brazo con el micro en la mano que sobresalía discretamente de la hilera de asientos. En la atmósfera del vagón vagaba la melodía de un bolero:”Noche de ronda”, y después otra melodía romántica. La voz amplificada a través del micro destilaba todos los matices: las notas más altas redondeadas con un tono voluptuoso envolvían el ambiente, mientras las notas intermedias y bajas las adornaba con un susurro aterciopelado, sensual, alargando la melodía con un suspiro tenue que se apagaba lentamente para dar entrada a otros requiebros que demostraban el dominio y belleza de su voz.
Por fin, cuando se levantó del asiento para solicitar una propina, pude ver a la protagonista de unos treinta años, realmente bella, con un bolso cuadrado colgado en bandolera, lleno de agujeros como una moneda de dos céntimos en su cara frontal por donde se expandía la música del equipo musical de acompañamiento que albergaba; la solapa del bolso cubría a voluntad los agujeros para transitar así desapercibida como un viajero más. Me sorprendió tanto ingenio.
Cuando llegó a mi altura le ofrecí una moneda. Después de agradecerle el momento que nos regaló, estuve a punto de preguntarle su origen, pero desistí porque debía pasar rápidamente al vagón siguiente. Por su físico y acento deduje que procedería de algún país del Este, quizás Bulgaria…
Permanecí un rato dándole vueltas a la cabeza sobre el porqué de tantos artistas anónimos que viajan por el mundo y en el metro. No comprendo por qué se les prohíbe expresar su arte. Claro que los mandamás que nos gobiernan no viajan en metro, porque viajan en coche oficial que pagamos entre todos y desconocen las vicisitudes del transporte subterráneo; escuchan música donde yo no puedo, porque cuando pretendo escuchar a un famoso concertista de piano interpretar lo mejor de Beethoven en el Auditorio Nacional de Madrid, simplemente las entradas están agotadas con mucho tiempo de antelación por una clase elitista de la sociedad que algunos llaman clase culta (?),y quizás un puñado de privilegiados no burgueses.
Lo mismo ocurre con el Liceo de Barcelona que después de reconstruirlo con dinero de todos, también de los obreros (según publicado en su día, unos diecinueve mil millones de pesetas), sirve para el disfrute, entre otros, a un club muy “selecto” y no precisamente obreros. Algo similar a lo del Teatro Real de Madrid que también nos costó una fortuna a los contribuyentes y en cuyo mantenimiento, como el del resto, si participamos todos. No es por nada, pero como hay cada vez más pudientes, ellos llenarán siempre estos teatros, A ver si hacen alguno más para que podamos asistir todos. En eso tengo mucha esperanza porque según el director del Teatro Real en Madrid, su remodelación se hizo para que pudiera asistir un público más amplio. Ahora, si eso se mide por el perímetro de cintura, no me tocará. ¡Qué pena! Y algunos farsantes públicos y de la política nos hablan de la democratización de la cultura. Si es que ni en el metro la dejan tranquila.
Al final, me quedo muy a gusto compartiendo destino con esos viajeros y músicos que nos ofrecen de forma clandestina y gratis, como esta artista, donde en un escenario improvisado, a unos metros de mi, nos brindó su talento, haciendo vibrar lo mas bello y profundo de su alma, aunque fuera con una canción escondida; sensaciones inalcanzables en los grandes teatros mencionados, supongo.
¡Lástima que fuera tan efímero! Pero como reza el dicho popular:” Si bueno y corto, dos veces bueno”. Félix.

07 abril 2010

Pascua florida











La Semana Santa anduvo un tanto revuelta por nuestras tierras .Jueves, viernes y sábado alternaron nubes, viento frió, algún chubasco y escaso sol. Pero el Domingo de Resurrección, por fin, la primavera, la de verdad, también resucitó.
El día amaneció con un sol espléndido, aunque la helada nocturna mantenía el ambiente fresco. Precisamente con el aire gallego, que confiere una atmosfera nítida y limpia, el cielo, a media mañana, se fue poblando de nubes como vellones de lana dispersas, para disiparse poco a poco dando paso a una tarde soleada para disfrutar del hornazo en mangas de camisa. Con el sol radiante, la famosa mimosa de Agustín se erguía frondosa por encima del tejado, los rebaños de ovejas salían al campo para disfrutar de su particular hornazo, y los más jóvenes formaban grupos para planificar un día que se prometía feliz con la merienda en la bolsa.
Por la noche algunas ranas se atrevieron a cantar, pero no mucho, porque la noche volvía fría.
Amaneció el lunes despejado con el cielo surcado por decenas de líneas paralelas del rastro de los aviones que de norte a sur pasan por encima de nuestro pueblo y, que a decir de los que se levantaron justo antes que el sol, eran de una gran belleza, ¡lástima que sea también contaminación!
Permanecí un rato en el huerto mirando las trazas de que dejaron los aviones ,cuando unos turistas se posaron en las ramas desnudas de los fresnos y árboles frutales para inspeccionar el lugar idóneo para anidar como cada año.
Ellos llegaron a tiempo pero la primavera lleva mucho retraso y probablemente sorprendidos alzaron de nuevo el vuelo. Antes me ofrecieron un concierto efímero pero de una intensidad sublime. Nunca había escuchado al chochín un cante tan refinado, variado y delicado en volumen. El ruiseñor le replicó con un gorjeo de lo s suyos como diciendo:” ¡ahí queda eso!”Mientras las dos parejas de jilgueros parecían disputarse su territorio en una melodía de toma y daca. Sé que volverán cuando el follaje esté listo.
Los regatos y el río corrían alegres ofreciendo las estampas añoradas de nuestra infancia.
Los turistas invadieron las Arribes consiguiendo y consolidando lo de “todo ocupado” como ya ha apuntado Agustín. Lástima que algunos grupos no respeten los itinerarios prohibidos en estas fechas para no molestar al águila perdiguera que está incubando precisamente muy cerca de la cascada del Pozo los Humos. Confío en que la gente se conciencie con la necesidad del respeto a la naturaleza,
Regresé a Madrid satisfecho y feliz de haberme encontrado con amigos, algunos también de paso, que acudimos a nuestro pueblo para disfrutar de todo cuanto nos ofrece. Félix