06 septiembre 2023

CELEBRACIÓN DE LAS BODAS DE ORO DE INO Y JESÚS

 


 

Ocurre a menudo que para conocer a fondo los sentimientos y emociones que producen ciertos acontecimientos, hay que vivirlos, es decir pasar por ellos.

 Yo viví las Bodas de Oro de mis padres, y las de Diamante, y los recuerdos son, desde luego, inolvidables: reunión de todos los hijos y nietos, esencialmente; diecinueve en total. La única vez en la vida que nos reunimos todos.

Por eso pienso en la alegría de Ino y Jesús, rodeados de sus hijos y nietos, mas familiares y amistades en el convite.

No es una celebración baladí la de las Bodas de Oro. Mucho menos en este caso de Ino y Jesús, porque ambos, a lo largo de cincuenta años, han tenido que sortear muchos vendavales, los que impone la propia vida, pues cuando avanzamos en años la salud puede resquebrajarse y se necesitan, además de los cuidados médicos, el cariño y apoyo de la familia. Y en eso Ino y Jesús pueden estar orgullosos de la suya. Porque cuando la enfermedad acechó, ahí estaban ellos, en el hospital, al pie de la cama, tras la cirugía, durante la recuperación y, ambos, de la mano, han sabido reponerse y superar situaciones con ese tesón tan suyo, con esa obstinación por seguir adelante con optimismo, con esperanza, porque ir avanzando de la mano del otro, es el mejor antídoto contra la resignación.

De modo que Ino y Jesús, no solo nos han mostrado que no hay mejor medicina que el cariño mutuo, y nos han enseñado, con la mirada serena, que si uno se cae diez veces, hay que levantarse otras diez, para después celebrarlo rodeado de quienes han querido unirse a este acto de cariño; en la iglesia y afuera, y en el convite donde no faltó una retrospectiva fotográfica del camino andado por el feliz matrimonio.

 Así que solo queda desearles un largo recorrido mano con mano, como hasta ahora, con el mismo tesón, con la misma templanza, con la serenidad que todo lo alcanza, porque las bodas de Diamantes están a la vuelta de la esquina.  Feliz camino, pues.

 

 








24 agosto 2023

LAS MADRINAS 2023

 


Un año más la fiesta de las Madrinas ha puesto el colofón al frenesí festivo con motivo de la celebración de nuestro Patrón, San Lorenzo.

Esta fiesta que durante nuestra infancia, allá por los años cincuenta y sesenta, adquiría un brillo particular, porque era la fiesta local por antonomasia, se resiste a desaparecer gracias a los voluntarios, “Padrinos y Madrinas”, que viviendo en la ciudad, regresan a la tierra donde nacieron para seguir disfrutando con la tradición.

El mundo cambia y nada es lo que fue, pero se intenta preservar la esencia: la ofrenda con las roscas a lo que se añade otros manjares como embutidos de primera calidad o frutos de la huerta. La tarde transcurre en armonía. Los vecinos congregados en torno al frontón, ofrecen, sobre todo las mujeres, la vistosidad de su indumentaria cuyo colorido alegre es un ingrediente más que ayuda a deleitarse mientras los fieles ofrecen su limosna a la Virgen.

Luego, la rifa de estas ofrendas culinarias depositadas en la mesa, abre un suspense para ver quién se atreve a pujar el último para llevarse la rosca que destila aun un aroma que dan ganas de meterle el cuchillo y el tenedor.

Pero si yo cierro los ojos y pienso en cuando era muchacho, me veo corriendo detrás de los mayordomos o patrocinadores de la fiesta con un barreño enorme de barro lleno de chochos. Entonces, extendíamos el pañuelo y nos echaban un puñado o dos, y tan contentos. Se repartían obleas y también dulces, para los mayores vino de la damajuana. Todo el pueblo asistía a la ceremonia. Las Madrinas y sus parejas, además de otros aficionados al baile, formaban dos grandes hileras, hombres y mujeres frente a frente para bailar la jota charra al son de la flauta y el tamboril que solía tocar el Veneno de Aldeadávila.

 Con tal entusiasmo se levantaba mucho polvo del suelo trillado y reseco por el calor del verano. Pero eso no importaba, porque lo esencial era el baile, la sonrisa, la broma, y media vuelta María, y media vuelta Emiliano, y después un trago de vino o cerveza de la jarra, toma Sebastián, dale a la jarra, y aquel regocijo parecía no tener fin. Olía al perfume de las Madrinas y sus parejas, olía a ropa nueva, olía a la pólvora de los cohetes, y de los petardos, y todo mezclado era el aroma de la felicidad, así fuera efímera, pero, a decir verdad, eterna a la vez. Ese era el perfume propio de las Madrinas que uno se llevaba a la cama, y que, si vuelvo a cerrar los ojos, vuelvo a olerlo como si el tiempo se hubiera detenido.

Nosotros, los muchachos, andábamos a lo nuestro, a por chochos y rosquillas, también pendientes de conseguir la varilla del cohete que subía alto y al estallar caía en picado, algunas veces sobre algún tejado, para nuestra decepción. De modo que cada cual disfrutaba a lo grande y a su manera, hasta que el crepúsculo ponía la tregua para la cena y después, más baile en el salón, más baile en la calle, y jota va y jota viene, más música de gramola, más música de tamboril y jota va y jota viene. En la frente de algunos mozos, al reflejo de la luz de la bombilla, se vislumbraba como racimos de perlas encendidas y desparramadas, el sudor de la felicidad, del ejercicio reconfortante, que luego enjugaba con el pañuelo blanco, para seguir dando rienda suelta al pulmón y entonar una canción:

 “El vino que tiene Asunción, ni es tinto ni blanco ni tiene color/ Asunción, Asunción, echa media de vino al porrón…”

Con ese estado de ánimo uno se acostaba habiendo disfrutado de los placeres de la vida que, una vez al año, gracias a las Madrinas, suponía el bálsamo bien labrado y merecido para seguir soñando con un futuro prometedor.

 

 














 

12 agosto 2023

SAN LORENZO 2023

 

               











       

Cuando miro las fotos de esta procesión del Santo Patrón, San Lorenzo, por las calles de mi pueblo, uno piensa que la vida ha pasado veloz. Pero si miro las fotos de años anteriores y de decenas de procesiones sin fotos, las de mi niñez, por ejemplo, la perspectiva es distinta, entonces parece que uno ha vivido una eternidad. Y es que las cosas se ven a menudo según el color del cristal con que se miren.

Basta con observar los atuendos de los acompañantes; matrimonios, hombres y mujeres de toda condición y edad, y el semblante de cada cual, uno puede deducir que estamos viviendo una época relativamente próspera, a pesar de que la carestía de la vida pareciera que vamos hacia atrás, y en ciertos aspectos así es, pero la vida es eso; un tira y afloja, un toma y daca, un bregar continuo para alcanzar mejores condiciones de vida, o al menos para no perder lo que henos conseguido.

Pero como nada es perfecto, ni lo ha sido ni lo será nunca, uno echa de menos aquellos grupos de adolescentes de antaño, porque simplemente en los pueblos ya no nacen niños. Tal vez por eso resulta gratificante ver a una mamá empujando el carrito de sus retoños que placenteramente asisten a la procesión protegidos del sol implacable con que San Lorenzo nos envía cada año en este día.

Acuden a la fiesta gentes que nacieron aquí, pero que la emigración de los años sesenta los llevó (nos llevó) a otros lugares, más o menos lejanos, a menudo a las grandes ciudades. Y hete aquí que al finalizar la procesión, en charla distendida, uno se alegra al encontrarse con alguien que no volvió a ver desde su infancia, cincuenta o sesenta años atrás. Ese es mi caso al saludar a Maruja que no conocía ya porque desde que jugábamos a las tabas a la sombra de su casa, el tiempo nos separó. Busqué en la luz generosa de sus ojos la alegría (y la hallé) que nos hizo tan felices al compartir aquellos veranos de juegos con el parchís, a la sombra, a la hora de la siesta, mientras pasaban por la calle los carros tirados por bueyes con la lengua colgando por el calor, cargados de manojos de trigo camino de la era. Miles de imágenes del tiempo que fue desfilaron por mi mente.

Estos reencuentros inesperados al cabo de tantísimos años, son como un bálsamo para el espíritu, sobre todo al comprobar que seguimos en este mundo caminando, con ropitas elegantes, como diría mi abuela Pepa, con el semblante feliz, a pesar de las arrugas que marcan el paso de los años al sonreír recordando viejos tiempos.

He dicho viejos tiempos, pero en realidad, más que “viejos tiempos” es la estampa nítida de la niñez que se vislumbra a través de la mirada lúcida del presente.

Gracias, querida Maruja. Que la Providencia siga regalándonos más encuentros

¡Viva San Lorenzo!

 


20 junio 2023

LA FESTIVIDAD DEL CORPUS CRISTI

 













Así decíamos en La Zarza, Corpus Cristi, cuando llegaba ese jueves que era uno de los tres del año que alumbraban más que el Sol: Jueves Santo, Corpus Cristi y Jueves de la Ascensión. El de la Ascensión subió tan alto, que lo han dado por perdido. En cuanto al Corpus ha pasado del jueves al domingo.

Así pues, el domingo pasado, y con retraso, debido a la agenda archirrepleta del párroco que tiene que atender a varios pueblos, celebramos por fin, nuestro Corpus Cristi.

Como se puede observar en la procesión, pocos son los fieles interesados en dicha celebración; es la España vaciada, que dicen. Los pueblos se quedan sin gente, las viviendas se llenan solo en verano, porque son casas frescas, porque se gasta menos dinero que en viajes, porque estamos en crisis, porque nos gusta pasear por las calles de nuestra infancia y porque se huye del ajetreo agobiante de la ciudad.

Esta vez solo ha habido un altar. En mi infancia las calles eran de tierra y el recorrido de la procesión daba la vuelta al pueblo. Había numerosos altares, con decorados ingeniosos, vírgenes, ángeles, algún niño vestido de blanco junto al altar. Las calles por donde pasaba la procesión estaban tapizadas con tomillos, básicamente, que desprendían un aroma que neutralizaba el olor a terruño de ganado en las cuadras. Todo olía bien ese día.

 Los tomillos, el aromático “cantueso” que cubría las calles, era recogido y guardado para ser pasto de las llamas en la hoguera de San Juan. Esa fogata cuyo humo tenía poderes mágicos, pues no en vano los tomillos estaban bendecidos, así, pues su humo tenía la propiedad de curar muchas enfermedades, o dolencias.

Para tal menester, sobre todo los viejos, se desliaban la faja en torno a la cintura para que el humo le bañara la zona lumbar y así hacer desaparecer la reuma, como decían. Cada cual llevaba el humo a su parte dolorida del cuerpo. De modo que aquel remedio era natural, sin efectos adversos y sin gastos para el Gobierno.

El día 24 próximo, al anochecer, cuando prendan la hoguera, allí estaré para rociarme de ese humo celestial a ver si me desaparece esta reuma del codo, y de la rabadilla, y de las cervicales, y del dedo gordo del pie, y del oído que me zumba, y a ver si me sale un poco de pelo en la cabeza y menos en las orejas. Eso espero, aunque debería haber al menos un San Juan al mes, para renovar este esqueleto que he abandonado un poquito a su suerte. Yo sigo confiando en lo que mis antepasados creían con profunda fe. Ahí está el misterio.

Aún no se ha perdido todo. Nos queda la esperanza. Que cada quien lo disfrute a su manera.

 

 

18 marzo 2023

LOS CUATRILLIZOS

 









Eran cinco los pinos o eran cuatro? La memoria nos juega estas faenas porque tengo en mi mente de chaval grabados cinco. Tal vez talaron uno, o quizás siempre hayan sido cuatro, como ahora. No importa.

Ahora quiero dirigirme a estos cuatro pinos robustos y nobles de mi infancia, ahora que han sido agredidos, heridos, mutilados en parte porque no pudieron resistir la ingente cantidad de hielo, tal vez más de cien kilos, en todo caso una cantidad descomunal de agua que una noche cayó y al instante se congelaba, fenómeno que ni los más viejos del lugar recuerdan haber visto jamás.

Son pinos centenarios que nacieron ahí, o los plantaron, juntitos, unidos para disfrutar y también para ayudarse y hacer frente a las agresiones atmosféricas.

Son la frontera entre las últimas casas del pueblo y el campo, su vocación es por tanto doble: Servir a la vez al pueblo y al campo. Se yerguen majestuosos, altos como el campanario, mirándose ambos, intercambiando aromas y sonidos: Olor a incienso a cera y procesión destila el campanario, y aroma a resina, a hierba fresca, a cordero recental, a piñones y a paja trillada le envían los pinos: son los aromas de mi infancia.

Hermanados para siempre, pinos y pueblo, pueblo y pinos, han labrado primaveras, han soportado chaparrones, sorteado la ira del rayo y han renacido en cada Semana Santa que siempre anuncia el nuevo tiempo; la exuberancia primaveral que culminaba en la trilla bajo la sombra de los pinos, cosecha a veces conseguida a fuerza de rogativas invocando a la lluvia desde el campanario, para que  al final bajo los pinos se disfrutara separando la paja del trigo, pan nuestro de cada día, pan que fue también el fruto de tantos padrenuestros rezados por las abuelas que velaban por su prole y descendencia.

 Estos pinos tiene dueño, dueño oficial, propietario legal impreso en pergamino notarial, pero estos pinos son también míos, y de quien creció y vivió alegre con ellos, a su sombra en verano, al ritmo de las piñas que cada año dejaban caer su fruto.

Los pinos pueden cambiar de dueño, pero seguirá siendo sentimentalmente y para siempre, de cuantos los llevamos en el alma, pinos de nuestra infancia y juventud.

De modo que estos pinos son míos porque los llevo dentro, porque comí sus piñones, porque levantaba un trozo de su corteza  y la hacía mía para moldear un barquito que flotaba en el pilón, en una caldereta llena de agua, en cualquier lugar, por todo eso los llevo dentro, su polvo es mi polvo, y su tierra la mía, tierra de mi tierra, agua de botijo que también llamábamos barril, barro refrescante en la era, como refrescante es la sonrisa placentera sin trampa de una de las fotos emblemáticas del pueblo con tres personas en la era, sonrientes, con el sombrero de paja en la mano, posando, risueños, felices por el trabajo expeditivo realizado por la primera trilladora que fue para el campesino como la  llegada de lavadora para el ama de casa.

Fueron muchas las horas que pasé bajo los pinos, entre ellos, sorteándolos con el tirachinas dispuesto a tumbar un pardal, o un tordo o una tórtola que se dejara caer en la cazuela, pero no coseché nada, solo ilusión y la alegría de retozar entre la torre el juego de pelota y los pinos.

Tan dentro de mí los llevaba que una noche soñé que había hecho con unas tablas una casita allí arriba, y subía con una soga atada a la rama, y desde allí veía las procesiones de Corpus y San Lorenzo, y allí estaba al cobijo del sol de verano y de la ventisca en invierno, hinchando los pulmones con olor a pino, y desde allí veía trillar y  también el cortejo fúnebre camino del cementerio, y veía a Serapio a la cabeza de la comitiva, algo encorvado por sus más de ochenta años, pero ágil y decidido, mostrando el camino último, del que no había que temer nada porque allí se iba a descansar; a esa conclusión llegué al verlo siempre en cabeza porque no había peligro de emboscada, sino reposo y paz al final del camino, hasta que un día ya no lo vi más, y otro había tomado el relevo con la misma fe y convicción.

Pinos de mi adolescencia cuando los montones de paja trillada a máquina, Ajuria (Vitoria) creo haber leído entre sus armazón de hierro y madera, con unas ruedas de hierro que le costaba un mundo arrastrar a la pareja de bueyes—vacas moruchas de recio esqueleto y cornamenta majestuosa.

Aquellos montones de paja de varios dueños iban desapareciendo camino de pajar. Y allí estaba yo encalcando la paja mientras Indalecio me cubría de paja en cada bieldada, “bielda” que llamábamos “brienda”, protegido yo con un saco de esparto sobre la cabeza y espalda, sudando por dentro y barnizado el pecho con el polvillo.

Y cuando él marchaba con el carro lleno al pajar, yo echaba un trago de agua del botijo y con una navaja esculpía mi nombre en la corteza de los pinos para quedar para siempre uncido a ellos.

Por tanto apego, ahora que nos hemos hecho viejos o vamos camino de ello, los pinos y yo, ellos perdiendo ramas y yo pelo, que viene a ser lo mismo, me he puesto triste al ver parte de su frondoso ramaje en el suelo, como brazos amputados que no soportaron el peso de los años, como el abuelo cuya cadera cede y rompe el hueso, porque los años es eso; un irse poco a poco, en sordina, desprendiéndose de lo que fuimos, de lo que era irrompible o se reparaba en un abrir y cerrar de ojos.

Los pinos han entregado parte de su esqueleto, ya irreparable. Pero ahí siguen con la ilusión de siempre mirando al campanario, y celebrando procesiones y acogiendo aves de paso, y aunque ya no hay vida de paja y grano y botijo de era, hay corderos recentales que siguen bajo ellos  balando y poniéndole vida a la vida. Tras hacer las fotos me abracé a ellos para sentir sus vibraciones, que es otra forma de hablar o de comunicar, en todo caso de compartir.

 Me alejé mirándolos con ternura, porque somos de idéntica madera,  maleable, a veces frágil,  a veces  resistente, madera batida por los cuatro vientos, torneada por la insolencia de tiempos agrios, de escarcha y ventisca, pero  también por  primaveras perfumadas, madera que llora resina como lloran los cirios de Semana Santa, madera  que abraza su destino, sin más.

Sigo caminando con los cuatro pinos de mi infancia, y los sigo mirando con la misma ternura y agradecimiento con que se mira  a un abuelo que es la esencia de la vida vivida y esculpida a base de sacrificio pero también cantando y bailando y riendo cuando por la fiesta de las Madrinas ya todo estaba limpio de paja y grano, la panera y el pajar llenos, mientras, la vida sigue su rumbo, sin detenerse, sorteando la ventisca y el rayo voy, con el alma  entre el campanario y los pinos. Entre el recuerdo y la esperanza.