19 agosto 2025

TRAS LOS PASOS DE SAN LORENZO

A todos los vecinos de La Zarza de Pumareda, presentes y ausentes, que han llevado en andas a San Lorenzo con fe, alegría y esperanza. A los que se fueron, a los que volvieron, y a los que aún sueñan con regresar. Este relato es para vosotros, porque en cada paso de la procesión, en cada aroma de la fiesta, en cada sonrisa compartida, vive nuestra historia.















San Lorenzo no es solo el Patrón de nuestro pueblo. Es el hilo invisible que une generaciones, el guía espiritual que nos acompaña desde tiempos inmemoriales, el símbolo de la amistad, la esperanza y la memoria compartida. Miro atrás y me pregunto cuántos lustros, cuántos siglos lleva animándonos cada 10 de agosto.

En este primer cuarto del siglo XXI, me he dejado llevar de su mano para desandar el camino de mi infancia, cuando era monaguillo de don Leopoldo y todo tenía el aroma de la ilusión, el de labrarse un futuro mejor a base de sacrificios,

Él podría contarnos miles de anécdotas, pero para qué, si lo que importa es seguir los pasos de los que lo llevaron en andas desde un tiempo remoto. Ahora nos toca a nosotros, mañana otras generaciones tomarán el relevo y siempre, San Lorenzo, nos llevará por la senda adecuada.

Las cosas han cambiado mucho, obviamente, desde los años cincuenta y sesenta del siglo pasado y, a pesar de todo, siempre hay algo inmutable: la amistad, esa que se refuerza durante la procesión por las calles mil veces transitadas, con olor a incienso, todos a paso lento detrás del Santo Patrón.      

.Las calles eran de tierra también hollada por el ganado, pero el día de la procesión cada vecino había barrido y regado en torno a su puerta y todo tenía la fragancia de lo fresco sublimemente terrenal.

Era el día en que uno estrenaba su ropita: una camisa, un pantalón corto, unas playeras. Se salía a la calle con el orgullo de mostrar tales prendas —impregnadas aún del olor de la tienda—, prendas que eran el esfuerzo y el sudor de padre dinamitando peñascos en la construcción de la carretera del Salto de Aldeadávila. Salario que nunca llegaba a fin de mes, o cuando se pagaba a la quincena. Pero al menos había unos ingresos que eran magistralmente administrados.

Recuerdo la mañana en que emprendí el camino que me llevaba a casa de mi abuela Pepa, para mostrarle mi camisa nueva de manga corta y con bolsillo. En dicho camino me crucé con la tía Ramona, que era viuda, entrada en años y relativamente pudiente. “¡Qué guapo vas!”, me dijo. Luego me preguntó si sabía cómo se llamaba. “Señora Ramona”, le dije.  “Y tú ¿cómo te llamas?”, me preguntó, aunque lo sabía, pero ella quería escuchar de mi boca una frase. Tras darle mi nombre y apellidos, añadí: “para servir a Dios y a usted”. Eso era lo que quería escuchar para completar ella misma la frase con una rima”: “Y si tiene una perrita gorda, que me la dé”. Metía la mano en la faltriquera y me daba la “perra gorda”, o sea, moneda de 10 céntimos, que yo guardaba como un tesoro para comprar almendras garrapiñadas o turrón el día de San Lorenzo.

Me dio mucha pena cuando murió, acaso también porque era muy generosa y siempre, en nuestros encuentros, con la sonrisa en los labios, repetía por mí: “y si tiene una perrita gorda, que me la dé”. Esa era mi fortuna, y se lo dije a abuela. “La pobre, ya emprendió el camino del cielo, hijo”. Permanecí dubitativo. Luego, con la inocencia de mis ocho años, le pregunté que dónde empezaba el camino del cielo, “porque yo no lo he visto, abuela”. Sonrió. “Empieza cuando se nace, hijo”. Pero mi curiosidad no acababa ahí. “¿Y todos emprendemos ese camino?” “No todos”, dijo con semblante apenado para añadir: “Ese camino del cielo lo llevamos aquí”, concluyó señalando, con el dedo en su pecho, el corazón. No lo comprendí del todo. Hoy ya lo sé. Gracias, tía Ramona.

Era el día en que se hacía un gran esfuerzo por cocinar los mejores platos, aunque el resto del año escaseara la comida selecta en tiempos de posguerra.

Padre, además de trabajar duro, criaba conejos y palomas. Yo acudía al campo, tras salir de la escuela, y regresaba con el saco lleno de yerbajos que sabía les gustaban. Las palomas comían casi siempre en el campo. Así que padre mató tres conejos, tres palomas y cuatro pichones. Además, madre había comprado chuletas de ternera morucha, que ese día mataba el carnicero; el resto del año, solo despachaba carne de oveja o cordero. Aún perviven en mi memoria olfativa y gustativa aquellos manjares, que eran nuestra fortuna por un par de días, tras acudir a la misa y procesión.

Después, hacia la una, comenzaba la primera sesión de baile. Luego el banquete, la siesta para los adultos, para concluir con las otras dos sesiones de baile hasta altas horas de la noche.

Hubo un año que se disputó un partido de fútbol entre los mozos del pueblo y algún foráneo invitado a la fiesta. Se celebró en la era, precisamente, de la tía Ramona, en el Camino Milano. La paja y el grano ya estaban a buen recaudo en sus dependencias. Me sorprendió ver a mozos de unos veinte años jugar en pantalón corto (era casi una osadía, por lo del puritanismo religioso), sus piernas blanquitas y sus brazos tostados, como la cara. Jugaba mi tío Vicente, César de Aquilino y sus quintos, además del médico, que era un entendido y fanático del fútbol. Algunos chavales apostados en una peña, tras los dos palos de la portería improvisada, lanzábamos cohetes para niños, casi inofensivos. Fue un gran espectáculo y un gran día.

En los tenderetes, la tía Juana, de la Alberca, y sus dos hijas gemelas y hermosas, vendían turrón de almendra, donde la miel rezumaba con el calor. Ella siempre sonriente, ataviada con la vestimenta tradicional de la serranía de la Peña de Francia, de sus orejas pendían zarcillos de oro, como los de mi abuela Rosario. Había caramelos en forma de cayado con los colores del arcoíris, y a fuerza de chupar y manipularlos, las manos se volvían pringosas, con el riesgo de manchar mi camisa nueva. Comprábamos mixtos, que eran pequeños explosivos de papel que se encendían al frotarlos o al lanzarlos contra el suelo, carentes de todo peligro; nuestro divertimento favorito.

A la sesión nocturna de baile, ya fuera en el salón de Aquilino, o en el de Luciano, las mujeres, amas de casa en general, con hijas e hijos casaderos, se apostaban a las ventanas para observar como bailaban unos y otras, sus sonrisas, imaginando las conversaciones —pues ellas ya habían pasado por ahí—, celebrando que su retoño cortejara una moza guapa. Otras estaban más pendientes de la distancia que guardaban sus hijas con el cuerpo de su pareja, ¡ojo!, no fuera a ser que el diablo… ya se sabe, anduviera suelto y podía provocar un pecado que había de confesar si quería ganarse el cielo, como la tía Ramona.

Era el día en que todo olía agradablemente, en la procesión, en la calle, en el salón de baile; las ropas estrenadas aún con el aroma de la tienda, la cabellera destilando la colonia a granel que vendían en el comercio de la tía Pepa, o Avelina; el cuero de los zapatos que llevaban el sello aromático a pez y betún de Antonio, el zapatero. Por las puertas y ventanas de los bares, que entonces, con la construcción del Salto de Aldeadávila, había al menos seis: el de la Luzdivina, el de Luciano o Esperanza, el de la Salvadora o Aquilino, el de Olivera, el del Chaquetones, el de mi tío Andrés, “Calzaparda” que en gloria esté, de todos trascendía el olor denso a humo de puros y cigarrillos, a colonias variopintas, al vaho de vino y coñac, anís o cerveza,  a mejillones y berberechos, a aceitunas aromatizadas con tomillo. Todo aquel universo encantador, envuelto en sonrisas y canciones junto a la barra de la cantina, cuyo mostrador limpiaba sin cesar con la bayeta la camarera con la melena suelta y la sonrisa carmesí, toda aquella alegría el día de San Lorenzo, se fue volatilizando con la emigración a las ciudades y al extranjero en los años sesenta.

Yo fui uno de ellos. Y Cuando regresé de París, donde trabajaba a mis veinte años, intentamos revivir aquella alegría de nuestra infancia, pero ahora bailando el twist y los bailes modernos de los Beatles, con mis amigos, entre ellos Abelardo, que era el mejor bailador de twist, realmente infatigable.

El dinamismo volvió de la mano de don Miguel, el nuevo sacerdote, moderno, que había trocado la sotana por el alzacuello. Y los mozos celebraron carreras ciclistas, con Abelardo, Juan José, Casimiro, Santiago y muchos más. Ahora nos tocaba a nosotros tomar el relevo, también para llevar en andas a San Lorenzo. Y todo volvió a florecer con la música del grupo “Los Vanadiors”, y celebrando concurso de disfraces, nada de disfraces comprados, sino elaborados o amañados: aquí vestida de enfermera y él con bata blanca de médico; allá con la sotana del antiguo sacerdote y un crucifijo colgando del cuello, ella de Virgen; otra pareja vestida de hippies, otra de viejos del lugar con boina y cayada, etc. La imaginación brillaba en las noches cálidas de Perseidas o “lágrimas de San Lorenzo”. Habíamos entrado de lleno en lo que se llamó la modernidad.

 Así que pensándolo bien, uno comprende a los españoles que desde la llegada de Colón a América, poblaron el continente de San Lorenzos, ciudades y lugares de culto, desde la Patagonia hasta California. Por algo ese fervor con el que comulgamos toda la Hispanidad. Por algo este 10 de agosto es una fecha sellada a perpetuidad.  San Lorenzo es el camino andado desde un tiempo remoto por las personas de buena voluntad.











Tras lo narrado alguien se puede preguntar si todo era de color de rosa, si no había malos momentos, personas malvadas. Pues sí, las había, y las seguirá habiendo como en toda época y lugar, pero las de buen corazón eclipsaban a las mentes retorcidas, de modo que uno se sentía querido y apreciado por la mayoría. Era nuestra forma más universal de comulgar.

Esa esa es tal vez la misión y enseñanza de San Lorenzo mártir.

Yo sigo viajando con él; con la bondad de la tía Ramona; con el exquisito turrón de la tía Juana; con los caramelos cayada de colores; con la exquisitez del buen guiso de conejo y pichones de paloma; con la algarabía que provocaban las campanas al anochecer la víspera de San Lorenzo, y los cohetes; con el sonido del acordeón, saxofón, trompeta, batería y redoblante marcando un pasodoble y, ¡cómo no!, con una mirada pícara de muchacho adolescente hacia las mozas que ponían su mano en el pecho de su pareja para que no la achuchara, porque había ojos censores por todas partes.

Todo esto se fue, pero permanece tan vívido como si hubiera sucedido ayer.

Este ha sido mi homenaje al Patrón San Lorenzo, con el que terminaré mis días, porque es el artífice de mi trayectoria vital, y porque así está escrito.  

 Félix Carreto

 La Zarza de Pumareda, 10 agosto de 2025 

24 junio 2025

El día de San Juan

Aún recuerdo, como si fuera ayer, aquella mañana de mi infancia cuando mi abuela Pepa me llevó de la mano a ver bailar el sol. Hay escenas que misteriosamente perduran en la memoria hasta el final de los tiempos.





















Era el día de San Juan. Mi abuela era muy piadosa y celebraba ese santoral a su manera, pues era devota de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, a partes iguales. Ella me explicaba la diferencia entre ambos y yo, acurrucado en su regazo, la escuchaba embelesado porque su voz tenía una suavidad y dulzura tal, que tenía el poder de despertar en mi imaginación escenas idílicas de un tiempo lejano.

Levantarse para ver salir el sol era casi un suplicio para mí, pues había que madrugar mucho. Mi padre se levantaba temprano para acudir al tajo en la construcción de una carretera que llevaría a un pantano. No le hacía falta despertador, pues siempre se acostaba a las diez y a las seis a estaba “arriba”, como le gustaba decir, de manera automática. No obstante, madre puso el despertador a las seis y media, para estar listo en torno a las siete para disfrutar del gran espectáculo. Mi abuela me había hablado de todos los rituales que comenzaban ese día con el sol danzando, para empezar, y las campanas sonando en el fondo del lago de Sanabria, seguido de las hogueras que celebrábamos la noche de ese día y no la víspera. Así que a mí todo aquello me parecía un regalo divino, y como tal lo vivía, ya que acababa de tomar la primera comunión y además era monaguillo, de modo que todo lo que tuviera el aroma de lo celestial me hechizaba.

Madre me llamó dos o tres veces. Yo me daba media vuelta y… a dormir. Al final se enfadó: “¡¿Quieres o no ver bailar el sol?!, retumbó su voz en la alcoba donde, ahora sí, reinaba una temperatura idónea para dormir a pierna suelta, por contraste con los días gélidos de invierno.

Me levanté rezongando. Casi titubeando llegué hasta la palangana. Me refresqué la cara y comencé a disfrutar de lo que era la frescura del nuevo día. Por el ventanuco se colaba una luz casi azulada y limpia, por donde penetraban, además, los aromas frescos de una primavera que nos decía adiós.

Salí a la calle terrosa con el pantalón corto y en camisa y peinado con un tupé que despejaba mi frente y del que estaba orgulloso. Me dirigí a casa de abuela que vivía en las afueras, como nosotros, pero ella mirando al naciente. Me topé con un pastor que llevaba colgado el zurrón y la cayada en la mano y me preguntó que adónde iba tan temprano.: “A ver bailar el sol “, le dije en tono eufórico como quien va a una corrida de toros. “ Pues yo lo veo bailar todos los días, y no te creas que me hace mucha gracia…”, dijo esbozando una sonrisa.

Se respiraba el frescor de la hierba y de las tomateras en los huertos. Algunos rosales desprendía una fuerte fragancia y eso me despertó del todo.

Seguí bordeando las afueras por el camino donde había una charca que se helaba en invierno, y alguna rana me saludó: “Croa, croa, croa”. Era la primera vez que disfrutaba de la belleza matinal, de un aroma tan puro y fresco que tuve la sensación de que mi pueblo era otro.

Mi abuela me dio un beso al verme tan bien arreglado y pasó la mano mojada de colonia por mi pelo. Era como si fuera la unción sacramental del obligado ritual en la mañana de San Juan.

     —Tu abuelo y tíos han marchado a segar la mies —dijo mientras recogía los platos donde habían comido huevos fritos, chorizo, pan que abuela hacía en su horno  de barro , comprado a un comerciante de Pereruela ( Zamora) que vendía también botijos y cántaros. Me imaginaba a mi abuelo, a su hermano Agapito, a mis tíos Indalecio y Pepe, salir de casa calados con el sombrero de paja, la hoz en la mano, las dedaleras de cuero para no cortarse los dedos y el botijo con agua fresca. Había que sudar mucho para recoger lo que sería el pan de todo el año.

En el cielo aparecieron encendidos los arreboles dispersos de un rojo que parecía el carbón de la fragua cuando soplaba con el fuelle el herrero.

     —Hay que darse prisa para no perdernos la salida, que el sol no va a tardar —dijo mi abuela, toda vestida de negro, pasando una mano por la frente para ajustarse el pañuelo negro también. Contemplaba fascinado su moño canoso con alguna brizan negra, fruto perenne de su marchita juventud. Moño tan bien enrollado, sujeto con un rascamoño de hueso, heredado de una hermana que emigró a la Argentina.  Enfrente de su casa había una loma” El Cotorro”, de unos cien metros y desde allí se divisaba el horizonte tanto hacia el Este como al Oeste.

Me tomó la mano, aquella mano cálida, generosa y suave de abuela protectora, y comenzamos a subir la suave ladera. Sentamos en una peña que se elevaba de un metro al borde del camino. Enfrente, el horizonte moteado de robles frondosos y parcelas con sus cercas de piedra. Abuela sacó del bolsillo del delantal un rosario y comenzó a rezar unas alabanzas al Señor por habernos regalado un día más en paz y armonía. Rezamos tres avemarías y comenzamos a esperar la llegada del tan anisado astro.

     —¿Es verdad que baila, abuela?

 —Pues claro, hijo. Es un homenaje a San Juan, un regalo divino para que no perdamos la fe en los apóstoles y practiquemos el Evangelio —respondió dándome un palmadita en el dorso de mi mano.

     —Atento, que ya va a salir. Esto solo dura unos segundos. Todo pasa muy rápido, como la vida misma. Hay que mirar fijamente y, cuando haya salido por completo, verás que esa oblea roja inmensa se tornará cada vez más clara y luminosa. Entonces hay que dejar de mirar, porque si no te quedas ciego.

Lo de “ciego” me asustó, y prometí cumplir al pie de la letra sus consejos.

   —Ahora —dijo tomando la mano cuando asomó la cresta roja como yema de huevo — míralo sin pestañear, verás que maravilla.

Todo mi cuerpo vibraba de emoción cuando observé el tembleque del sol. Tal vez por eso lo veía danzar aun con más brío. Mi respiración parecía haberseme apagado. Fueron unos segundos realmente mágicos. Abuela me estampó un beso en la frente y me dijo:

     —Nunca hay que perder la fe, en ella está nuestra razón de vivir.

     Solo hoy comprendo la profundidad de las palabras de mi abuela Pepa, que en gloria esté. Luego celebraríamos, llegada la noche, las hogueras y los rituales que la acompañaban, donde el humo que desprendían los tomillos bendecidos el día del Corpus Cristi, tenían el poder sanador.

La lección es que la fe, como dijo mi abuela Pepa, tiene un poder ilimitado.

 Luego, a las nueve, acudí a la iglesia como purificado para servir al párroco en la misa donde tocaba la campanilla y le vertía en el cáliz, agua y vino, más vino que agua. Al tomar la sagrada hostia, tuve la impresión de haber hallado una paz indescriptible, como nunca lo sentí.

     En mi alma llevo el aroma y la luz de aquella mañana única; el sol danzarín y la fe de mi abuela que me acompañará hasta el final de los tiempos.