24 junio 2025

El día de San Juan

Aún recuerdo, como si fuera ayer, aquella mañana de mi infancia cuando mi abuela Pepa me llevó de la mano a ver bailar el sol. Hay escenas que misteriosamente perduran en la memoria hasta el final de los tiempos.

Era el día de San Juan. Mi abuela era muy piadosa y celebraba ese santoral a su manera, pues era devota de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, a partes iguales. Ella me explicaba la diferencia entre ambos y yo, acurrucado en su regazo, la escuchaba embelesado porque su voz tenía una suavidad y dulzura tal, que tenía el poder de despertar en mi imaginación escenas idílicas de un tiempo lejano.

Levantarse para ver salir el sol era casi un suplicio para mí, pues había que madrugar mucho. Mi padre se levantaba temprano para acudir al tajo en la construcción de una carretera que llevaría a un pantano. No le hacía falta despertador, pues siempre se acostaba a las diez y a las seis a estaba “arriba”, como le gustaba decir, de manera automática. No obstante, madre puso el despertador a las seis y media, para estar listo en torno a las siete para disfrutar del gran espectáculo. Mi abuela me había hablado de todos los rituales que comenzaban ese día con el sol danzando, para empezar, y las campanas sonando en el fondo del lago de Sanabria, seguido de las hogueras que celebrábamos la noche de ese día y no la víspera. Así que a mí todo aquello me parecía un regalo divino, y como tal lo vivía, ya que acababa de tomar la primera comunión y además era monaguillo, de modo que todo lo que tuviera el aroma de lo celestial me hechizaba.

Madre me llamó dos o tres veces. Yo me daba media vuelta y… a dormir. Al final se enfadó: “¡¿Quieres o no ver bailar el sol?!, retumbó su voz en la alcoba donde, ahora sí, reinaba una temperatura idónea para dormir a pierna suelta, por contraste con los días gélidos de invierno.

Me levanté rezongando. Casi titubeando llegué hasta la palangana. Me refresqué la cara y comencé a disfrutar de lo que era la frescura del nuevo día. Por el ventanuco se colaba una luz casi azulada y limpia, por donde penetraban, además, los aromas frescos de una primavera que nos decía adiós.

Salí a la calle terrosa con el pantalón corto y en camisa y peinado con un tupé que despejaba mi frente y del que estaba orgulloso. Me dirigí a casa de abuela que vivía en las afueras, como nosotros, pero ella mirando al naciente. Me topé con un pastor que llevaba colgado el zurrón y la cayada en la mano y me preguntó que adónde iba tan temprano.: “A ver bailar el sol “, le dije en tono eufórico como quien va a una corrida de toros. “ Pues yo lo veo bailar todos los días, y no te creas que me hace mucha gracia…”, dijo esbozando una sonrisa.

Se respiraba el frescor de la hierba y de las tomateras en los huertos. Algunos rosales desprendía una fuerte fragancia y eso me despertó del todo.

Seguí bordeando las afueras por el camino donde había una charca que se helaba en invierno, y alguna rana me saludó: “Croa, croa, croa”. Era la primera vez que disfrutaba de la belleza matinal, de un aroma tan puro y fresco que tuve la sensación de que mi pueblo era otro.

Mi abuela me dio un beso al verme tan bien arreglado y pasó la mano mojada de colonia por mi pelo. Era como si fuera la unción sacramental del obligado ritual en la mañana de San Juan.

     —Tu abuelo y tíos han marchado a segar la mies —dijo mientras recogía los platos donde habían comido huevos fritos, chorizo, pan que abuela hacía en su horno  de barro , comprado a un comerciante de Pereruela ( Zamora) que vendía también botijos y cántaros. Me imaginaba a mi abuelo, a su hermano Agapito, a mis tíos Indalecio y Pepe, salir de casa calados con el sombrero de paja, la hoz en la mano, las dedaleras de cuero para no cortarse los dedos y el botijo con agua fresca. Había que sudar mucho para recoger lo que sería el pan de todo el año.

En el cielo aparecieron encendidos los arreboles dispersos de un rojo que parecía el carbón de la fragua cuando soplaba con el fuelle el herrero.

     —Hay que darse prisa para no perdernos la salida, que el sol no va a tardar —dijo mi abuela, toda vestida de negro, pasando una mano por la frente para ajustarse el pañuelo negro también. Contemplaba fascinado su moño canoso con alguna brizan negra, fruto perenne de su marchita juventud. Moño tan bien enrollado, sujeto con un rascamoño de hueso, heredado de una hermana que emigró a la Argentina.  Enfrente de su casa había una loma” El Cotorro”, de unos cien metros y desde allí se divisaba el horizonte tanto hacia el Este como al Oeste.

Me tomó la mano, aquella mano cálida, generosa y suave de abuela protectora, y comenzamos a subir la suave ladera. Sentamos en una peña que se elevaba de un metro al borde del camino. Enfrente, el horizonte moteado de robles frondosos y parcelas con sus cercas de piedra. Abuela sacó del bolsillo del delantal un rosario y comenzó a rezar unas alabanzas al Señor por habernos regalado un día más en paz y armonía. Rezamos tres avemarías y comenzamos a esperar la llegada del tan anisado astro.

     —¿Es verdad que baila, abuela?

 —Pues claro, hijo. Es un homenaje a San Juan, un regalo divino para que no perdamos la fe en los apóstoles y practiquemos el Evangelio —respondió dándome un palmadita en el dorso de mi mano.

     —Atento, que ya va a salir. Esto solo dura unos segundos. Todo pasa muy rápido, como la vida misma. Hay que mirar fijamente y, cuando haya salido por completo, verás que esa oblea roja inmensa se tornará cada vez más clara y luminosa. Entonces hay que dejar de mirar, porque si no te quedas ciego.

Lo de “ciego” me asustó, y prometí cumplir al pie de la letra sus consejos.

   —Ahora —dijo tomando la mano cuando asomó la cresta roja como yema de huevo — míralo sin pestañear, verás que maravilla.

Todo mi cuerpo vibraba de emoción cuando observé el tembleque del sol. Tal vez por eso lo veía danzar aun con más brío. Mi respiración parecía haberseme apagado. Fueron unos segundos realmente mágicos. Abuela me estampó un beso en la frente y me dijo:

     —Nunca hay que perder la fe, en ella está nuestra razón de vivir.

     Solo hoy comprendo la profundidad de las palabras de mi abuela Pepa, que en gloria esté. Luego celebraríamos, llegada la noche, las hogueras y los rituales que la acompañaban, donde el humo que desprendían los tomillos bendecidos el día del Corpus Cristi, tenían el poder sanador.

La lección es que la fe, como dijo mi abuela Pepa, tiene un poder ilimitado.

 Luego, a las nueve, acudí a la iglesia como purificado para servir al párroco en la misa donde tocaba la campanilla y le vertía en el cáliz, agua y vino, más vino que agua. Al tomar la sagrada hostia, tuve la impresión de haber hallado una paz indescriptible, como nunca lo sentí.

     En mi alma llevo el aroma y la luz de aquella mañana única; el sol danzarín y la fe de mi abuela que me acompañará hasta el final de los tiempos.