04 diciembre 2009

El salón del Tio Aquilino












En La Zarza hubo dos salones de baile que alcanzaron su máximo apogeo, como el resto de actividades, a finales de los cincuenta y principio de los sesenta, debido a la construcción del embalse o Salto de Aldeadávila como se denominó al conjunto de la obra hidroeléctrica.
Uno era el salón del “Tío Aquilino” o Salvadora, el otro el de Luciano o Esperanza, parientes mios. Ya cerrados, ambos forman parte de nuestra historia, y es un poco lo que voy contar, sobre todo a los que no vivieron aquel tiempo. La estructura de ambos era muy similar: salon de baile, sala de juego y bar, dentro de la distribución de la propia vivienda.
En este caso me centraré exclusivamente en el salón del tío Aquilino por ser el que más frecuenté en mi infancia-adolescencia; el disfrute en el otro fue en una edad más tardía y abarcaría otro capítulo.
El salón situado frente al pilar, junto a la carretera, donde siempre paraba y para el coche de línea, conserva su estructura original aunque algunas de las ventanas están cerradas a cal y canto, para que nada salga o para que nada entre.
Se accedía al bar y salón por un amplio tramo de calle sin salida, lo que resultaba idóneo para nosotros, pues al no haber tránsito de animales y solo de quienes acudían al bar, nos ofrecía así una amplia zona de juego, disfrutando del trajín de gente que entraba y salía; a veces cantando, a veces con una copa de más con el puro farias en la boca, a veces con cara mohína por haber perdido en el juego de cartas, pero siempre satisfechos por disfrutar plenamente de una jornada de descanso.
Como decía, en la época del Salto, el pueblo había doblado sus habitantes y los domingos y festivos los bares estaban abarrotados, entremezclándose gente del pueblo y foráneos, obreros del Salto afincados en el pueblo, la mayoría gente joven, alegre como el vino de la Ribera que fluía en torno al mostrador, como la jarra de cerveza con gaseosa que se pasaban una y otra vez de mano en mano para echar un trago entre cante y cante, cada miembro de la cuadrilla y, después de terminada: ¡otra jarra Salvadora!
A lo largo del año, por distintos motivos, la máxima actividad de los bares y salón se desarrollaba en invierno y verano.
Por aquel entonces, las estaciones del año estaban bien marcadas, como en toda la meseta castellana; agua, nieve, frío y calor no fallaban en su debido momento.
Los domingos y festivos, tanto el bar como el salón del tío Aquilino se convertían en nuestro refugio de forma casi furtiva en las tardes de invierno. Aunque no era de su gusto ver a chavales en el bar, a fuerza de insistir, poner cara de frio y a condicion de ser “buenos”, el tío Aquilino hacia la vista gorda.
El pavimento de las calles era la propia tierra de modo que cuando llovía
en otoño e invierno se embarraban con facilidad. Entonces para acceder al bar, había un tramo enlodado de unos dos metros junto a la carretera que había que salvar saltando sobre unas pequeñas piedras colocadas para la ocasión.
Recurría al bar del tío Aquilino en aquellas tardes de domingo, gélidas o lluviosas y grises, para disfrutar con algún amigo del ambiente calido y alegre que reinaba en el interior. En la sala de juego donde varios grupos jugaban al tute o a la subasta, los braseros calentaban el ambiente; el vino y el coñac hacían el resto.
Había un gran sentido de la elegancia y el domingo, cada cual, después del afeitado riguroso se vestía con la mejor ropa: camisa blanca y corbata, abrigo, gabardina o pelliza, y sobre todo con el pelo reluciente de brillantina. El humo de los puros y cigarrillos planeaba en la atmósfera cuyo aroma se mezclaba con el olor del vino, el coñac, el café, las aceitunas, los berberechos y mejillones y la colonia de siempre que vendían a granel en la tienda. Mi abuelo Ángel que era un asiduo, me invitaba siempre a una ración de cacahuetes o de aceitunas de la zona, perfumadas con el aderezo de tomillo y otras hierbas aromáticas.
Cuando la lluvia se adueñaba de la tarde y el cielo plomizo lo invadía todo, solo los más jóvenes se atrevían a deambular de bar en bar, el resto permanecía quieto en uno, y era entonces cuando se gozaba del mejor ambiente: unos jugando a la rayuela, otros a los chinos, una voz que desentonaba cantando una ranchera por aqui, otro haciendo reír con sus chistes por allá, otros comentando con vehemencia las peripecias del día a día. Mi amigo Ventura y yo éramos simples espectadores, pero también deseábamos participar de aquel ambiente. Sabedores que el tío Ismael nos atendía bien, pues era una persona afable, bastante culta y con mucho sentido del humor, dispuesto siempre a demostrar sus dotes de actor, le pediamos que nos cantara el célebre chotis del“Pichi”. No hacia falta pedírselo dos veces. Se plantaba tieso como un torero brindando al público y con su chato de vino en la mano y marcando los pasos del baile, paso adelante y paso atrás cantaba: ”Pichi, es el chulo que castiga/del portillo a la Arganzuela/ porque no hay una chicuela/que no quiera ser amiga/de un seguro servidor. ¡Pichi! ...anda que te ondulen con la “permanen”/y si te sofocas¡tómalo con seltz!” y terminaba alzando la copa y echando un trago. ¡Qué! ¿Habéis quedado satisfechos? No, otra vez, tío Ismael, repetíamos. Más tarde, más tarde, concluía.
Buscaba entonces la distracción que me proporcionaba el juego de la rayuela. Este juego, en mi pueblo, se refiere concretamente al que se juega sobre una mesa. Es preciso una mesa camilla con el tablero de madera circular.Se traza una línea en el centro quedando éste divido en dos semi circulos. En el centro sobre la línea trazada se dibuja un pequeño rectángulo como una minúscula portería de futbol. El otro elemento del juego son unas monedas grandes de cobre de la época de Alfonso XII Y XIII, que hay que lanzarlas desde unos cinco metros intentando que caigan sobre la raya o dentro del rectángulo. Sobre la raya vale dos puntos, dentro del rectángulo sin tocar las lineas,cuatro. Si ninguna pisa la raya,ni entra en el rectángulo,gana la que más se acerque a la raya. La mesa estaba situada en un rincón del bar dejando un espacio entre la mesa y el muro para poder recoger las monedas que se caían. Precisamente en el rincón me colocaba yo, donde no estorbaba, y recogía las monedas que se caían para entregárselas al judador, asi me ganaba la estima y el derecho a permanecer como espectador. Una partida memorable me quedó grabada para siempre por los protagonistas en juego y el vibrante desenlace. Matias, era un jugador acérrimo de la rayuela; buen tirador y perspicaz, dominaba al adversario psicológicamente con sus bravatas y desafíos amistosos consiguiendo sacarle el máximo partido. Era un animador innato. Procedente de San Felices de los Gallegos, trabajaba en el Salto como capataz de barrenistas. Rondaba los cuarenta años. Tenía un aire quijotesco: alto, seco, con un bigote más largo que espeso, culto y dicharachero, utilizaba palabras y expresiones con las que me quedaba porque nunca las habia oído en La Zarza. Fumaba como una coracha y bebía lo justo para dominar el juego con temple y cordura. La partida tocaba a su fin y en la última jugada podía ganar cualquiera de los dos equipos compuestos de tres jugadores cada uno. La estrategia de Matías, como líder de los suyos, consistía en lanzar la moneda el último, para poder incidir mejor sobre el desenlace. A Matías le faltaban cuatro puntos para alcanzar los veintiuno y ganar la partida, pero a sus contrincantes solo le faltaban dos.
Comenzaron a lanzar uno de cada equipo. Las monedas de sus adversarios estaban más cerca de la raya y ganaban hasta el momento. Lanzó el último del equipo contrario y la moneda cayó sobre la raya consiguiendo así los dos puntos para ganar, pero quedaba por lanzar Matias. Como siempre, antes de lanzar, iniciaba su ritual: se atusaba el bigote, chupaba una larga calada del pitillo, pero esta vez se le habia apagado. Tranquilos, dijo, hay que tomar esto con calma. Cogió el mechero chiscándolo sin parar, pero no pudo encenderlo por falta de gasolina. Sacó una moneda del bolsillo, se dirigió al pequeño surtidor de gasolina para mecheros colgado en la pared a la altura del hombro, introdujo la peseta por la ranura, apretó el botón y la dosis de gasolina salió por el pitorro empapando el algodón del reservorio del mechero.Encendió con parsimonia el cigarrillo, dio una calada y sin retirarlo de la boca; se atusó de nuevo el bigote, se colocó en el lugar del lanzamiento, flexionó la rodilla derecha varias veces balanceando a la vez de atrás adelante el brazo para templar el pulso, se hizo un silencio expectante y lanzó la moneda. Esta fue a golpear la de su adversario que estaba sobre la raya desplazándola con tanta fortuna para él, que la suya cayó dentro del cuadro consiguiendo de una tacada los cuatro puntos necesarios para ganar. Se hizo una explosión de voces, risas, lamentos, felicitaciones, jolgorio incontrolado, tanto, que apareció el tío Aquilino detrás del bar en lo alto de los cinco escalones que comunicaban con la cocina, llamando a la calma a Matías y a los suyos. La euforia fue decayendo al tiempo que Matias lanzaba: ¡Salvadora, otra ronda de mejillones y vino, que pagan estos! Los adversarios pedían el desquite.
Se abrió la puerta y entró aire frío con un grupo de jóvenes con la gabardina mojada mientras alguno maldecía a la lluvia y secaba su pelo con el pañuelo. El agua que caía de los canales repicaba con fuerza en las losas de la entrada. Al poco rato la lluvia amainó. El reloj de péndulo colgado en la pared marcaba las siete y media. Tenía que regresar a casa. Salí del bar corriendo carretera arriba, sorteando los baches llenos de agua y los cantos sueltos de la carretera ya que las luces mortecinas no alumbraban todo el camino. Nada más entrar en casa, mi madre me decía: ”¡No hace falta que jures de donde vienes, traes el bar contigo!”. Era cierto. El fuerte aroma del bar impregnaba la ropa y el olor duraba al menos tres días; olor que llevo dentro por lo agradable que siempre me ha resultado; probablemente porque representa esos momentos de felicidad imborrables; olores y aromas distintos sin embargo en cada bar.
Juan Carreto, pariente de nuestro amigo Macario, de Mieza, trajo el cine a La Zarza. Si no llovía, cargaba los artilugios (proyector cintas) al lomo de la mula y nos traía el cine. Tiempo después acudía en un coche negro tipo Chicago años treinta. Había una sesión el sábado por la noche para adultos y otra el domingo por la tarde para todos, pero los chavales disuadíamos a los adultos con nuestro incesante parloteo. Yo era monaguillo entonces y la perra gorda que me daba el cura cada semana, no me alcanzaba de modo que seguía a mi abuelo Ángel de bar en bar hasta que al final caía una peseta. ”Toma, anda al cine”. ” ¡Gracias abuelo!”. Y ufano con mi peseta apretada en el puño iba carretera abajo, enseñándosela a mis amigos y repitiendo ”voy a ver el cine sonoro, cine sonoro”. Cierto es que no sabia el significado de “sonoro” pero me resultaba melódico y simplemente repetía lo que pregonaba la Tía Petra, la alguacila: ”Esta noche, en el salón de Aquilino, cine sonoro, se titula: la Duquesa De Benameji”
El proyector colocado sobre una mesa en el bar, lanzaba sus haces de luz sobre la pantalla a través de una ventanilla abierta en el tabique que separaba el bar del salón. Detras de la pantalla (una sábana blanca colgada) colocaban el altavoz y comenzaba la pelicula.
En el salón nos sentábamos en unos bancos largos sin respaldo. A ser posible las chicas evitaban ser incordiadas por los chavales pero aun así siempre se generaban suspicacias. Era imposible mantener el silencio total.
“Mira, mira se van a besar”, comentaba uno. Callaros, respondía alguna chica, y así de continuo. De vez en cuando se cortaba la cinta. Se formaba un griterío de protesta. Acudia el tío Aquilino para apaciguar el ambiente. Reparada la cinta seguia la sesión, más pendientes de descubrir un escote, un beso, una caricia, que de seguir el propio argumento. En alguna ocasión se cortaba la luz. Otra vez guirigay y protestas. Acudia entonces el tío Aquilino con una linterna para calmarnos.” No os movais que el ventarrón ha cruzado los hilos de la luz en la calle”. Salía con un largo varal para desenredarlos, lo que solía producirse casi siempre en mismo lugar. ¡Llegó la luz, llegó la luz! A ver si os calláis, replicaban las chicas. Reanudada la sesión, los traviesos seguían provocando. ”Pepe, no te arrimes tanto a mi prima”. ¡Callaos de una vez! respondía otra chica enfadada. Pero desde atrás se alzó otra voz que decía: ”Pepe, anda, saca tu mano que meta la mía”. De repente estalló una algazara impresionante. Se encendió la luz. Se abrió la puerta. Apareció el tío Aquilino con su sombrero y el puro en la boca.
A ver, tú, ¡a la calle!
Yo no he hecho nada, tío Aquilino.
Si, eres el alborotador de siempre, replicó enfadado el tío Aquilino.
Yo no he sido.
¿Pues quién ha armado este follón?
Al final delató a su compañero.
¡Hala!, a la calle los dos, y la próxima, si no cambiáis, no entráis más. Y no quiero volver a oír ni una mosca, ¿entendido?
La película prosiguió por primera vez en silencio.
Estos era los ingredientes necesarios para que una sesión de cine fuera para nosotros divertida.
Por aquel entonces, en pleno invierno, unos gitanos que llamábamos los “húngaros” por su procedencia del Este de Europa, recorrían los pueblos ofreciendo un espectáculo circense muy divertido. Vivian en unas carrozas de madera bastante amplias tiradas por caballos, acompañados de animales para el espectáculo y permanecían bastantes días en el pueblo.
El salón del tío Aquilino era una vez más el lugar donde se desarrollaban los números que las personas y animales nos ofrecían.
De nuevo el domingo por la tarde podíamos asistir al espectáculo. Comenzaba una chica de unos diez años haciendo contorsiones y doblándose hacia atrás hasta tocar el suelo con la cabeza. Los chavales asistíamos boquiabiertos el desarrollo de los distintos ejercicios de gimnasia . Después le tocaba el turno a un mono que obedecía las órdenes de su amo.”Siéntate en la silla” y se sentaba, ”da unos saltos hacia atrás” y los daba ,” besa a esa chica” y ante el rechazo previsible de los presentes, su amo le decía: ”adonde vas atrevido,…¡ vuelve aquí!” , y se quedaba mirando a su amo ante las risas de todos. Le ofrecía unos cacahuetes , se comía el fruto y nos tiraba con la cáscara. Despues pasaba el turno a la cabra. El señor desplegaba una escalera de tijera, no mas alta que su hombro. En la plataforma del último peldaño fijaba un artilugio de la circunferencia de un cenicero donde la cabra debía colocar sus cuatro patas . Subía peldaño a peldaño y comenzaba colocando una pezuña, después la segunda y cuando parecía que no quedaba espacio conseguía colocar las cuatro, ante la sorpresa de los chavales. ¡Que cabra mas lista! comentaba uno. ”Que se la compre tu abuelo” contestaba otro, y así en un ambiente festivo.
Después cerraba la sesión el caballo blanco. Abre la puerta y mete al caballo “Reverte “, le ordenaba a un chaval de unos doce años que tocaba un redoblante para animar algún número. Colocaba un periódico abierto en el suelo. El señor le decía al caballo. ”A ver, Reverte, anda, léeme eso:” Y el caballo arrimaba el hocico al periódico girando la cabazada de un lado a otro. ¿Ven ustedes como lee?
“Pues si que lee” replicaba un chaval con cierta guasa. Calma chavales, pedía el señor.
Después en voz alta, le decía al caballo; “Averigua ahora cual es la moza más guapa de aquí”. El señor se dirigía a una que no lo era, y el caballo giraba la cabeza en signo negativo. ¿Y esa? Misma respuesta. El caballo acertaba siempre. Asi hasta cuatro veces. A la quinta el señor eligió a Dolores que era una belleza y entonces el caballo respondió moviendo la cabeza de arriba abajo, afirmativamente.
¡Ha acertado! ¡que listo! Comentábamos sorprendidos unos, mofándose otros. Y cuando todo eran risas y comentarios el caballo levantó el rabo y el chaval del redoblante tuvo el reflejo de colocar a tiempo el tambor bajo el rabo, llenándose de cagajones. El pestilente olor invadió el salón, las mozas y chicas salieron pitando, abrieron las ventanas para ventilar, y apareció el tío Aquilino.
¡Que pasa! dijo sorprendido por lo que veía.
Nada, ya ve usted, el caballo que anda un poco suelto, dijo disculpándose su amo.
Lo peor es que al domingo siguiente volvió a producirse la misma faena y una vez más el chico con el redoblante salvó la situación. Entonces apareció de nuevo el tío Aquilino, muy cabreado, interrogando al dueño del caballo: “Oiga, si su caballo es tan listo que sabe leer y reconocer a las chicas guapas, y a las feas, ¿por qué antes de meterlo al salón no le pregunta si tiene ganas de cagar?”
Sí, se lo pregunto, señor, pero el muy pícaro se lo calla.
Pues en este salón no entra más, ni su cabra, ni su mono, ni su caballo, ni la madre que lo parió. ¡Búsquese otro lugar! Algunos chavales comentaban que lo tenía amaestrado para acabar la función antes.
Y así transcurrieron aquellos días fríos y lluviosos, entre títeres, cine y baile en el salón del tío Aquilino.

Invierno tras invierno íbamos creciendo y ya, adolescentes maduritos, el salón del tío Aquilino era el centro de nuestras andanzas, pero como actores o protagonistas de trastadas que urdíamos en las fiestas llegado el verano. Se abrían entonces las ventanas del salón de par en par, para que entrara aire fresco, y mientras caía la tarde, la música de la gramola se expandía entre los huertos y la alameda del Pozo Airón.
Cuando la pista de baile estaba vacia, Alfonso, alto y bien plantado, abría con su pareja el baile al ritmo de un vals frenético de acordeón, y como un torero dando la vuelta al ruedo, completaba un sinfín de vueltas al salón.
Salvador, el hermano de María, era el especialista en tangos; del resto nadie me llamó particularmente la atención.
El día de San Lorenzo, nuestra gran fiesta, la esperábamos para disfrutar a nuestro aire. Eran tiempos con ganas de bailar, y se bailaba. Recuerdo la orquesta que amenizaba el baile: tres músicos venidos de Ledesma que tocaban la batería, el acordeón y el saxofón y trompeta. Hacia calor y las ventanas permanecían abiertas mientras el salón se llenaba de parejas, muchas de pueblos limítrofes.
Las mujeres mayores y los chavales nos agolpábamos a las ventanas para disfrutar del ambiente y cada cual satisfacía sus curiosidades o sus deseos insatisfechos. Los chavales más pendientes del coqueteo de las parejas, de si se arrimaban mucho o poco, o si se miraban con ojos pícaros y los seguíamos hasta perderlos de vista. Las mujeres más atentas al comportamiento de los suyos, observando las buenas maneras de las chicas, descubriendo o imaginando el nacimiento de un noviazgo, pues de allí se alimentarían gran parte de los chismes aireados en los lavaderos públicos pasada la fiesta.
Nuestra trastada elegida consistía en lanzar a las chicas la semilla de un cardo, gruesa como un hueso de aceituna y con unos pelos o filamentos idénticos al velcro, que al alcanzar el cabello se enredaba diabólicamente.
Pero los que rondaban los veinte años hasta que no consumaban su gamberrada no cejaban. Habia una ventana grande en la trasera del salón que daba a un callejón oscuro. El tío Aquilino hacia rondas porque sabia que por allí podía llegar la “sorpresa”·. Pero como no podía estar en todas partes al final ocurría lo inevitable. En una ocasión vi como los chavalotes aparecían con un saco de paja que lanzaban por la ventana, en pleno apogeo del baile. Salieron mozos del salón ,después el tío Aquilino, para intentar atraparlos, pero los alborotadores corrían como galgos y desaparecieron en la oscuridad de la noche. Se retiró la paja y el baile continuó sabiendo que no volvería a ocurrir nada, pues el acto tan deseado por unos cuantos, ávidos de sensaciones fuertes, se bahía consumado.

Fue durante el verano, aun pequeño, cuando asistí por primera vez a una obra de teatro en el salón que nos ofrecían los artistas de la farándula. Montaron un escenario en el fondo del salón con el decorado del interor de una vivienda. Debia de tratarse de una comedia dramática porque recuerdo al matrimonio discutiendo acaloradamente, cuando súbitamente el marido empuñó una escopeta de caza como la de mi abuelo, bajó unas escaleras como saliendo de casa y se oyó un disparo. Supuse que se había pegado un tiro. Terminada la sesión, aparecieron todos los actores saludando radiantes incluido el señor de la escopeta. Me quedé tranquilo al comprobar que no se habia matado.
Y un verano de tantos, ya con veinte años, regresé de Paris por primera vez de vacaciones.
El día de San Lorenzo nos juntamos Ventura, Abelardo con otros amigos y amigas en la sesión de baile antes de comer. El tío Aquilino habia modernizado su discoteca. Le pedimos que nos pusiera un Twist. Entonces Abelardo que era el más hábil en este tipo de baile, daba la vuelta al salón con su pareja, agachado girando y girando rodillas y cadera ante la mirada de las personas mayores que no entendían la diversión con un baile tan raro o ridículo. Era el relevo generacional de Alfonso y de Salvador. Eran nuevos tiempos. Bailábamos entusiasmados el Rock, el Twist y otros bailes sueltos que poco a poco irían imponiéndose. El cura de nuestra infancia hubiera bendecido la llegada de tales bailes, más alejados de la carne y por tanto del pecado. Tuvimos la suerte de ser la generación que disfrutó de los bailes clásicos y modernos a la vez.
Fueron los últimos estertores del salón porque no tardó en cerrar
definitivamente.

El salón del tío Aquilino cumplió una función social muy importante, y los chavales de los años 50 y 60 fuimos creciendo al ritmo de la tabla de multiplicar en la escuela, al ritmo de la trilla en la era y al ritmo de la música de acordeón en el salón del Tío Aquilino.

Félix.

5 comentarios:

Manuel dijo...

¡Cuántos recuerdos, cuántas vivencias! Cómo las vives y las describes, y nos las haces revivir a los demás; de manera especial a los que conocimos y compartimos aquellos años, sentimos tu misma emoción, olemos, oímos el guirigay, la música, ….Rodeábamos al coche de línea cuando llegaba, para ver quién subía o quién bajaba o simplemente para contemplar el coche. También pisamos aquellos barros, olimos la gasolina de aquellos curiosos cargadores (¡qué adelantos!)… ¡Respigones!, eso, respigones, ¿no llamábamos así a esos cardos enredosos a los que te refieres... que iban a las cabelleras e las chicas?... Recuerdos… ¡Cuántos recuerdos, cuántas vivencias!
-Manolo-

Anónimo dijo...

Muy bien Félix: Lejanos recuerdos que nos refresca la memoria este relato. Cuanta guerra habremos dado al entrañable tio Aquilino. Cuantas conversaciones y cuantas tonterías tuvo que aguantar la entrañable tía Salvadora detrás del mostrador. Esta mujer era la paciencia personificada.
Abundando en las anécdotas que cuentas del tio Aquilino, si me permites contaré otra de tantas que yo recuerdo del tio Aquilino durante una sesión de cine:
Mientras se veía la película era costumbre fumar en el salón con la mayor naturalidad, y el señor que lo proyectaba había hecho varias advertencias para que se abstuvieran de fumar por razones obvias.
Durante una de las sesiones que estaba el salón a reventar de humo de cigarros, de repente se encendió la luz y apareció el tio Aquilino con su inseparable colilla de puro entre los labios y exlcamo: ¡¡PERO COMO COÑOS HAY QUE DECIROS QUE AQUÍ NO SE PUEDE FUMAR!!
(Paco)

Anónimo dijo...

Experiencias parecidas a las que nos relata Félix las vivimos los que como yo llegamos después, aunque ya los últimos años antes de su cierre; así que el señor Aquilino y su señora tuvieron que batallar con no pocas "tandas" de mozalbetes a cuál más gerrera.Era el salón y sus inmediaciones el paradero final de toda la chavalería "a ver si se caía algo ó a armar alguna"... como recoger esos respigones en los prados cercanos haciendo una piña ó pelota y con esa munición lanzar desde las ventanas abiertas a las mozas que bailaban, ¡que trastada!
¿Y cuando venía algún forastero en moto y la aparcaba frente al bar? Enseguida a "chafardearla" ¡Hala, si corre a 120, que pasada! Y de paso alguno se atrevía a atascarle un palo, papel ó patata en el escape.
Los años pasaron, el bar se cerró pero nos quedó el teleclub que para tantos ratos dió de sí.
(Agustin)

Anónimo dijo...

Una crónica detallada de las experiencias juveniles. Yo marché muy pronto del pueblo, pero la primera vez que vi un redoblante en aquel pequeño escenario de mi pueblo en el que sólo cabían dos sillas, la del acordeonista y la del tamborilero, me quedé prendado del redoblante, y procuraba ponerme detrás de él para aprender como repicaba. Ya ves Félix, y demás blogueros, como siempre hay un detonante que hace despertar una afición dormida.
Siempre he pensado que la infancia es la época que permanece latente en nuestros recuerdos.
Hoy, pienso yo, que las cónsolas, portátiles, móviles, etc, frenan la inventiva y el espiritu de aventura que teniamos antes.
Además, un coscorrón a tiempo evitaba alguna travesura y no creaba ningún tipo de trauma, fuese quien fuese el autor de la colleja, tu padre tu madre o el tío o la tía cual, que no siempre eran realmente parientes familiares.
Entrañables las personas que mencionas pues vieron y gozaron de distintas generaciones.
Un abrazo. Salva

macario dijo...

Gracias Felix por esos recuerdos tan entrañables.
Del mismo modo los viviamos en Mieza con el tio Baltasar, suegro de Juan el cineasta.
Saludos Macario