EN EL METRO HABIA UNA VIEJA
Manos de fotografía impar. Frente arrugada. Ojos metidos en sus órbitas vejas, profundas, analizando sin mirar la pantalla de la vida con el único interés de que no se escape.
La vida: una mesa con diez globos de colores, barras de regaliz, cajetillas de “celtas cortos” mal alienados, chicle para masticar angustias, malos pensamientos y esa rabia que se apodera de uno cuando no ha acudido la cita que esperabas.
-Aguarda. Tengo que comprar tabaco.
-¿A la vieja?
-A la vieja.
-Se nos escapa el Metro.
-Otro habrá.
Me gustaba el tabaco de la vieja. Me gustaba la mesa pobre y gastada, de tablas mal ajustadas, con aquella vida encima, con aquella ilusión que no era sino un seguir aguantando el aire, el frío, la nieve, el calor, el viento, los insultos y las personas que entraban en el Metro.
-Celtas, por favor.
-¿De estos?
-No, cortos.
Me gustaba la voz de la vieja: cansada, triste, insatisfecha. Me parecía que cada vez que hablaba se le iba parte de la vida.
Le ponía las cinco pesetas en la mano y me largaba. Nunca le dije nada. Solo: Celtas, por favor.
Yo deseaba ver el brillo que sin duda no era brillo de sus ojos. Quizá en su mirada pudiera descubrir algo de la vida. Jamás logré penetrar la mirada de la vieja. La escondía como un perro asustado, temerosa de que alguien pudiera descubrir algo en sus pupilas. Era solo ella: ella dentro de si y nadie más.
-¡Por qué compras tabaco a la vieja? está más caro.
-Por eso.
-Explícate.
Yo no quería explicar. ¿Para qué decir que era para darle cincuenta céntimos de ganancia? Ni yo mismo lo sabía. Me gustaba comprárselo a ella, eso era todo.
-Porque me gusta.
-Eso no es una explicación.
-Según como se mire.
Yo deseaba en el Metro ver más caras como aquella, otras arrugas, distintas manos alargadas y tiesas, ojos hundidos pero que pudieran mirarme. ¿Por qué lo deseaba? También lo ignoro. El Metro era cosa ajena: más color, más egoísmo y, sobre todo, más calor.
Entró una señora anciana, vieja también, con su cesta y sus cosas ocultas en la cesta, con su delantal de abuela y sus manos gastadas. Manos de sol y viento en otro tiempo: manos que han acariciado, han soñado y quizá han sido soñadas.
Manos que ahora son huesos tiesos con arrugas.
-Por fin- pensé.
Pero no. Me di cuenta que no cuando me levanté para que se sentara y dijo:
-Gracias, hijo.
No era su voz, las manos eran otras. Y hasta me miró. No percibí nada en aquella mirada, no era aquello que yo perseguía en los ojos de una vieja; no vi vida, ni cosa escondida alguna, ni rostro de intranquilidad. Aquella era una persona gastada, pero no una vieja consumida; y mi vieja de la entrada del Metro era consumida, extraña y sin luz en los ojos.
Deseé quitarle el asiento, me hubiera atrevido incluso a golpearla si la gente fuera neutra. Pero allí había ojos que podían acusarme de insultar a una vieja. Yo no quería que nadie robara la imagen de mi vieja en la entrada del Metro; no quería que me quitara su estampa muerta y el frío de su mano cuando se la tocaba al darle las cinco pesetas de los “celtas”.Yo no quería que nadie usara su disfraz .Porque yo estaba seguro que aquella mujer escondía dentro de su cesta diez globos de colores desinflados,
pastillas de chicle, cajetillas de tabaco y barras de regaliz. Y esto no lo podía consentir .incluso su vejez no era suya; la había robado también. Solo existe una máscara para cada persona y el robar una máscara es tanto como robar parte de la vida. Pensé si mi vieja no tenia la mirada limpia y la escondía porque otra mujer andaba por el Metro con su máscara a cuestas. Lo pensé. Si yo pudiera robarle la cesta, arrojarla a los raíles del Metro, gozarme con los globos destrozados, las barras de regaliz manchando los colores de los globos, los cigarrillos partidos como colillas sin estrenar, pisoteadas de antemano con las ruedas del tren…pisoteadas por el hierro…hierro sobre hierro…¡Si yo pudiera…!
Las miradas de las personas eran para mí un juicio que estaba dictaminando a mi pensamiento. Un juicio hipócrita y sin sentido, sin apoyarse en la verdadera esencia del hecho, tal y como las cosas eran. Un juicio que no fuera sentimentalismo .Un juicio. Por eso. Porque ellas no sabían que en la entrada del Metro yo conocía a una vieja a quien otra vieja le ha robado su máscara.
Se levantó. Me miró de nuevo. Me hirió su mirada. Y su mano sobre mi hombro, apoyándose. Y su voz.
-Gracias hijo.
¿Por qué? Yo no he hecho nada. Yo no he querido hacer lo que he hecho, que es igual que si no lo hubiera realizado. Yo no deseo contribuir a su hurto, a lucir su maldito disfraz robado, a ocultar lo que esconde en su cesta de mimbre. Yo no quiero. Yo no quiero que manche mi hombro con su mano arrugada que no es suya…
Se alejó. Suspiro hondo y vivo para mí. Aquello era mejor que salir del Metro, mejor que el despertar del sol en la tarde entoldada por nubes cenizas. Mucho mejor…
La muerte se alejaba y yo podía respirar. Quedé tranquilo. El asiento permaneció vacío. No me senté. La gente me miraba como si fuera un héroe, como si aquella mujer hubiera impuesto con toda su ceremonia macabra una medalla en mi solapa. Pero no me senté porque no quería mancharme con el hurto de aquella vieja mujer.
(Existen ladrones que la gente jamás pintará su cara.)Pero aquella vieja no se me olvidará. Sé que ella había robado algo que yo tenia por mío.
Seguí comprando “celtas” a la entrada del Metro; seguí tocando aquella mano alargada y tiesa, me gustaba ver sus globos, siempre diez. ¿No son globos para niños? ¿No hay nadie que piense que aquellos globos no son de adorno?
Un día la vieja no estaba. Pensé que alguien había terminado de robarle la mirada. Y de nuevo vino a mi mente la mujer que me dijo:”Gracias, hijo” en el Metro. Quise saber algo de los otros, pero no había otro: no había mesa raída, con tablas mal alineadas, manos frías, ojos hundidos, chicle,
globos ni regaliz. No había mi vieja.
Llegó de nuevo. Creí que yo renacía también. A la entrada, otra vez los diez globos de colores. Fui a comprar “celtas.”
-Celtas, por favor.
-¿De estos?-
-No, cortos.
Y me miró. Me dio asco que me mirara. En realidad yo temía la mirada de la vieja. Me miró…y vi que no era ella. Alguien había ocupado su puesto.
-¿Y la señora de antes?-le pregunté. ¿Ha muerto?
Me enfadó su mirada burlona, y su tono de voz y su envidia.
-¿Muerto? Le ha tocado la lotería.
No volví a comprar más “celtas” a la entrada del Metro.
(Adolfo Carreto.)
RECORDANDO A MI PRIMO ADOLFO
Quería estar contigo en esta cita, y la mejor manera es escucharte en este relato que escribiste hace más de cuarenta años, en lo más florido de tu juventud.
Tenia una cita contigo en este día, y la cita se ha cumplido porque este relato es tu voz, siempre viva, más viva que nunca incluso; porque este relato es de ayer, y de hoy y de mañana; este relato es eterno, como tu, que te has eternizado, (por emplear una palabra tuya), en quien te seguiremos queriendo.
Tenia esta cita contigo y no quería perdérmela porque he podido escucharte y comprobar que sigues siendo el mismo de hace cuarenta años, y cincuenta, y así lo seguirás siendo por la eternidad porque ese alma del relato es tu alma en su máximo esplendor, ese alma que es también el alma del abuelo Ángel que tanto querías, y la voz perenne de la familia.
Por eso he querido recordarte en este día veintidós de junio, que es ya verano, que deja atrás la primavera, nuestras primaveras, llenas de aventuras y de sueños, muchos cumplidos, otros no, y que siempre abría las puertas de las vacaciones que eran sinónimo de encuentro, de charlas, de felicidad en suma. Van pasando los años y seguiremos encontrándonos en ese camino que supiste trazar en tu recorrido y que no es otro que el camino del amor y de la paz en este mundo eternamente revuelto.
Yo sé que sigues velando por nosotros desde tu universo
donde solo habita la paz.
Por eso he querido recordarte,
Para seguir unidos un verano más.
Para escuchar contigo cada mañana la alondra cantar.
Para disfrutar contigo del vuelo de tu águila perdiguera,
Y recorrer los campos de Castilla,
Y mirar la Luna, tu Luna que dormida va,
En ese sueño eterno ya de felicidad.
Querido Adolfo del alma.
Pasarán los años y así siempre será.
Félix.
Manos de fotografía impar. Frente arrugada. Ojos metidos en sus órbitas vejas, profundas, analizando sin mirar la pantalla de la vida con el único interés de que no se escape.
La vida: una mesa con diez globos de colores, barras de regaliz, cajetillas de “celtas cortos” mal alienados, chicle para masticar angustias, malos pensamientos y esa rabia que se apodera de uno cuando no ha acudido la cita que esperabas.
-Aguarda. Tengo que comprar tabaco.
-¿A la vieja?
-A la vieja.
-Se nos escapa el Metro.
-Otro habrá.
Me gustaba el tabaco de la vieja. Me gustaba la mesa pobre y gastada, de tablas mal ajustadas, con aquella vida encima, con aquella ilusión que no era sino un seguir aguantando el aire, el frío, la nieve, el calor, el viento, los insultos y las personas que entraban en el Metro.
-Celtas, por favor.
-¿De estos?
-No, cortos.
Me gustaba la voz de la vieja: cansada, triste, insatisfecha. Me parecía que cada vez que hablaba se le iba parte de la vida.
Le ponía las cinco pesetas en la mano y me largaba. Nunca le dije nada. Solo: Celtas, por favor.
Yo deseaba ver el brillo que sin duda no era brillo de sus ojos. Quizá en su mirada pudiera descubrir algo de la vida. Jamás logré penetrar la mirada de la vieja. La escondía como un perro asustado, temerosa de que alguien pudiera descubrir algo en sus pupilas. Era solo ella: ella dentro de si y nadie más.
-¡Por qué compras tabaco a la vieja? está más caro.
-Por eso.
-Explícate.
Yo no quería explicar. ¿Para qué decir que era para darle cincuenta céntimos de ganancia? Ni yo mismo lo sabía. Me gustaba comprárselo a ella, eso era todo.
-Porque me gusta.
-Eso no es una explicación.
-Según como se mire.
Yo deseaba en el Metro ver más caras como aquella, otras arrugas, distintas manos alargadas y tiesas, ojos hundidos pero que pudieran mirarme. ¿Por qué lo deseaba? También lo ignoro. El Metro era cosa ajena: más color, más egoísmo y, sobre todo, más calor.
Entró una señora anciana, vieja también, con su cesta y sus cosas ocultas en la cesta, con su delantal de abuela y sus manos gastadas. Manos de sol y viento en otro tiempo: manos que han acariciado, han soñado y quizá han sido soñadas.
Manos que ahora son huesos tiesos con arrugas.
-Por fin- pensé.
Pero no. Me di cuenta que no cuando me levanté para que se sentara y dijo:
-Gracias, hijo.
No era su voz, las manos eran otras. Y hasta me miró. No percibí nada en aquella mirada, no era aquello que yo perseguía en los ojos de una vieja; no vi vida, ni cosa escondida alguna, ni rostro de intranquilidad. Aquella era una persona gastada, pero no una vieja consumida; y mi vieja de la entrada del Metro era consumida, extraña y sin luz en los ojos.
Deseé quitarle el asiento, me hubiera atrevido incluso a golpearla si la gente fuera neutra. Pero allí había ojos que podían acusarme de insultar a una vieja. Yo no quería que nadie robara la imagen de mi vieja en la entrada del Metro; no quería que me quitara su estampa muerta y el frío de su mano cuando se la tocaba al darle las cinco pesetas de los “celtas”.Yo no quería que nadie usara su disfraz .Porque yo estaba seguro que aquella mujer escondía dentro de su cesta diez globos de colores desinflados,
pastillas de chicle, cajetillas de tabaco y barras de regaliz. Y esto no lo podía consentir .incluso su vejez no era suya; la había robado también. Solo existe una máscara para cada persona y el robar una máscara es tanto como robar parte de la vida. Pensé si mi vieja no tenia la mirada limpia y la escondía porque otra mujer andaba por el Metro con su máscara a cuestas. Lo pensé. Si yo pudiera robarle la cesta, arrojarla a los raíles del Metro, gozarme con los globos destrozados, las barras de regaliz manchando los colores de los globos, los cigarrillos partidos como colillas sin estrenar, pisoteadas de antemano con las ruedas del tren…pisoteadas por el hierro…hierro sobre hierro…¡Si yo pudiera…!
Las miradas de las personas eran para mí un juicio que estaba dictaminando a mi pensamiento. Un juicio hipócrita y sin sentido, sin apoyarse en la verdadera esencia del hecho, tal y como las cosas eran. Un juicio que no fuera sentimentalismo .Un juicio. Por eso. Porque ellas no sabían que en la entrada del Metro yo conocía a una vieja a quien otra vieja le ha robado su máscara.
Se levantó. Me miró de nuevo. Me hirió su mirada. Y su mano sobre mi hombro, apoyándose. Y su voz.
-Gracias hijo.
¿Por qué? Yo no he hecho nada. Yo no he querido hacer lo que he hecho, que es igual que si no lo hubiera realizado. Yo no deseo contribuir a su hurto, a lucir su maldito disfraz robado, a ocultar lo que esconde en su cesta de mimbre. Yo no quiero. Yo no quiero que manche mi hombro con su mano arrugada que no es suya…
Se alejó. Suspiro hondo y vivo para mí. Aquello era mejor que salir del Metro, mejor que el despertar del sol en la tarde entoldada por nubes cenizas. Mucho mejor…
La muerte se alejaba y yo podía respirar. Quedé tranquilo. El asiento permaneció vacío. No me senté. La gente me miraba como si fuera un héroe, como si aquella mujer hubiera impuesto con toda su ceremonia macabra una medalla en mi solapa. Pero no me senté porque no quería mancharme con el hurto de aquella vieja mujer.
(Existen ladrones que la gente jamás pintará su cara.)Pero aquella vieja no se me olvidará. Sé que ella había robado algo que yo tenia por mío.
Seguí comprando “celtas” a la entrada del Metro; seguí tocando aquella mano alargada y tiesa, me gustaba ver sus globos, siempre diez. ¿No son globos para niños? ¿No hay nadie que piense que aquellos globos no son de adorno?
Un día la vieja no estaba. Pensé que alguien había terminado de robarle la mirada. Y de nuevo vino a mi mente la mujer que me dijo:”Gracias, hijo” en el Metro. Quise saber algo de los otros, pero no había otro: no había mesa raída, con tablas mal alineadas, manos frías, ojos hundidos, chicle,
globos ni regaliz. No había mi vieja.
Llegó de nuevo. Creí que yo renacía también. A la entrada, otra vez los diez globos de colores. Fui a comprar “celtas.”
-Celtas, por favor.
-¿De estos?-
-No, cortos.
Y me miró. Me dio asco que me mirara. En realidad yo temía la mirada de la vieja. Me miró…y vi que no era ella. Alguien había ocupado su puesto.
-¿Y la señora de antes?-le pregunté. ¿Ha muerto?
Me enfadó su mirada burlona, y su tono de voz y su envidia.
-¿Muerto? Le ha tocado la lotería.
No volví a comprar más “celtas” a la entrada del Metro.
(Adolfo Carreto.)
RECORDANDO A MI PRIMO ADOLFO
Quería estar contigo en esta cita, y la mejor manera es escucharte en este relato que escribiste hace más de cuarenta años, en lo más florido de tu juventud.
Tenia una cita contigo en este día, y la cita se ha cumplido porque este relato es tu voz, siempre viva, más viva que nunca incluso; porque este relato es de ayer, y de hoy y de mañana; este relato es eterno, como tu, que te has eternizado, (por emplear una palabra tuya), en quien te seguiremos queriendo.
Tenia esta cita contigo y no quería perdérmela porque he podido escucharte y comprobar que sigues siendo el mismo de hace cuarenta años, y cincuenta, y así lo seguirás siendo por la eternidad porque ese alma del relato es tu alma en su máximo esplendor, ese alma que es también el alma del abuelo Ángel que tanto querías, y la voz perenne de la familia.
Por eso he querido recordarte en este día veintidós de junio, que es ya verano, que deja atrás la primavera, nuestras primaveras, llenas de aventuras y de sueños, muchos cumplidos, otros no, y que siempre abría las puertas de las vacaciones que eran sinónimo de encuentro, de charlas, de felicidad en suma. Van pasando los años y seguiremos encontrándonos en ese camino que supiste trazar en tu recorrido y que no es otro que el camino del amor y de la paz en este mundo eternamente revuelto.
Yo sé que sigues velando por nosotros desde tu universo
donde solo habita la paz.
Por eso he querido recordarte,
Para seguir unidos un verano más.
Para escuchar contigo cada mañana la alondra cantar.
Para disfrutar contigo del vuelo de tu águila perdiguera,
Y recorrer los campos de Castilla,
Y mirar la Luna, tu Luna que dormida va,
En ese sueño eterno ya de felicidad.
Querido Adolfo del alma.
Pasarán los años y así siempre será.
Félix.
3 comentarios:
El mejor y más bonito homenaje-recuerdo a Adolfo, en el III aniversario de su fallecimiento; al que me uno.
-Manolo-
Adolfo siempre deja perlas en todos sus relatos. Le saca todo el jugo a la mujer que le vende los celtas. Y el final cruje en el desenlace. Adolfo era y es, un verdadero artista, un lujo para los que intentamos emularle en ese oficio. Un abrazo, Salva.
Querido primo, he estado fuera de casa y sin ordenador,por eso al regreso lo primero que he hecho es entrar en tu blog, sabía a ciencia cierta que no fataría " tu recuerdo a tu primo " como cada vez que lo haces plasmando ese recuerdo en tu blog, has vuelto a mocionarme y mucho, es verdad que mi emotividad sigue a flor de piel, pero me llegan muy dentro todos y cada uno de los homenajes que le haces, gracias Felix y tambien gracias a Manolo y a salva por sus palabras.Tu prima Rosario.
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